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¿Cómo seguir escribiendo canciones pop cuando dejamos de tener los sentimientos propios de las canciones pop? La cultura de consumo de posguerra consolidó a los adolescentes como el grupo demográfico clave al que venderle música y a la juventud como el propio producto a vender². La mayor parte de la música pop trata de las pasiones de los jóvenes: el coqueteo y la excitación (o la anticipación) del sexo, el primer amor y quizás también la primera vez que te rompen el corazón. Pero, ¿qué hacer cuando ya no eres joven, cuando ya has tenido unos cuantos trabajos y amores adultos, y has sentado cabeza, o por lo menos sabes dónde se encuentra? ¿Qué sentimientos genuinos pueden vender los compositores pop cuando ya han acumulado lagos profundos de realidades vividas y el mercado exige corrientes rugientes e impetuosas?

Mientras escuchaba “Happy Hour”, el cuarto corte de Pacific Daydream, el último disco de Weezer –una canción con versos como “Please don’t ever make me go home / I need happy hour / On sad days / It’s my happy hour / I can’t wait”–, me asaltaron dos ideas. La primera es que quizás yo no contaba con las herramientas adecuadas para reseñar este disco, ya que sus letras representan un existencialismo que al parecer se hace presente después de los 40, y yo cumplí 27 el mes pasado. La segunda es que tal vez el inminente ciclo promocional de este álbum sufrirá de las mismas carencias cuando toque vender estas canciones a una cultura ávida de juventud.

Es cierto que tal vez al público pop lo seduzca la propia música, dado que el talento para las melodías y los ganchos de Rivers Cuomo, el líder y compositor principal de la banda, sigue intacto: cada canción está meticulosamente construida y es sumamente pegajosa. En su mayor parte, el disco suena como las composiciones de Weezer de los 90 pero con producción actualizada, aunque unas cuantas pistas son totalmente contemporáneas. “Feels Like Summer” podría fácilmente ser la canción de Adam Levine que suena en cada uno de los Uber a los que alguna vez te has subido y, hablando de Adam Levine, “La Mancha Screwjob” de Weezer sigue la moda reciente de repetir estribillos simétricos, como se escucha en “What Lovers Do”, el actual éxito de Maroon 5 con SZA. De muestra, un botón: “We’re getting faster, faster / Going stronger, stronger / whoa / whoa”. Pero donde los tonos sepia son más evidentes es en “Beach Boy”, en la que el protagonista compara el mundo actual con aquel que conoció siendo un “chico del lado oeste”, todo mientras escucha a los Beach Boys una y otra vez: “I’ve heard that before / But I want to hear it again”. El falsetto del coro suena como algo salido del catálogo de los Beach Boys, aunque es imposible decir exactamente de cuál canción (hablando de nostalgia: solté una risita cuando escuché las palabras “Ice Capades” en la letra. Me pregunto cuál es la edad límite para captar la referencia).

No quiero ser majadera con el hecho de que Weezer es una banda antigua. Mi preocupación con la edad de la banda revela una reciente fijación con mi propio envejecimiento, ahora que me preparo para abandonar la isla de la adultez joven y ya no puedo beber tan genuinamente del pozo de la inspiración que mi adolescencia y mis tempranos veinte me brindaron. A medida que me adapto a la vida de un volcán inactivo, que ya no está constantemente ardiendo y chisporroteando al borde de la erupción, voy redefiniendo lo que percibo como “buenas” y “malas” composiciones. Lo que considero pop “exitoso” está de hecho determinado en gran medida por si su tema gira en torno a las experiencias de los jóvenes o si produce sensaciones juveniles en mí. Después de todo, también yo he sido formada por –y ahora trabajo en– una cultura mediática que grita !Mientras más joven mejor!, ¡Nada mejor que la juventud!, ¡Consume juventud!

Mientras meditaba sobre envejecer y escribir canciones, un amigo compositor me recomendó el episodio del podcast Song Exploder con Rivers Cuomo como invitado³. Allí, Cuomo describe su sistema profundamente metódico de composición, que incluye la elaboración de diagramas con posibles frases de letras, clasificadas con sumo detalle a partir de los acentos y el número de sílabas, así como también el registro de progresiones de acordes de canciones que le gustan de otros artistas, que regraba en guitarra, guarda con un nombre que no le recuerde a las canciones originales cuando las reproduzca, y sobre las cuales luego compone. Me llamó especialmente la atención que Cuomo saque buena parte de sus letras de una práctica cotidiana de escritura de diario. Lo explica así: “Cada mañana hago un ejercicio de corriente de la conciencia por 25 minutos. Empecé en 2010 después de leer The Artist’s Way de Julia Cameron, se llama páginas matutinas […] Vuelvo sobre esto más tarde, quizás al día siguiente, con un destacador, con total desapego. No me importa en realidad de qué estaba hablando, en lo único que me fijo es que los versos suenen verdaderamente bien: los destaco y van a parar al diagrama”.

