En el mundo paralelo que nos ofrecen los festivales de cine suele pasar, luego de ver unas diez o quince películas, que comienzan a aflorar resonancias insospechadas entre detalles de cada obra, y así el cielo de Lima parece similar al de Bogotá, los perros de Georgia se vuelven parientes lejanos de los perros portugueses, una sopaipilla es otra versión de un pan frito brasileño, o el chipá del pan de bono colombiano, o el rumano comienza a sonar levemente parecido al castellano. No es que haya un diálogo más allá del que nosotros como espectadores nos inventamos entre cada función –o el que los programadores imaginan previamente al festival, del que luego nos volvemos partícipes activos–, y si bien es genial cuando estas resonancias son detalles, hay veces que van por otro lado: procedimientos, estilos, decisiones narrativas o estéticas, que más que responder a la edición de un festival o a la producción de un lugar específico, son repeticiones que forman parte del estado actual del cine contemporáneo, por lo menos a lo que respecta a los cortometrajes, que es hacia donde este texto quiere ir, más específicamente a la competencia de cortometrajes latinoamericanos de la presente edición del Festival Internacional de Cine de Valdivia.

La competencia de cortos incluye películas de Chile (6), Brasil (1), Argentina (3), Bolivia (1), México (2), Colombia (1) y Costa Rica (1), y está dividida en tres sesiones, la primera tiene a Copalli del Colectivo Los Ingrávidos, Quebrantahuesos de Martín Baus, Cerro Saturno de Miguel Hilari, Los mayores ríos se deslizan bajo tierra de Simón Vélez, Luz nocturna de Kim Torres y Serrao de Marcelo Lin.

Vamos en orden. En Copalli el Colectivo Los Ingrávidos, que ya ha mostrado muchos de sus cortometrajes tanto en Valdivia como en Frontera Sur, nos ofrece una nueva pieza experimental con su estilo propio, sin títulos, sin aspavientos, sin claras intenciones narrativas y sin texto. El trabajo de Los Ingrávidos apunta generalmente a un montaje furioso, lleno de transparencias y coexistencias de diversos planos que se suman a un trabajo de sonido, en este caso musical, que intenta generar una relación rítmica entre los tiempos de la música y los del montaje, una danza cinética, como dice el acertado texto del catálogo, danza que sin embargo es previsible. Se siente en esta pasada que Los Ingrávidos se están repitiendo, que ya tienen la fórmula, que lo tienen todo controlado.

Lo sigue Quebrantahuesos, un ejercicio sumamente interesante de Martín Baus, que inspirándose en los quebrantahuesos que alguna vez hicieron Enrique Lihn y Jodorowsky –cuando todavía hacía algo que valiese la pena–, logra leer a contrapelo, con un collage de tres canales a la historia del cine chileno, generando nuevos sentidos a través de la puesta en relación de un acervo que siempre se ha visto como un archivo histórico más que un posible objeto de manipulación artística. Personalmente esa es la parte que me encanta del corto, que luego pasa a intentar actualizar el ejercicio a partir de imágenes de los muros en la revuelta chilena de 2019, y ahí sucede algo raro, que me pasa con casi toda la producción de la revuelta, si bien en este caso se intenta un trabajo de contraste entre aquella historia resquebrajada del cine chileno y las imágenes recientes, no logra hacerlas discutir, quizás porque los muros de la revuelta hablaban y querían decir todo el tiempo, y el cine no, porque Baus logra hacer –en la primera parte– que el cine diga algo distinto de lo que dijo en su tiempo, pero los muros siguen diciendo exactamente lo mismo, por más procedimientos de montaje de imagen y sonido que puedan plasmarse sobre ellos, el mensaje siempre estuvo ahí, y el experimento entonces pierde fuerza porque no logra hacer que aquellas imágenes digan algo más de lo que ya dijeron todo el tiempo, que es quizás el gran problema que personalmente veo en la multitudinaria cosecha del cine de la revuelta: no hay discusión política en el montaje de las imágenes, no hay una mediación más allá del registro, no hay posibilidad heurística ni para el cine ni para la revuelta.

El boliviano Miguel Hilari es sin dudas uno de los directores a los que hay que seguirle la pista, luego de la impresionante Bocamina, vuelve a Valdivia con Cerro Saturno, un cortometraje sobre una de las montañas que rodean La Paz, una ciudad orificio tal como Santiago. Lo hace en blanco y negro, con cámara fija y planos largos, donde a veces pareciera no haber movimiento alguno, hasta que una nube o una polvareda delata que no estamos viendo una foto. La imagen final, una danza de luces nocturnas, es realmente genial, pero para llegar a ella nos demoramos bastante, y quizás la quietud y duración de los planos fijos a la Benning junto a las imágenes finales –que tienen más movimiento– quedan un poco distanciadas.

