Todo era barullo, tumulto, hormigueo y caos

Virgina Wolf

El doble programa de Mast-del y A batalha da Rua María Antonia en el marco de Márgenes, además de haber sido un refugio del genocidio desatado al pueblo Palestino, son hoy –ambas obras, juntas– un emplazamiento para que puedan ser alcanzadas con urgencia por futuros programadores. La escucha y el visionado de las mismas, más que evasiones –o treguas– desploman la indiferencia con la que resolvemos los días, haciendo posible la idea de contención en este siniestro que también califica como ahora. Y no quisiera redundar, pero insisto en la urgencia, y apelo a que este emplazamiento pueda ser recibido por pares que están al otro lado de estás líneas. Puntualmente, me estoy dirigiendo a las pocas posibilidades que nos quedan, y al coraje de empezar a proporcionarnos un cine para guarecer. Desde ahora quisiera insistir en urdir en estas obras –y en otras más– por la capacidad que tienen de revertir el curso del desastre digital. Por las recepciones que contemplan en el uso de sus lenguajes estructurantes-afectantes, hoy mancilladas por la exposición mediática que forzosamente –todo el tiempo, todos los días– nos hace espectadores de las impunidades del escenario actual.

Antes de continuar, quisiera no tener que emplazar ni mucho reclamar sosiego a las experiencias de visionado. En el fondo no quisiera esta verborrea. Pero lo que está afuera, lo que está sucediendo en otros territorios y lo que está en una pantalla convergen, ebullen. He leído a los puños que suelo leer ubicados en diferentes latitudes de latinoamérica y confieso que siento añoranza de poder escribir arrojadamente como lo hacen ellxs sobre cine y sobre lo que ven. Y no puedo, hoy mirar me significa refugio. Me significa suspensión, me significa dilatar. Me significa coraje para llorar tranquilamente en una sala oscura. 

En la oportunidad que vi Mast-del y A Batalha… confieso que minutos antes de que se apagaran las luces, desmantelé mentalmente la sala Azcona de la Cineteca de Madrid y la reacondicioné. Saqué las butacas y en su lugar puse camas distribuidas por hileras. Mi croquis mental desapareció de golpe, y ahí entendí que no hay nada que pueda exiliarme de este escenario esquizofrénico, y que las postrimerías del asedio genocida y del fascismo en alza no me son indiferentes (aunque quisiera, a momentos).

Confieso que me gustaría preservar el temblor del cuerpo con el que salí del visionado de estas obras. Quisiera que las nuevas tecnologías pudieran reproducir estos resquicios corporales montados en el ritmo de la lectura. Pienso que hablar desde el cuerpo instala la mínima posibilidad de poder apelar y configurar un futuro menos violento. Porque este tiempo y los acontecimientos que están ocurriendo son irreversibles. 

Porque el cine, hoy más que nunca, tiene forma de trinchera.

Retomando, siendo Mast-del una película que puede hilvanar la imagen universal del miedo de una mujer siendo apresadas por fuerzas del orden, el uso de los archivos a través de gradientes cromáticas moviliza un relato que anula el derrotero de lo efectista, apostando por otras recepciones. En la obra, la intimidad y el pudor no tienen rostros reconocibles, y tratándose de dos escenarios epistolares, en la que uno sí figuran cuerpos y en el otro la memoria de una violencia, abro el supuesto de que los rostros posibles de situar están en el lugar que ocupamos como espectadores, como quien pudiera con las vivencias propias participar de lo que Maryam Tafakory va señalando en el lugar de la narración. 

En una pequeña reseña del Festival Mar del Plata, se habla de esta película como si fuese una carta de amor, y no quisiera contravenir, pero la idea no me cierra. Porque sí hablamos de una carta de amor, no lo hacemos desde las apariciones de los gestos amatorios o a partir de una erótica reprimida. Si digo carta de amor, lo hago para enmarcar lo que puede esta obra al llevar tan lejos el soporte de sus imágenes. Si decimos carta, es una a nosotrxs mismxs en el estupor de una masacre mediatizada en los feed de nuestras rrss. Digo –y quizás decimos– carta de amor para decirle a mi amiga Fernanda lo mucho que agradezco el que películas puedan hablar de violencia sin mostrar uniformes, ni hombres, ni expresiones concretas de agresión. Obras donde no tenemos que lidiar con cuerpos ultimando a otros (de eso tenemos bastante). Experiencias que pueden prescindir del recurso facilista, y que pueden explorar el terror político en un montaje acertado para estos tiempos y para el porvenir. 

Acto seguido, la obra de Vera Egitoe trata de la película que muchxs necesitamos visionar en la década pasada y que dialoga con aprendizajes sumados en el tiempo. Hablo precisamente del 2011, 2013 y 2018. Escenarios de lucha estudiantil y de organización popular en Chile y en otros puntos de latinoamérica. Egito toma los antecedentes del pasado –1968– para hacer explícitas determinadas resonancias de ese tiempo en nuestras experiencias contemporáneas: la poca y nula eficacia de las orgánicas democráticas, la vulnerabilidad de nuestras organizaciones, los pares masculinos desarticulando, las figuras de representación en escaños cómodos y gozosos de épicas ombliguistas. Y nuestro respeto inquebrantable por los conductos de representación popular, aunque en eso se –nos– fuera la vida. Y con eso la estima sacral de las urnas. El culto de votar como sí con solo hacerlo pudiéramos desviar el curso de las balas con las que fuimos amenazadxs incansablemente.

La ficción nos presenta un movimiento estudiantil, pero no su infantilización. En ningún caso es una película apologética o derrotista. Y es que Egito toma decisiones en frío y propone una concatenación desafectada, al mismo tiempo que horizontal con la gravedad de la memoria de los acontecimientos. Cuerpos suben en el edificio, cuerpos bajan en el medio por lo que sucederá. La memoria de la represión, más allá de que sea ficticia, por sí misma tiene la capacidad de remontarnos a la vigencia de un tiempo imperecedero. Un tiempo quieto donde cabemos todxs cuyas imágenes duelen. Resuelven. 

A mi parecer, lo hecho por ambas realizadoras reclaman visionados, presencias y una asamblea transhistórica. Puntualmente, digo esto de ambas películas por la capacidad que tienen de traslucir nodos críticos y años de ensayo. Entonces damos con que indistintamente del lugar en que nos situemos en el curso de la historia, las represiones se parecen entre sí: barullo, tumultos, hormigueo y caos.

 

¿A qué dios cíclico le encaminamos nuestras insurrecciones? 

¿Qué fe ciega por la democracia cobra cuerpos y traumas? 

(preguntas anotadas en el margen de una boleta del día)

Hablo de películas para caminar con tumultos. Y de la escritura como sutura. Y de películas que lo pueden todo.

 

Por Nina Satt