En el cine como audiencia solemos asumir que todo lo que vemos en pantalla es la verdad dentro de la ficción. Y si no lo es, las imágenes son codificadas de forma que entendamos que se trata de algo que no sucedió –llámese una ensoñación, un falso recuerdo, una fantasía–. Sería complicado no respetar este pacto silencioso y preestablecido entre autor y espectador, ya que probablemente resultaría en una pérdida de la confianza al dejar de contar con reglas claras que establezcan qué sí es y qué no es. Por tanto, buscar romper con este acuerdo común y salirse con la suya es una misión complicada y riesgosa para cualquier autor.

La película de Justine Triet podría contarse brevemente así: Sandra vive con su esposo Samuel y su hijo ciego Daniel en una remota cabaña en la cima de una localidad francesa en los Alpes, aislados del resto de la sociedad. La repentina muerte de Samuel provoca una sacudida para la vida de Sandra y Daniel, después de una investigación inconclusa en la que la policía no logra determinar el motivo de la muerte, convirtiendo automáticamente a su esposa en la principal sospechosa de un posible asesinato. A partir de este momento un juicio público se desarrolla dolorosamente para la exitosa escritora y, sobre todo, para su hijo que inevitablemente se empieza a enterar de eventos y disputas entre sus padres que antes había ignorado por completo.

A través de una simple premisa que pronto comienza a torcerse y a tomar nuevas perspectivas y vertientes, la directora francesa plasma su laberinto de verdades y mentiras que nunca termina de dibujarse, manteniéndonos expectantes de cualquier rastro que pueda servirnos como guía, y dejándonos ávidos de más información para poder inclinar la balanza hacia algún lado. No necesariamente para elegir un bando, sino más bien para tener de dónde sujetarnos en los momentos en que la película revela sus giros más críticos con información muchas veces inesperada. Pero ese placer nos es elegantemente negado.

Triet nos muestra imágenes irresistibles, pero siempre lo suficientemente inteligentes como para no entregarse del todo. Y se nos venden momentos en los que no podemos confiar. Un ejemplo de esto es que, en un punto de intensa deliberación en el largo y tortuoso juicio, se plantean diversas hipótesis alrededor del “accidente” de Samuel. Estas hipótesis, en lugar de ser solamente descritas, son representadas visualmente con idéntica forma y lenguaje en pantalla. Privándonos así de una tramposa libertad que nos mostraría el camino de una verdad absoluta a la que este subgénero del drama judicial nos ha acostumbrado. Al no permitir omnipresencias (ni siquiera del público) en su entramado, la ganadora de la Palma de Oro en Cannes en mayo pasado mantiene su estatus de misterio indescifrable y encantador.

Triet juega con la imagen como artificio. ¿Es realmente lo que vemos lo que ha sucedido? ¿O es más bien lo narrado lo que sí pasó? Me parece que, dentro de su película, Triet adicionalmente presenta incluso la opción de la imaginación del público como un tercer factor. La suposición cuenta con un papel clave para el descifrado del juicio, –e incluso más allá de este– para las relaciones entre los personajes. Lo cual también añade un elemento más de complejidad, ya que a Samuel, uno de los personajes principales, nunca lo vemos con vida en pantalla, su presencia se reduce a relatos de terceros claramente afectados por un punto de vista sesgado, dejando en nuestras manos la responsabilidad de construir a su persona casi por completo y decidir por nosotros mismos.

Anatomy of a Fall entonces podría entenderse como una acumulación de pistas a disposición del espectador para intentar armar un rompecabezas de la verdad. Otro componente que le aporta muchísimo a esta complejidad enmarañada de posibilidades es Sandra Hüller. La actriz alemana interpreta a la protagonista con una ambivalencia impecable, podemos despreciarla por completo e inmediatamente sentir una tremenda compasión por ella, y además es por medio de pequeñísimos gestos y manierismos casi imperceptibles que Hüller nos controla con absoluta maestría, dejándonos con una actuación verdaderamente memorable que acentúa todavía más el misterio de lo que realmente sucedió.

A pesar de que en varias ocasiones el guion parece tener un bote salvavidas al alcance para poder descansar por un momento de su homérica tarea de existir exclusivamente en las tinieblas de lo incierto, decide con singular valentía y determinación permanecer a la deriva, y no ceder ni un centímetro en la carrera por descubrir la verdad. Se mantiene neutral a pesar de la tentación de las convenciones narrativas que la propia naturaleza de su historia presenta.

En resumen, la potencia del cuarto largometraje de Triet radica en su compromiso por una profunda ambigüedad que mantiene hasta su último cuadro. Una clara intención de no querer ser interpretada a partir de lo leído, sino de lo imaginado. Permitiendo abrir de esa forma un agujero casi infinito de opciones que nos ahoga y nos obliga a hacer frente a nuestra indecisión, prohibiéndonos una fácil y predecible salida por la tangente. Nos obliga a formular a partir de lo incierto. Un diálogo de la misma película la describe a la perfección: “muchas cosas aquí son improbables, pero ninguna es imposible.”

 

Por Andrés Garza desde FICMorelia