Hace un par de meses escuché una conferencia del rumano Radu Jude, allí criticaba cierta tendencia de los cineastas jóvenes actuales a usar antojadizamente el fílmico, decía Jude que estaba seguro que si esas mismas imágenes estuviesen grabadas en digital, probablemente no serían aun películas, quedarían sepultadas en los discos duros. En Los mayores ríos se deslizan bajo tierra del colombiano Simón Vélez pasa eso, el material fílmico no aprovecha para nada su formato, sus posibilidades o texturas. Es simplemente lindo, y no deja de ser un gesto casi de derroche en un contexto donde tener esa posibilidad es algo caro, hasta casi imposible para cualquier cineasta que esté comenzando a hacer películas. Se transforma, finalmente, en un signo de clase, innecesario, porque ni la historia ni las imágenes piden ser eso, que es muy distinto a lo que Los Ingrávidos o Ute Aurand –por mencionar un par de ejemplos que pueden verse en el festival– hacen con las posibilidades del fílmico. Pareciera que el que puede, puede, y el que no, graba en digital. Yo estoy de acuerdo con Jude y agregaría que no entiendo cuál es la fascinación con una materialidad a la que ni siquiera podemos tenerle nostalgia, porque no crecimos viéndola, somos una generación (los nacidos luego de 1990) que creció viendo VHS, video y DVD, y entonces no deja de ser un gesto parecido a lo que pasa con la fotografía análoga entre nuestros contemporáneos (práctica que también, dicho sea de paso, está cada vez más restringida a las élites que pueden costearla), una fascinación extemporánea y por momentos antojadiza.

Recuerdo que el año pasado, en el Festival de Mar del Plata, vi Atrapaluz de la costarricense Kim Torres, una película rarísima, quizás demasiado calculada para aprovechar sus tintes poperos y cyborgs, pero que aun así guardaba una promesa de estilo, una profecía interesante. En Luz nocturna el estilo de Torres se afianza a partir de un drama íntimo entre tres hermanos, no se dice mucho, no se narra demasiado, basta la gran capacidad de Torres para crear atmósferas suficientemente complejas para acompañar a los personajes un ratito, bastante a gusto.

Marcelo Lin hizo un cortometraje genial. Serrao lo tiene todo, muchísimo humor, una imagen curiosa, personajes interesantes, un giro surreal dentro de una realidad material asfixiante, uno de los mejores créditos iniciales del año y un par de escenas envidiables. El cine brasileño sigue dándonos pruebas de que en cuanto cine político –si piensan que esta categoría caducó, vean Serrao y las películas de Uchoa, Queirós y Antunes, que quizás lo que caducó fue nuestra capacidad de reinventarlo– no hay quién les compita, y año a año, en general gracias a Valdivia y Frontera Sur, podemos ser testigos privilegiados de eso.

El programa II comienza con ¿Dónde está Marie Anne? de Yaela Gottlieb, luego con Geranios de Lou Marino, Ninguna estrella de Tana Gilbert y finaliza con Trazos del silencio de Valentina Pelayo.

En ¿Dónde está Marie Anne? Yaela Gottlieb logra algo que es bastante difícil, realizar una película sobre una desaparecida de la dictadura sin hablar, excepto una frase al final preguntando por su desaparición. En este cortometraje que usa el material publicitario del Museo del Cine de Buenos Aires, donde vemos mucha gente de apariencia cool disfrutar una fiesta nocturna en una casa con terraza que da al mar, Marie Anne se establece como personaje a través de la recursividad de su imagen y el impresionante trabajo sonoro, que produce un clima extraño que contrasta con aquella imagen linda, explotada de colores, llena de gente disfrutando, y que sugiere que el sonido de aquel mar donde se ve a Marie Anne y sus amigas publicitarias ficticias pasear, está teñido por el horror, en un trabajo similar al realizado en Las Cruces de Teresa Arredondo y Carlos Vásquez o incluso a aquella instalación de Carlos Altamirano, Traslado de televisores, donde la visión del mar y el sonido de los helicópteros intenta replicar el clima terrorífico de la dictadura chilena.

