¿Qué pueden ser las versiones de un festival sino pieles que se suman y acontecen en pantallas? No solo miramos con los ojos, la piel también absorbe los actos lumínicos de todo acto cinematográfico. Escribo esto a partir de una anécdota de Valentina Giraldo sobre Nosferatu (1922) de Murnau, una película que hoy tiene 100 años y que una de sus escenas se almacenó en sus poros para posteriormente reaparecer. La imagen en cuestión, me cuenta Valentina, brotó tiempo después a partir de otras imágenes “ajenas” a dicho visionado. Las comillas son límites al sentido de lo ajeno dado que en el campo de la mirada nada verdaderamente lo es. Aclarado esto, vuelvo puntualmente a esta anécdota, y esas imágenes que por sí mismas brotaron -insisto- para reinstalarse en un campo sensorio llamado a ser habitado. La anécdota hace visible el cuerpo de una certeza: las imágenes son actos lumínicos que no solo irradian a nuestros ojos, en esto también se ven comprometidos nuestros órganos más grandes. Recordar, para estos efectos, no puede ser otra cosa que hacer tacto los depósitos de esas otras temporalidades que fuimos afirmando mediante la escucha y/o los visionados. Todo es piel.

Y la evidencia es piel, y lo es su presencialidad. Después del allanamiento que nos hizo el modelo biomédico de la pandemia, después de vivir un siglo encerrados, de estarnos privados de encuentros, de celebraciones y conmemoraciones a las obras que pueden el imposible cumpliendo 50, 70, 100 años de vigencia. Después de la retirada de grandes voces que fueron dislocando el lenguaje cinematográfico para expandirlo, qué decir: Sergio Navarro, JLG, Jean-Marie Straub. Y después de vivenciar el rechazo colectivo de un proyecto constitucional que buscaba reparar la arpillera rota de nuestros caídos, no nos quedó otra que volver a convocarnos en una pantalla de cine desde nuestros gestos más honestos: mirar. Distintas instancias a lo largo del año han movilizado nuestras nomadías. Fuimos construyendo colectivamente una contención a partir de estas nuevas convocatorias. Y es que lo pudimos todo después de la cinefagia de contenidos en tiempos de encierro, de generar vínculos mediante pantallas que hoy son abrazos y reconocimientos. Volvimos a encontrarnos, y lo hicimos desprovistxs de las imposiciones de una mascarilla corriendo los límites que nos socializaron en torno al contagio. Fuimos llenando las salas poco a poco, fuimos allanando las soledades. En síntesis, fuimos haciéndonos piel.

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Todo es piel, incluso ese cúmulo de errores que luego se proponen como aciertos. Expansiones como creaciones que beben hoy de los saldos pandémicos. Quiero pensar que las películas que he visionado este año, más allá que sean producciones de largo o mediano aliento, fueron montadas en algún momento de la pandemia. La intimidad que permitió que realizadores y personas dedicadas a este oficio pudieran hacer sus cumbres a través de la finalización de obras en las condiciones de encierro, son imaginarios que me permiten subsanar los claroscuros de haber estado tanto tiempo sin salas de cine y sin ser parte de la comunidad que bebe del fenómeno de las audiencias. Quiero pensar que el sacrificio de todo ello fue para encontrarme con estas películas y mirarlas de la manera en que hoy lo hago: con la piel.

