Imaginar en Villa Baviera o ex Colonia Dignidad algo como un Oktoberfest fue lo que me terminó apunando. Uno de los protagonistas del documental se quejaba del hostigamiento constante de diversas agrupaciones, tras la declaratoria de sitio de memoria que devino hacia el año 2018. A su entender, ellxs eran las víctimas del lugar, por tanto podían serlo de la forma en que lo estimaran correcto.

Cantos de Represión es volver a una suerte de experiencia inicial, es volver habitar el vértigo. Lo que tiene lugar en lo testimonial corresponden a realidades que conviven en una copia edénica también llamada Chile –he ahí la puna.

La codirección de Estephan Wagner y Marianne Hougen-Moraga, si bien se ubica como el seguimiento documental de quienes vivieron la doctrina teocrática encabezada por Paul Schäfer, lo cierto es que Cantos de Represión es también un dispositivo cinematográfico llamado a desbordar la recepción espectatorial mediante la transparencia autobiográfica. La tónica de abordar las entrevistas para avizorar la memoria traumática hace que la experiencia –poco a poco– se transforme en un calambre mental, en un desmoronamiento.

A la luz de lo expuesto, los múltiples contenidos ligados a la dictadura han poblado extensamente nuestros imaginarios. Hemos visto incansablemente los aviones Hawker Hunter, el palacio de La Moneda ardiendo e imágenes de militares muy similares a las actuales. Los registros que resistieron al régimen se vieron en una posta transgeneracional en las y los realizadores que tomaron la urgencia de sus reproducciones. Al lado de esto, el consenso colectivo de abordar la posmemoria se transformó en un emplazamiento transversal e interseccional; la urgencia de las micropolíticas por relevar los saldos de la dictadura, hizo que la creación de contenidos de no ficción, documentales, ficciones y así diferentes puestas escénicas, fueran proyectándose en los sitios eriazos de la transición democrática.

De esta manera, las pedagogías de la exposición nos hicieron cada vez más fuertes, más tenaces, más inquebrantables; nos supuso el hartazgo, nos llevó a la calle, nos tiene en un presente consolidado por la figura de Octubre. Sin embargo: un Oktoberfest en Villa Baviera, una señora al interior de un invernadero con sol de mañana hablando de una imagen lozana de Pinochet.

El montaje musicaliza el vértigo y la transparencia testimonial con los cantos de la comunidad –los mismos que han sido entonados desde sus inicios. Esta polarización entre lo que escuchamos y lo que vemos, pone en primer término las tensiones que definen los lugares por donde la obra transita: un sauna que antes fue bodega y también un escondite para ultimar a las víctimas. La interpelación honesta de una madre sobre el binomio entre el amor y el coito –nunca una experiencia para ella. Los actos de fe que hoy se corresponden como vejaciones sexuales. La museografía del trauma emplazando un discurso de superación y olvido a las personas que visitan las dependencias de Villa Baviera. La explicación objetiva de uno de los protagonistas señalando que dichas fosas corresponden a la búsqueda de ex presxs políticos. El retorno constante a las alabanzas y a los coros paridos por la doctrina.

Cantos de represión distorsiona el acostumbramiento con el nodo de la dictadura, reduce la capacidad de soporte frente a lo que se nos da a ver. El agenciamiento de un olvido que lo puede todo y la constatación de esta realidad en el hoy (2020) son ese vértigo como experiencia de escucha. Son también la convocatoria cada vez más urgente de las múltiples pedagogías de la exposición. Es un nunca acostumbrarse, un desmoronarse siempre.

Por Nina Satt