Este enfoque clínico puede sonar como una blasfemia para los compositores que se esfuerzan por capturar un momento o sensación particular y que buscan la manifestación de un sentimiento en quien escribe que se traduce en una manifestación en quien escucha. Sin embargo, este aparente desinterés en controlar la narrativa de una canción desde el comienzo mismo del proceso de escritura me recordó a la manera en que David Lynch describe la creación de sus películas, que tampoco tienen una narración lineal, sin que ello impida que tengan una clara lógica interna y un profundo efecto emocional. En una entrevista para el American Film Institute⁴, explica: “Las ideas vienen a nosotros. En realidad no creamos una idea, simplemente la atrapamos, como a un pez. Ningún chef se da crédito por hacer el pescado, solo se trata de prepararlo. De modo que atrapas una idea y es como una semilla, y en tu mente la idea se ve y se siente […] Todo se trata de traducir la idea a un medio. Y lo que uno llega a entender es que la idea es más de lo que nos damos cuenta, y si eres fiel a ella, cuando el trabajo está terminado y pasan algunos años, incluso puedes conseguir más de ella, si es que le fuiste fiel en primer lugar”.

En el episodio de Song Exploder, Cuomo comenta algo similar sobre cómo no intenta controlar “de qué” se trata una canción: “Trato de escribir canciones que no entiendo. De modo que si pudiera […] decirte de qué se trata, entonces significa que fallé como compositor. Quiero disfrutar mis propias canciones, y una vez que siento que entiendo completamente la canción y que ya no hay misterio allí, entonces ya no puedo seguir disfrutándola. Así que me gusta crear estas aventuras enigmáticas de tres minutos que me tienen años tratando de entenderlas”. Tanto Cuomo como Lynch son asiduos practicantes de la meditación, y quizás esto tenga cierta influencia en sus métodos. Ninguno de los dos parece demasiado interesado en insertar el “yo” o el ego en su práctica artística, dejando en cambio que el subconsciente y las circunstancias dicten el proceso, pintando imágenes a medida que se presentan en vez de intentar ofrecer respuestas.

Surge entonces una paradoja fascinante. Suprimir el ego o la preconcepción de lo que el compositor quisiera que fuera el tema de su obra y dejar que el subconsciente guíe el proceso creativo –lo que simplemente “suena bien” en el momento– le permite a los artistas retratar sus situaciones sin el filtro adicional de cómo desean ser percibidos. En el caso de Pacific Daydream, se vuelve una representación honesta de una estrella de rock de mediana edad (por mucho que me desagrade la palabra “honesta” en toda crítica musical) que se ha vuelto experto en un oficio que ahora es menos misterioso y más rutinario y que busca un nuevo tipo de no saber, o un retorno del viejo no saber. Al no imponer su autoimagen de “estrella cool del rock alternativo” a la música, Cuomo termina revelando sus ideales de todos modos: quién le gustaría ser, cómo le gustaría que lo viéramos.

Al final, tu música siempre te expone, si es que la dejas. El disco más reciente de Weezer me ha ofrecido inesperadas pistas para examinar mi propio proceso compositivo, a medida que envejezco inexorablemente y negocio un yo en constante evolución con una persistente idolatría de la juventud. Quizás también yo debería proponerme escribir sobre mí misma, hoy, y no sobre cómo pienso que (aún) debiese ser. Puede que incluso termine encontrando a la persona en la que me gustaría transformarme.

 

¹ Originalmente publicado como “Watch Me Unravel: Weezer, Youth, and Pop Songwriting” en Talkhouse el 31 de octubre de 2017. Disponible en https://www.talkhouse.com/mitski-talks-weezer/. Traducción de Rodrigo Zamorano. N. del T.: “Watch me unravel” es un verso de “Undone – The Sweater Song”, la quinta pista de Weezer (1994), el disco debut de Weezer. Véase https://www.youtube.com/watch?v=LHQqqM5sr7g

² https://teachrock.org/lesson/birth-of-the-american-teenager/

³ https://songexploder.net/weezer

https://www.youtube.com/watch?v=nVE8dDOpiPw

 

Por Mitski Miyawaki

Traducción por Rodrigo Zamorano