Martes 05 de diciembre. Voy al Colón a ver la reposición de La ciudad ausente, ópera de Gandini y Piglia a partir de la novela del segundo. Ambas, ópera y novela, van de una máquina que no para de narrar las historias que bombean esta ciudad zombie donde todos consumen relatos por supervivencia. La máquina, en principio, funcionaba por reacción: se le introducía un texto y ella lo devolvía extendido y modificado. Así se la educó hasta que dejó de ser necesario el texto primario porque ya tenía la suficiente sustancia para narrar lo que quisiera. Ahora, en el presente de la ópera/novela, nadie sabe bien qué es cierto y qué no: qué es ficción, qué es realidad, qué es pasado, qué es presente. En la novela la máquina está en el “Museo”, repleta de papeles, imágenes, objetos y mobiliario que ampara las narrativas que ella crea sin cesar. En la ópera se trata más bien de un basurero donde entre la mugre está la máquina, creando y acumulando historias y personajes. En ambas, eso sí, hay una estructura de catálogo (o inventario) donde se enumeran y describen las distintas narraciones, acumulándose como si se tratara de un archivo al borde del colapso. 

Salgo y voy a comer unas porciones de parado a La Americana de Corrientes y Uruguay. Veo que la televisión está en mute con TN puesto y un graph que reza “INCAA: Instituto Nacional del Curro Argentino”. Arriba a la izquierda se ve el logo con el nombre del programa: “Somos buenos”. Wiñazki hijo tiene en la mano papeles impresos con cuadros sinópticos realizados en Word que sacude ante la cámara. Los muestra brevemente y los va tirando al piso. Las pantallas gigantes del estudio sobre el que está parado proyectan esos cuadros pero tampoco llega a verse bien qué dicen. Béla Balász decía que el cine mudo nos permite ver el espíritu de los hombres al ahorrarnos oír los discursos de palabras que construyen apariencias y rectifican retóricas. Es ahí, en la inherente falta de texto del cine silente, donde Balász intuye la herramienta perfecta para ver al hombre en su esencia. Es decir, en su espíritu: visible, librado del ruido de las palabras. Así veo a Wiñazki en mute: evidenciado en su retórica vacía de opereta, vendiendo espejitos de colores para justificar el inevitable ajuste sobre la cultura que el nuevo gobierno de Milei hará cuanto antes. Ya anticipada la estanflación económica de verano no queda más que aplicar el ajuste simbólico sobre la cultura para que los votantes se satisfagan con que el recorte (tan estimado por un sector mayoritario de la sociedad) se está ejerciendo en algún lado. Y de paso, matando dos pájaros de un tiro, se avanza victoriosamente sobre la “batalla cultural contra el marxismo cultural” (la redundancia no es mía sino del discurso libertario, ahora oficialista). Miro alrededor: en la pizzería nadie presta atención al televisor. Otra máquina que narra elucubrando ficciones que nadie se gasta en procesar sino que se dan por ciertas y ya.

La última película que vi en la última edición del Festival de Mar del Plata fue Danger Diabolik. El domingo por la noche, en paralelo al debate presidencial de cara al ballotage, del que vi la primera hora antes de entrar al cine. Al llegar a la sala estaba Pablo Conde, director del festival, ejerciendo una suerte de conferencia improvisada en la que respondía preguntas alrededor del festival que estaba terminando. Se preguntó por la falta de proyecciones en fílmico, se pidieron invitados, se agradeció la programación. Ante las preguntas por las faltas la principal respuesta era la reducción de presupuesto y la necesidad de hacer mucho con lo poco que había. Excusado en la autoconciencia del ajuste, de la escasez presupuestaria, no queda más que agradecer el esfuerzo. Es eso o correr el riesgo de quedar como un hijo de puta que exige a sabiendas de una situación económicamente límite. Fue en el evitar caer en esa segunda opción que evité aprovechar el momento para preguntarle a Conde por la inclusión de películas producidas por plataformas de streaming en las distintas competencias del festival. Quizás no pregunté por saber de antemano la respuesta que probablemente no me hubiera dado: acuerdos con las plataformas,seguramente Netflix y Mubi permitían un screening fee barato o nulo y, a su vez, la posibilidad de llenar con prestigio (el prestigio de directoras ya establecidas en el canon contemporáneo como Paula Hernández o Anahí Berneri) las competencias. Esa pregunta no hecha es la única que me quedó dando vueltas en relación a la identidad del festival. Otros años, las películas producidas por plataformas de streaming eran dadas en secciones no competitivas, ya sea Autores o Nuevos autores; lo cual, creo, está perfecto dada la posibilidad de ver en cine películas condenadas a pantallas hogareñas. Pero este año, al ser introducidas en las competencias, se nota cierta trampa o injusticia de cara al resto de las películas de estas secciones: cierto desequilibrio estético (no nos olvidemos de cómo impera el algoritmo sobre cómo se ven y cómo se narran estas películas) pero sobre todo productivo (presupuestario). ¿Cómo dialoga una película independiente con una película industrial? Mejor dicho, ¿cómo compararlas en el marco de una (libre) competencia?. Hoy por hoy, la industria consiste en la producción de estas películas realizadas para plataformas, por fuera del INCAA. Es frente a este panorama que me pregunto si cuando se ejerza el inevitable ajuste (ya sea ENACOM mediante, al mejor estilo Macri, o, en su defecto, frenando la actividad con una opereta mediática que destituya a los funcionarios a cargo obligando concursos que demoran la funcionalidad del Instituto) se marchará de la misma forma que se marchó en el 2016. Es decir, con la misma cantidad de gente. Me lo pregunto anticipando que la industria no se verá frenada, dado que las plataformas seguirán produciendo desde el “sector privado” (me permito ejercer el glosario de estos días). 