En Geranios de la chilena Lou Marino hay algo que el cine chileno tiene, pero en pocas cantidades: riesgo, atrevimiento y lucha de clases. Monserrat se queda sin un lugar para vivir y le cuenta a Francia, su amiga, que intentará irse a vivir con un tipo cuico que en algún minuto se la joteó. Las amigas cambian de paisaje, la película se traslada de Plaza Brasil a Escuela Militar, y allí comienza la confrontación, entre Cristóbal, el cuico, y su familia pije. Monserrat y Francia deciden no tragarse el maltrato y responden, revientan el departamento del barrio alto y se llevan plata que gastan en un restaurant fancy. En esta buddy movie la ciudad de Santiago, sus violencias cotidianas, sus paisajes contrastados, es coprotagonista junto a las amigas, y eso es algo que el cine santiaguino hace poco, poner la ciudad en primer plano, mostrar sus desplazamientos, sus contradicciones, sin borrarlas como hacen tantas películas, sobre todo aquel cine intimista que piensa que Providencia es Santiago (como pasa en Ella es Cristina y en muchísimos cortometrajes, basta con ir a darse un paseo a la competencia “Talento nacional” de Sanfic para darse cuenta que la corriente intimista del sector oriente es hoy la moneda corriente de gran parte del cine chileno). Geranios, en ese sentido, toma riesgos y posición, algo que valoro muchísimo.

El programa II sigue con Ninguna estrella de Tana Gilbert. Hace algunos años en Sanfic vi su segundo corto, Sigo acá, que trataba sobre su abuela. En aquel corto había cierto germen de querer escapar del cine familiar hegemónico de nuestros tiempos, plagado de archivo casero y voz en off, pero aún no se lograba concretar lo que sí aparece en Ninguna estrella, un relato familiar complejo, en el que Gilbert toma los archivos de Cecilia, su ex suegra, que con su handycam grabó muchísimas imágenes de la infancia de su hijo, que es también el padre del hijo de Gilbert. Allí, en ese cuadrado perfecto que conforman Gilbert, su hijo, su ex y Cecilia, viajan tensiones, reclamos, pesares, la mayoría sobre la maternidad, pero también hay mucho sobre el amor, y en definitiva lo que hay es una identificación entre la mirada de Cecilia sobre su hijo y la de Gilbert sobre el suyo, que le permite también entender el lugar discursivo de la masculinidad. El gran acierto de Ninguna estrella es evitar algo que estoy seguro que muchos asesores de montaje propusieron: poner su voz o la de su suegra, sensibilizar el relato, ponerle emoción. Pero las imágenes ya tienen todo eso, y que el relato esté en texto es una decisión que celebro, a pesar de que quizás hay demasiado y por momentos distrae de aquello que está en el archivo.

El segundo programa, dedicado exclusivamente a cineastas mujeres, termina con Trazos de silencio, la ópera prima de la mexicana Valentina Pelayo. Aquí sí las posibilidades del fílmico se aprovechan bastante, las imágenes son hermosas, aprovechan muchísimo la sensibilidad lumínica y los colores que se producen. Sin embargo, más allá de la belleza de sus imágenes, Trazos de silencio peca de querer meterlo todo, un rasgo casi típico de una primera obra (pasa también en las novelas) donde se quiere incluir un gabinete de posibilidades ilimitadas que termina abarcando todo y apretando poco: aquí conviven tres voces en off distintas, un relato epocal en contrapunto a una narrativa actual de un viaje en uber y un diseño sonoro excesivamente expresivo que confía muy poco en el silencio, en definitiva, es un cortometraje barroco, cargadísimo, que como espectador no te deja tranquilo, un menjunje procedimental que no parece tener del todo claro qué es lo principal y qué lo accesorio.

El tercer programa está conformado por Cuaderno de agua de Felipe Rodríguez, Las criaturas que se derriten bajo el sol de Diego Céspedes, Gambote de Sofía Bensadon y Luto de Pablo Weber.

Es curioso, pero si viésemos Trazos de silencio, Cuaderno de agua y Las criaturas que se derriten bajo el sol, las tres seguidas, podríamos hacer un diagnóstico de los procedimientos y dispositivos que se despliegan masivamente en el cine contemporáneo actual. Sobre todo hay que hablar de la voz en off, que es una solución narrativa tan simple que cuesta muchísimo que quede bien y cuyo modo de empleo, no obstante si se está haciendo ficción o no ficción (familiar, o de archivo, o ensayo), se parece muchísimo: voces solemnes y/o susurradas, presentes más que cualquier otro sonido (incluso, en general, las voces en off tienden a anular la escucha al proponer que sea el imperio de la palabra lo que queda en primer plano sonoro), y que finalmente hacen de guía, como si fuesen un guía turístico que no te deja escuchar el paisaje de un lugar al que acabas de llegar. Era, por supuesto, distinto antes, porque ya sea Mekas o Marker no proponían en general un trabajo sonoro bajo la voz, sino que la voz muchas veces aparecía sola, acompañada solo por su respiración, o quizás con música con claras intenciones de hacer de colchón. Pero actualmente se tiende al barroquismo sonoro, a que la voz esté acompañada por paisajes sonoros complejos, plagados de sonidos distintos, como si la escucha ganara por acumulación y no por detalle.

