“Mi concepción de la música no se basa en el tiempo cotidiano” señala Ryuichi Sakamoto al comienzo del documental Tokyo Melody (1984), de Elizabeth Lennard**. “En Japón, donde la música está por todas partes, lo que podríamos llamar tiempo universal sigue existiendo sobre la misma base que nuestro tiempo cotidiano”. Las implicancias dialécticas de esa afirmación se mueven en dos direcciones: por una parte, la música se basa en el “tiempo universal”, pero se mantiene cerca de lo cotidiano, lo coloquial, lo “popular”; por la otra, se diferencia del tiempo cotidiano, habitando una temporalidad estética y espiritual, pero no puede vivir en ningún otro lugar. Sakamoto sugiere que una música verdaderamente cotidiana y popular una que no pudo realmente existir en Japón sino hasta después de que la guerra imperial y la devastación nuclear impusieran de manera absoluta la modernidad en el país– necesariamente es extraña, sobrenatural, sugerente de otra vida más allá de la conformidad social dominante que ha constituido el tema del arte japonés durante un siglo. Como solista, integrante del grupo de pop electrónico Yellow Magic Orchestra (YMO) y empresario de la era dorada del J-pop, Sakamoto combinó en su trabajo, con una confianza y una habilidad sin igual, estilos y fuentes en ensamblajes a la vez irregulares y fluidos: el pop occidental y la tradición clásica, los fragmentos más extravagantes de la música electrónica de posguerra y una buena parte de lo que se conocería más tarde como “world music”, diversas capas de la historia de la música popular y de vanguardia. Un magnetismo personal del que frecuentemente renegaba facilitó su cómodo ir y venir entre el arte, el pop y los aposentos dorados de lo convencional.

Para la época de Melody Maker, Sakamoto ya era una de las mayores estrellas en Japón. En la portada de Left Handed Dream, su disco solista de 1981, aparecía como un reservado dandy minimalista, con un elevado flequillo y pómulos marcados y acentuados por un maquillaje abstracto en colores pasteles. Con YMO fue un invitado frecuente en los equivalentes japoneses de programas televisivos como Wogan o Live and Kicking. El año anterior, ya con varios de sus discos en el Top 10, había protagonizado, junto a David Bowie y el delirante comediante Takeshi Kitano, la película Merry Christmas, Mr. Lawrence de Nagisa Ōshima.

Nacido en 1952 en una familia de clase media consolidada, Sakamoto entró al conservatorio nacional siendo ya un prodigio al piano y en la composición (contaba que había compuesto su primera pieza a los cuatro años). Sus gustos eran doctos y vulgares y abrevaban en el jazz japonés, el pop occidental, el henchido romanticismo tardío de Maurice Ravel y Petrovich Mussorgsky, la música étnica africana y del sudeste asiático, y el linaje electrónico de John Cage y Karlheinz Stockhausen. Sentía especial devoción por Claude Debussy, quien había disuelto la música tonal decimonónica en campos de armonías complejas y ambiguas donde los acordes cromáticos y los timbres incorpóreos flotaban como imágenes, valiéndose de la forma no occidental del gamelán javanés. David Toop, que conoció a Sakamoto y colaboró con él, ubicó a Debussy en el centro de una vertiente de la música del siglo XX que descartaba toda noción de “autenticidad” nacional, en la cual las nuevas tecnologías y prácticas hacían de la música un objeto fluido, impuro. Sakamoto llevaría esa idea a su consumación ligeramente absurda en discos como Beauty, Neo Geo y Sweet Revenge, en los que participó un sinnúmero de estrellas de la world music.

A comienzos de los 80, Japón era el lugar donde el futuro había llegado primero. Su peculiar posición geopolítica en la posguerra –una antigua potencia imperial aplastada por la Segunda Guerra Mundial, reconstruida con inversión estadounidense y cultivada como un bastión contra la expansión del comunismo en Asia oriental– había creado una sociedad quimérica desconocida para los capitalismos liberales y los Estados socialdemócratas europeos. Un “milagro económico” con profunda desigualdad social, Japón contaba con uno de los partidos comunistas más grandes del mundo y un poderoso partido socialista, ninguno de los cuales lograba tener efectos importantes en la política oficial gracias a una exitosa coalición parlamentaria conservadora formada en 1955. Entretanto, el masivo y militante movimiento estudiantil de fines de los 60 había roto completamente con esa vieja izquierda y había sido letalmente reprimido. El resultado fue un caos de fisuras y divisiones sociales que un fuerte tradicionalismo y bienes de consumo de última generación mantenían unido. Un conservadurismo social y racial extremo se combinaba con las consecuencias de un consumismo irrestricto, que estaba preparando, bajo la fachada de las tecnologías personales de Sony, Nintendo y Roland, un nuevo e inmaterial mundo vital.