Tengo presente el reciente visionado que hice de Borom Taxi (2022) de Andrés Guerberoff a propósito de los paisajes humanos que la película va construyendo. Colmados de una magnitud narrativa que no escatima en darnos múltiples versiones de sus protagonistas, la obra es su arquitectura pictórica, sus tonalidades. No son opacidades, como sí negritudes y latitudes que van comunicándonos cuán lejos –y cuán difícil– se encuentra África de lo que conocemos como Cono sur. Pienso que la firmeza de los registros que nos regala Guerberoff en estos nómades del comercio ambulante se debe precisamente a las subexposiciones que visioné. O, dicho de otro modo, a la mínima posibilidad de distinguir en una pantalla grande gestos específicos. En estas imágenes pensé fuertemente en Pedro Costa como el primero que me brindó negritudes a partir de otros usos lumínicos. Sin embargo la subexposición, sin embargo la experiencia ganada. Andrés me comentó días después que esas imágenes no son así, y que el visionado en la sala Cine Arte de Viña del Mar se vio cruzado por un proyector que no permitía traducir la luz original del archivo. Ergo, yo tenía en el cuerpo un visionado en dichas condiciones, no la película en sí. Mejor aún: yo tenía formulaciones y pieles subexpuestas que fueron desdibujando gestualidades y evidencias para abrirse específicamente a otras relaciones: el contraste de ojos blancos en el abismo de esos rostros en escena, abismo que inscribe una relación abierta –y de otro tipo– con lo que se evidenciaba.

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Al día siguiente, en la misma sala, fue el turno de Ya no hay regreso a casa (2022) de Yaela Gottlieb. Al visionado de Borom Taxi llegamos juntas porque un cruce con Felipe Real, curador y programador de Ojo Latinoaméricano [competencia de cortometrajes] lo hizo posible. Ya teniendo esta experiencia previa, el visionado fue inscribiendo una tridimensionalidad a partir de las interacciones previas con la realizadora. En escena y en la presencialidad Yaela es pura calidez. También lo es la forma en que va armando la ruta de afectos en torno a la figura de su padre. La obra es un puñado de ternura frente a los cuestionamientos que va deslizando en las trayectorias realizadas por el protagonista. Sin necesidad de reducirlo, la obra observa diferentes lugares que materializan las distancias humanas e ideológicas que existen entre ambos. El uso narrativo de diferentes softwares y plataformas de geolocalización van apareciendo sin perder la horizontalidad que la realizadora despliega para observar las tensiones que subyacen. Una de esas instalaciones tiene que ver con la pregunta por el trabajo y la producción de un salario. Este cuestionamiento que atañe a generaciones enteras se desliza para presentarnos al padre-consejero que apoya el proyecto de la hija migrante desde una llamada de Skype. La pregunta por el trabajo y su búsqueda exhaustiva se formula teniendo como escenario Buenos Aires. Desde aquí una inquietud: dicha pregunta reverberó en el visionado de Borom Taxi no tanto por la ciudad como sí por la dimensión que entrona a estas películas en torno a las vivencias compartidas: migración y trabajo. Sin ánimo de insistir, vale la pena que me detenga en esto dado que la pregunta sigue reverberando. Siendo el año 2022 la pregunta por los sistemas de producción salariales son atávicos al mismo tiempo que vigente. Recuerdo que en el conversatorio mediado por Marisol Águila intencioné a Yaela a responder sobre esta inquietud conectando la obra de Andrés y  la primera representación del cine: obrerxs. En mi cabeza, el esquema de la pregunta buscaba esclarecer si acaso era gratuita la relación del trabajo y la narración en torno al padre. Amablemente Yaela contestó que no y que la misma se había tornado un elemento narrativo en sí mismo al momento de abordar el acervo de archivos construidos a lo largo del tiempo. Entonces la relación implícita del trabajo, entonces los vínculos ciudad-migración. Entonces el cine como lenguaje que hace evidente los tráficos y los saldos que se imprimen al momento de encontrarnos en lugares lejanos. De todo esto se impregnan las imágenes que hacemos, las que construimos.

Con esto, la obra de Yaela no cae en dramatizaciones ni en excesos de ningún tipo. Lo que nos queda como espectatoriedades es una suerte de pedagogía frente a pulsaciones narrativas en la forma y en el fondo, y esto lo digo por el recurso que emplea la realizadora para unir las diferentes dimensiones: un cuaderno. No solo propone el cariño en las imágenes que vemos de su intimidad, también está la propuesta de esas anotaciones al margen de las cosas, nuestros recursos mundanos con los que también vamos haciendo registros. Todas las personas que portamos libretas y diarios podemos vernos en los gestos de Yaela al momento de trazar las distancias y las coordenadas que oscilan en las obsesiones del padre.