Lo anterior es la razón principal por la que no me gusta Cuaderno de agua, que podríamos situar en otra tendencia actual: el archivo encontrado, en este caso el cuaderno de un “relegado político” que relata los paisajes patagónicos. Y si bien el texto no es necesariamente de una solemnidad recargada, sino más bien de un aura nostálgica y melancólica, el tono que se emplea en el relato es de una solemnidad poética abrumadora, como si estuviésemos asistiendo a la lectura de una poeta que se toma demasiado en serio, tanto que no hay una lectura posible más allá de su tono; la complejidad, entonces, que podría tener la relación de archivo propio y archivo encontrado, se ve edulcorada por un trabajo sonoro unilateral, y aquellas hermosas imágenes, que quizás ganarían mucho más si no nos obligaran a escuchar otra cosa, quedan sepultadas, casi en segundo plano, asfixiadas por la narración.

Con Las criaturas que se derriten bajo el sol sucede otra cosa, pero el problema tiene el mismo espíritu. Ya en El verano del león eléctrico Diego Céspedes daba cuenta de que su intención estética apuntaba a un cine cuidado, lindo, sin fisuras, cuya pretensión estética apuntaba al preciosismo. En el corto actual eso se mantiene y además se afianza, pareciera que Céspedes tiene claro qué gusta y qué no, no desde el punto de vista del público, sino desde el punto de vista del sistema estético que sostiene la programación de los festivales clase A: un preciosismo for export, hecho a la medida (no en vano Céspedes estrenó ambos cortos en Cannes) y sin mayor riesgo. Esa es la estética que parece preponderante en las producciones ficcionales del ICEI –no así su producción documental, que es bastante interesante–, es algo que también aparece claramente en Fiebre austral de Thomas Woodroffe, o en El color de las limas en verano de Ignacio Palma. Todo eso se ve en la voz en off susurrada, por ejemplo, que también aparece en Trazos del silencio, en esa escena gratuita de violencia que tanto abunda en el cine actual, ese color estallado, en esos boleros que uno ya sabe que van a aparecer pero no necesariamente cuándo. Además, y esto quizás ya es bastante subjetivo, qué lindo es ver nuevamente a Yermén Dinamarca, que tanto brillaba en Naomi Campbel, pero es una desilusión verla tan contenida –en el mal sentido–, por una escala de producción totalmente distinta, como si toda esa potencia se diluyera por el envase, ese continente deslavado del cine festivalero europeo que ni la hermosa fotografía de Inti Briones alcanza a volver atractivo. Algunos dirán que “si estuvo en Cannes es bueno”, les recordaría aquella frase que dice “si es chileno es bueno”, que tiene tanto de verdad como la primera.

El tercer programa de cortos repunta con Gambote de la argentina Sofía Bensadon, allí una pareja de trabajadores bolivianos produce ladrillos. El corto comienza con una estética procedimental, enfocada en las repeticiones de los movimientos que pide el trabajo, y poco a poco van apareciendo los personajes y sus voces. Ellos dos tienen grandes conversaciones, una sobre estar trabajando y ver el cielo es particularmente hermosa, otra sobre trabajo y género (sin decir nunca, por supuesto, género) es genial y compleja. Gambote también dialoga directamente con la mejor tradición del cine latinoamericano del trabajo, más precisamente con esa obra maestra que es Chircales de Marta Rodríguez, y lo logra con precisión y sutileza, quizás con duraciones un poco desmedidas, pero ese es probablemente el tiempo que pide la película, afortunadamente tan distinto al nuestro.

Cierra el programa Luto, el tercer cortometraje de Pablo Weber, quien hizo la increíble Homenaje a la obra de P.H. Gosse, que ganó la edición pasada del festival, sin ir más lejos. En Luto Weber prosigue en su búsqueda de una hibridez ficcional particular, con procedimientos del cine flarf y un relato en off con un estilo particular, que hace justamente una gran diferencia con aquello que anteriormente mencioné como una estandarización: la voz de Weber duda, piensa, pausa, ríe, no busca solemnidad ni bajada de línea, al contrario, busca conversar, hacer hablar un poco más a aquellas imágenes que ya están diciendo un montón, no busca tampoco esconder su origen ni volverse neutro, al contrario, se muestra cordobés y eso se agradece un montón. Luto quizás no será tan genial como Homenaje..., sin embargo, a Weber vale la pena seguirle la pista, tiene un estilo propio y hace pensar al cine, algo que es bastante difícil de hacer bien y que no necesariamente abunda en el cine actual.

Por Miguel Ángel Gutiérrez