La música popular japonesa experimentó una explosión creativa. Se gestó una nueva forma de pop vocal suave y romántico que empleaba los recursos del jazz fusión, mientras que un minimalismo electrónico cada vez más austero satisfacía las necesidades de las salas de exhibición de diseñadores. Quizás como ningún otro artista, Sakamoto captó estas contradicciones estéticas –almíbar orquestal y brutalismo sónico high-tech, calmada precisión y pasión desgarradora, el hermético localismo de Japón y los flujos globales de los cuales ahora era uno de sus centros– y las combinó en sus formas más extremas. La música que creó entre 1978 y 1986 no solo reflejaba este mundo, sino que también le daba forma a su inherente potencial estético.

Como músico de sesión y arreglista ocasional, Sakamoto conoció a Haruomi Hosono y Yukihiro Takahashi, y juntos formaron YMO como una suerte de novedoso grupo disco instrumental. Ambos ya eran veteranos de la industria musical, Hosono con la banda de rock psicodélico Happy End, Takahashi como baterista de Sadistic Mika Band. Los primeros discos de YMO como los de Devo, sus pares casi contemporáneos estadounidenses fueron perfectas expresiones de la cultura luego de la destrucción de los ideales de los 60: parodias relucientes y cínicas del Japón de posguerra que combinaban el kitsch orientalista y el consumismo vulgar en abrumadoras descargas sónicas. Vestido con overoles de colores primarios y ocasionales gorras Mao, Sakamoto disparaba su cámara fotográfica portátil frente al público, encarnando el cliché del turista japonés (Takahashi, que trabajaba a tiempo parcial como diseñador de moda y era amigo de Yohji Yamamoto, influyó decisivamente en el estilo de Sakamoto). En un momento en el cual los sintetizadores eran considerados un elemento novedoso (o una amenaza antimusical) en los éxitos pop, YMO llevaron composiciones intransigentes, extrañas y barrocas, con melodías inquietantemente tarareables, a lo más alto de los rankings. “Firecracker” de 1978 versión de un tema de easy listening exótico de 1959 compuesto por Martin Denny fue una declaración de intenciones: la imagen sónica de un Japón imaginario, con capas de complejas líneas de teclado y un bajo retumbante. “Computer Game”, lanzada el siguiente año, tomó el mundo sonoro de los primeros juegos arcade y lo convirtió en un remolino de bleeps y alarmas en el cual a ratos emergían fragmentos de funk: un mundo imaginario diferente, cuyos contornos el cyberpunk exploraría en los años venideros.

En sus seis discos siguientes, todos los cuales ocuparon puestos en el ranking Top 5 japonés, YMO se transformó en un acerado y brillante grupo pop, que no obstante siempre encontraba lugar para extraños bocetos manzai, osadas estrategias de sampleo y usos pioneros del sintetizador (especialmente la caja de ritmos Roland 808) que llegarían a dominar la música de baile. Sakamoto ya estaba trabajando en su debut solista de 1978, The Thousand Knives of Ryuichi Sakamoto, cuando YMO se formó. La serie de trabajos solistas que produjo hasta Futurista, de 1986, constituye uno de los logros más notables de la música pop del siglo: cada disco contiene más ideas, ejecutadas con mayor habilidad técnica y complejidad formal, que las carreras enteras de muchos músicos. Fragmentos de rincones distantes del mundo sonoro de la época colisionan entre sí como las formas abstractas que se precipitan sobre un lienzo suprematista. Rara vez tal audacia formal y textural se ha combinado con una atención microscópica tan consumada a las virtudes de la estructura clásica de la canción. Thousand Knives combinó al modo de un collage simulaciones electrónicas de junglas nocturnas, falsa música folk cibernética, pesados jams de funk electrónico y los súbitos ataques metálicos del gagaku japonés. El disco B-2 Unit de 1980, con el productor de dub Dennis Bovell en los controles, se aventuró aún más en el minimalismo y las distantes constelaciones electrónicas.

“Participation Mystique” arroja guitarras y voces deconstruidas en torno a un espacio no geométrico de trémulos sintetizadores; “Riot in Lagos”, inspirado en el afrobeat en perpetuo movimiento de Fela Kuti, es funk sintético como rizoma cibernético autónomo; pistas instrumentales como “E3A” y “The End of Europe” son a los espacios imaginarios de Tokyo y Nueva York lo que “La mer” de Debussy al Mar del Norte. Junto con Kraftwerk y Parliament-Funkadelic, “Riot” constituye uno de los núcleos declarados de las máquinas rítmicas de la música negra que han dominado los últimos cuarenta años de música popular: la fusión de futurismo negro, democracia rítmica y tecnología digital que comenzó con “Planet Rock” de Afrika Bambaataa fue soñada primero al otro lado del mundo.

