Todo el paisaje no está en parte alguna. 

Fernando Pessoa

 

Chaco bebe del desaguadero de las épicas patrióticas, bebe de las omisiones oficialistas, nos da la posibilidad de observar el estado de los cuerpos cuando los fracasos se cuentan en costos humanos. Si bien no tengo un conocimiento acabado sobre los datos duros (Historia), puedo decir que la sola película explora un lado B de la –casi– totalidad de narrativas nacionales, las mismas que son ubicadas para ensanchar sentidos de pertenencia con los suelos. 

La resistencia de los festivales han conseguido que podamos encontrarnos y alcanzarnos indistintamente. Hace unas semanas por medio de REDFECI, Lucrecia Martel nos brindó la oportunidad de interpelar ciertos mecanismos narrativos, como sería la condición progresiva del tiempo lineal y lo que detona (programa) en nuestro inmediato. Uno de los ejemplos que desplegó fue detenernos en el mecanismo narrativo que da cuenta del traspaso del estado colonial al estado repúblicano, como la suma de meros acontecimientos históricos, o bien como hechos que respondieron a una suerte de curso natural. El ejemplo de Martel, dio cuenta de que todes lxs que la escuchábamos (y los que no) nos encontrábamos familiarizados con el mismo mecanismo –independiente de que transgeneracionalmente respondiéramos a contextos individualizados. 

La memoria reciente de lo abordado por Martel retornó con la experiencia de Chaco (2020). La correspondencia entre el ejemplo y lo que da a ver la película dirigida por Diego Mondaca, hizo que el (audio)visionado no acabará con el cese de sus imágenes. La sola experiencia de la película dio lugar a pensar el continuo de las omisiones históricas, en las derrotas que no se nos cuentan.

La puesta en escena y así el trabajo de época, me hizo reparar detenidamente en aspectos puntuales, uno de ellos fue el uniforme del personaje de Liborio, específicamente en el hecho de que para usarlo tuviera que llevar las extremidades arremangadas. Particularmente, y tratándose de una decisión de vestuario –a cargo de Valeria Wilde– valoré que tales extremidades se posicionarán con la potencia de un signo: el uniforme no se viste, se carga. La uniformidad de las épicas son también imaginarios forzosos, tallas que en ningún caso están hechas a la medida de nuestros contextos. 

Lo que se narra se logra proyectar en la degradación de los uniformes, sin agotar las condiciones del paisaje: lo único que permanece incólume es la tierra yerma. Si bien la película inicia su trayecto con la presencia de una lluvia y la voz yaku, lo cierto es que su aparición imprime la obsolescencia del paisaje con la empresa militar. Dada la jerarquía del grupo, en primera instancia no somos conscientes del antagonismo del entorno con la empresa que pretende su conquista, esto será encuadrado a través de la asimetría que la fotografía de la película irá componiendo a través del derrotero de sus personajes.

Las estructuras de poder, subsumidas en su parafernalia militar, debutan desconociendo que el sentido patria, lo mismo que el paisaje no está en parte alguna. Esto último se sostiene en las propias contradicciones del que los soldados sean de orígenes quechuas, aymaras y bolivianos, bajo el comando de un general alemán.

Ante la búsqueda esquizofrénica por hallar al enemigo, el frente de combate va encerrándose en sí mismo, en el yugo que los define, en una asimetría con el todo que los rodea. En consecuencia, el enemigo se transforma en un simulacro, en las tensiones de lo que no hay, de lo que no se encuentra. Tal asimetría entre los personajes y el paisaje emplaza a que podamos detenernos en la degradación de los cuerpos y de los uniformes. 

Esto último permite reparar en la que los personajes pijchan cada vez menos, en la medida en que la asimetría iba haciéndose cada vez más insostenible. El hecho de que el general se negara a pijchar, y luego se encontrase en condiciones más vulnerables que el resto, permite pensar el suministro de coca como un elemento narrativo, cuyo consumo va cristalizando las obsolescencias propias del paisaje. No siendo la coca un elemento menor, es un acierto su constante presencia –a lo largo de la película. El acto de pijchar se transforma en un gesto que define el no estar parte alguna, su sola carencia agudiza la asimetría entre los personajes con el todo al que responden.

Al lado de Mondaca y Martel, finalmente reencuadré Caliche Sangriento (1969) de Helvio Soto y el cahuín de la denuncia hecha por el Ejército de Chile ante la deshonra simbólica de los viejos estandartes en la que “incurrió” la obra fílmica. He aquí el punto de fuerza que me hizo reubicar la experiencia de Chaco en un continuo de otras significancias: en pensar el uniforme y la uniformidad deteriorada de las épicas forzosas. Pensar el paisaje y en las derrotas que no se nos cuentan. 

 

Por Nina Satt