Volviendo a Danger Diabolik: quedé rumiando mi cobardía ante la pregunta no hecha y después de unos minutos se dio paso a la presentación de la película de Bava y a su proyección. En una escena, un político desfachatado al borde del colapso emocional anuncia a cámara la destrucción del Departamento del Tesoro. Acto seguido vemos explotar distintos edificios gubernamentales. Salgo del cine y veo en twitter los recortes del debate, los greatest hits. Hay clima de victoria, de paliza retórica (que hoy sabemos no sirvió de mucho). La máquina que no para de narrar, la televisión, encontró en las redes sociales una herramienta de montaje que destaca y descarta, separando la paja del trigo. Es ahí, en esos highlights, en esos recortes, donde se revalida la narración. Donde esa narración para todos, para nadie, se direcciona puntualmente englobada en ejes temáticos y, sobre todo, breves. En su corta duración permiten introducirse en el flujo acelerado y ansioso de déficit de atención en que vivimos rutinariamente. Ya no hay paciencia ni para ver la televisión. Ver un programa entero supone la misma fatiga que ver una película de “slow cinema”. Quizás, si pasaran los programas de televisión en salas de cine (a oscuras, en pantalla grande, rodeado de señoras que chistan ante el menor ruido, que retan ante la luz del primer celular), quizás ahí se recuperaría la atención. No sé si es buena o mala, pero es una idea: un festival de cine que pase noticieros sin cortes, con las franjas publicitarias incluidas (una suerte de extensión del clásico y extinto Sucesos Argentinos). Los límites entre narración e información tan ricos a una concepción teórica benjamineana están hoy al borde de lo demodé. Hoy por hoy ya no impera ni el “¿Qué?” ni el “¿Cómo?” sino ante todo el “¿Cuánto?”. Es decir, el consumo. Eso sí, disfrazado de experiencia. Un ejemplo claro, y del mundo de la cinefilia, es el éxito de Letterboxd, álbum de figuritas virtual donde uno acumula películas y las muestra cual medallas. Esa vorágine por la cantidad y el miedo por el FOMO (otra palabra del glosario emprendurista/empresarial/oficialista) se percibe en los festivales. Uno viene a ver la mayor cantidad de películas posibles y a descubrir lo nuevo novísimo o lo nuevo viejo (los rescates). Hablando de esto último, quizás el mayor hallazgo de esta edición del festival fue el ciclo de las películas georgianas: pantallazo breve pero eficaz de un cine casi totalmente desconocido. Cada una de esas funciones sorprendía inevitablemente de cara a la imprevisibilidad total en relación a lo que uno encontraría en pantalla. Y cada una de las películas no podía ser más diferente a la otra. El pantallazo breve impide establecer constelaciones o diálogos entre las tres películas del foco pero sirve como catálogo exprés de las posibilidades de hallazgo y sorpresa ante un cine regional desconocido. 

En la función de apertura se proyectó El hombre de la esquina rosada luego del discurso de Massa. La película de Mugica, basada en el cuento de Borges, trata sobre la inevitabilidad del destino y su consecuente fatalidad. Insisto con el diario del lunes: hoy, ya con presidente electo, no puedo evitar volver sobre la esperanza de esos días, sobre la idea de que era posible que Massa gane a la acumulación de las dos oposiciones. El destino estaba escrito pero preferimos no verlo, entregados a la mística, a la ficción. Luego de la función inaugural siguieron diez días de estar en cines a oscuras, en un doble movimiento de evasión y optimismo. Dada la situación actual queda por verse si el año próximo existirá ese espacio y de qué forma. Es tentadora la palabra “resistencia” y más empleada acá, en este cierre de texto. No termina de convencerme su uso, la equiparo a un escudo inútil retórico: decir no es hacer. Y hacer no es escribir predicciones. Una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa. Veremos (e idealmente haremos). Hasta (y durante) el año próximo. 

Por Ramiro Pérez Ríos