En esta música las vívidas nuevas realidades que el neoliberalismo global estaba creando –el mundo del consumo instantáneo, la inmaterialidad digital, los productos culturales de continentes enteros a disposición inmediata– son extraídas, deconstruidas y transformadas en música pop que es a la vez irregular y precisa como un reloj. Hologramas irreales del futuro tecnocrático, el presente diaspórico del funk y el reggae, y las emanaciones míticas del pasado japonés que el fascismo había consagrado y destruido son captados en un red de afilados patrones de secuenciador y manipulaciones del sampler Fairlight.

Incluso trabajos comparativamente menores del periodo, como su EP de 1985 con Thomas Dolby o sus contribuciones a Brilliant Trees de David Sylvian y al delirante J-pop de Akiko Yano en Tadaima!, muestran una extraordinaria comprensión del contraste, la tensión, la unidad estructural, los efectos del shock tecnológico y una ingrávida belleza. Por su parte, Merry Christmas…, que fue responsable de establecerlo como un importante artista fuera de Japón, sigue siendo una película fascinante cuyo radicalismo a menudo se subestima. El escenario de la Segunda Guerra Mundial y la música de Sakamoto –un majestuoso y exuberante conjunto de temas que imitan elementos percusivos y de viento de la música clásica japonesa en medio de oleadas orquestales sintéticas– sugieren a la audiencia que se tratará de una convencional programación televisiva de tarde dominical; lo que obtienen en cambio es un escalofriante estudio del fatalismo, el honor y los lazos homosexuales en medio del implacable horror y crueldad de la Guerra del Pacífico japonesa, de la mano de las actuaciones de dos carismáticas pero inexpertas estrellas pop. La belleza de la banda sonora por poco es demasiado: plástica, empalagosa, ironizada. Sakamoto criticaría más tarde su “sentimentalismo”, pero a menudo revisitó el tema principal en sus conciertos.

Su música se volvió más bien ampulosa en los 90s: discos expansivos y decorativos entre medio de convencionales proyectos de prestigio y numerosas bandas sonoras. Pero experimentó una notable renovación creativa a fines de los 90 y en la siguiente década, a una edad en que la mayoría de los músicos sucumbe a los aplastantes efectos del éxito. Sus colaboraciones con el productor alemán Carsten Nicolai y el guitarrista austriaco Christian Fennesz, entre otros, llevó su exquisito talento melódico a los campos del minimalismo digital forjado por sellos como Raster-Noton y Mego. El efecto es audible en async, su disco solista de 2017, grabado mientras se recuperaba de su primer episodio de cáncer de garganta. Se lo puede ver en el documental Ryuichi Sakamoto: Coda (2018), de Stephen Nomura Schible***, con un balde sobre su cabeza tratando de grabar el sonido de la lluvia, jugando con restos de metal en un bosque al norte de Nueva York, tramando con estos sonido ambientales un tributo a las bandas sonoras de las películas de Andrei Tarkovsky, con sus cristalinos drones de sintetizador y fragmentos de Bach integrados en espesuras de viento y agua.

Los compromisos medioambientales de Sakamoto revivieron durante estos años, cuando el movimiento antinuclear japonés se movilizó tras el desastre de Fukushima en 2011. Habló en manifestaciones y visitó la zona de exclusión en torno a la planta nuclear: en Coda graba el inquietante ruido ambiental de los pueblos abandonados y examina la naturaleza anegada y expuesta a la radiación que quedó en el lugar. En una entrevista de 1998, reflexionando sobre su breve etapa como un joven radical de izquierda durante el Zengakuren, se definió como “una suerte de marxista, aunque no cien por ciento”. Llegaría a posicionarse como enfáticamente apolítico: “No quiero ningún mensaje directo en mi música”. No obstante, su obra, con su brillante cornucopia, había cristalizado en negativo las libertades y deseos que el neoliberalismo había traicionado. De muchas maneras, la de Sakamoto fue una vida envidiable: desde muy temprano pudo dedicarse a lo que disfrutaba y fue enormemente exitoso en ello. Que haya retornado, al final, al sentido de la relación del arte con la política no significa que a su trabajo le faltara algo, sino que redescubrió algo enterrado en su profusión desde el comienzo.

 

Por Dan Barrow

Traducción de Rodrigo Zamorano

*Publicado originalmente en Jacobin el 03 de abril de 2023. Disponible en https://jacobin.com/2023/04/ryuichi-sakamoto-japanese-music-consumerism-pop-electronic-experimental-obituary.

**Disponible en https://www.youtube.com/watch?v=Vk7-3ke581M&ab_channel=thepostarchive
***Disponible en https://www.youtube.com/watch?v=LNCiX-c3CAQ&ab_channel=AudiophileAKADJDeaf