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y parecerá forzado, pero al día siguiente visioné Cuaderno de Agua (2022) de Felipe Rodríguez. Teniendo imágenes previas de este proyecto por conversaciones que sostuve con él, su reunión de infinitos me terminó por remecer profundamente. Nadie podría imaginar lo que puede el hilado de unos archivos cuando no se tienen imágenes ni conocimiento alguno de la península de las Guaitecas, patagonia insular ubicada en los torrentes del océano Pacífico. Felipe –y su bondad– nos permiten un traslado sonoro-temporal mediante la voz de Mariana, una hermana que recibe las anotaciones de su hermano relegado en los confines. No tenemos nombre, solo su remitente y sus memorias. Solo la fidelidad de perros que se lanzan desde las embarcaciones, sus nados en un inmenso azul. Sentí como la conmoción del visionado colectivo iba en alza, en popa tal vez. Éramos una sola gran audiencia en el depósito de esas temporalidades de los archivos del Cuaderno, tráfico de sentires que fue conmutativamente querellando una idea de presente en relación a las obras que estaban programadas en el marco de Miradas Regionales [competencia de obras locales]. Cada una de ellas –insisto– fue una querella, cada una –a su forma– reclamó por la impunidad de la dictadura y su herencia ubicada en lo que hoy conocemos como formas de gobierno posibles. Cada una apuntó al estado. Cada una logró abastecernos de rabias, de sinsabores y de sentires pirotécnicos. Cada una se hizo piel en el remanso de estos días que vivieron el imposible de una pandemia y el sofoco de una revuelta popular. El cuaderno de agua con sus ecos en el pálpito de audiencias sin miedo al encuentro. Y las posibilidades de un visionado de esta magnitud en una sala comercial (Cinemark). Y es que todo esto lo puede el retorno a la presencialidad, el mirar con la piel. Todo lo pueden las versiones como pieles que se erizan en el encuentro tácito de los cines hechos con las condiciones de su presente. Todo es piel.

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Por vez primera milité en dos frentes: mediación y espectatoriedad. La sala donde vi Borom Taxi, Ya no hay regreso a casa y los cortometrajes Criatura (2021) y The Spiral (2022), también fue el escenario donde tuve la dicha de compartir con diferentes realizadores mediando las preguntas y reverberaciones de quienes asistieron a la formación de públicos. Para sorpresa de muchxs, las mañanas de esa sala fueron repobladas por infancias que se agitaron frente a las películas que (audio)visionaron. Tantas infancias como chincoles en un kawin de jardín. No creo que exista un gesto más honesto que hablarle a la pantalla y esto me lo replanteaba cuando en Nahuel (2015) las infancias celebraron la muerte del Toro Chupey. Me pregunté cuándo fue la última vez que quise hablarle a una pantalla. Tengo mi imagen de secundaria asistiendo al cine en el mall de Iquique, con una intimidad gigante porque usualmente solo habían dos o tres espectadores en esos espacios. Recuerdo cuando mi hermana me mostró El tambor de hojalata (1979) en el año 2010 arrendada en un blockbuster. Su voz replicando junto a mi: Oshkaaar mientras hacía una pequeña pantomima del tambor del protagonista. Ese mismo verano me llevó a la función de Mala Sangre de Teatro del Silencio en Plaza Constitución. Creo que fue la primera experiencia que me hizo llorar en público. Estaba conmovida por todo el despliegue que significaba ver a tantas personas moviéndose. Esta obra, y esta versión grabada que hoy se encuentra en la plataforma de teatroamil.tv la comentamos en un trayecto desde Valparaíso a Viña del Mar con Sebastián Ayala junto a películas que habíamos visionado hasta ese momento. Todo lo puede volver a las salas de cine. Todo lo puede la piel de las cosas vistas, las cosas miradas, nunca ajenas a quienes somos frente a los visionados que vamos sumando. Todo es memoria. Todo es piel.

Por Nina Satt