Sacudo el libro Pop bueno, pop malo de Jarvis Cocker y de él caen varios papeles: un remito de bicicletería de cuando me chocaron hace unos meses; una entrada de cine para una retrospectiva en la sala Lugones y una encuesta sobre cine japonés que no completé. Me gusta guardar en los libros que voy leyendo los papeles que acumulo en los intervalos de su lectura. Muchas veces esos papeles harán las veces de señalador pero, sobre todo, son el archivo de la lectura en sí: los lugares a los que llevé el libro. El ver cada uno de estos papeles me remite al momento en que me hice con ellos: a su por qué, a su contexto. Hasta el libro en sí me remite al momento en que me hice con él.
Anne Carson en su Charla breve sobre Van Gogh dice que el pintor veía los clavos que clavan los colores a las cosas. El objeto existe en sí mismo y solapado, ¿yuxtapuesto?, “clavado” encima está su color como el mantel se adhiere a la mesa. Los recuerdos que envuelven a los objetos podrían estar adosados a otro clavo, envolviendo metafísicamente los objetos como el plastificado que muchas veces cubre al mantel. En tal caso, como todo plastificado, genera un brillo sobre aquel objeto que envuelve. Algo así como vida. O vida vivida, tal vez. Eso lo termina de definir la experiencia y lo codifican mirada y tacto. Lo cierto es que una historia en conjunto con un objeto puede ser una catapulta temporal a otro momento en la vida. A otras inquietudes, otras sensibilidades. Quizás ellas fueron paradas en el camino que nos trajo hasta acá, quizás no. La efectividad sobre el yo contemporáneo no anula la posibilidad de contener una historia. O, mínimamente, una anécdota.
El subtítulo de Pop bueno, pop malo es “Un inventario”. Cocker despliega y ordena objetos de su baulera para narrar la biografía de sus primeras décadas. Cada objeto por nimio que sea le sirve a Cocker para narrar una escena o costumbre de su vida. El criterio de Cocker es priorizar aquello que desecharía: juguetes de infancia, entradas, tarjetas, corbatas, camisas, etc., etc. No falta el archivo fotográfico, pero al servicio de contextualizar e ilustrar los momentos en que Cocker (ya sea niño, adolescente o joven adulto) acumuló lo primordial: su basura.
Cierta costumbre contemporánea en las narrativas del presente consiste en la especulación alrededor de la basura ajena. Quiero decir: encontrar un álbum de fotos de un desconocido en la calle y destilar de él una especulación narrada sobre la vida de esos desconocidos. Una canción de 107 Faunos hace referencia al susto generado por fotografías de personas recortadas en la calle. En la canción este susto se relaciona a la incertidumbre vinculada a que la persona amada abandone a quien canta. Y las fotografías de personas recortadas es el ejemplo más cabal del desamor: que no quede ni el recuerdo de los momentos compartidos. No sé qué podría llegar a opinar el muchacho del corazón roto de la canción si se enterase que un grupo de desconocidos se hicieron con sus fotos y fantasearon una historia inverosímil e imposible. En otras palabras, una historia ficcional. Basura para algunos, literatura potencial para otros. En el caso de Cocker, su basura atesorada es biografía potencial que en el devenir del libro desarrollará.
Hay un poema de Joaquín Giannuzzi, Basuras al amanecer, donde “una curiosidad sociológica” lo lleva a hurgar “en el mundo surrealista de algunos tachos de basura”. ¿Qué lleva al personaje del poema a realizar semejante tarea? Probablemente comprender algo de la contemporaneidad, de la civilización que lo rodea en el consenso social llamado población del cual forma parte. Esa búsqueda de comprensión debe nacer de cierta inquietud, de cierta incomprensión para con cierto estado de las cosas. Muchos poemas de Giannuzzi nacen del deseo por responder esa inquietud. Son poemas que interrogan con la mirada pero con una inevitable distancia. El ocasional personaje de sus poemas no manipula, tampoco interroga directamente aquello que lo inquieta. Le alcanza con observar meticulosamente y, para observar, es fundamental la distancia que permite mirar todo sin perderse nada. Cocker en su libro también observa y también desde una distancia. La diferencia radica en que observa desde la distancia del presente la manipulación del pasado sobre dichos objetos. La mayoría de los objetos que cataloga a lo largo del libro fueron, en algún momento de su vida, amuletos: objetos imprescindibles para la cotidianeidad de la persona que supo ser. En el presente de la narración del libro, ante la duda sobre si mantenerlos guardados o tirarlos, Cocker apela a encontrar un ápice de la emoción y cariño que dichos objetos tuvieron alguna vez para él. Mientras duda cuenta historias vinculadas a ellos para ver si los recuerdos que evocan son importantes. O, mejor dicho, si son recuerdos que vale la pena seguir teniendo a mano a través de la permanencia de los objetos en cuestión.
Lo más interesante de Pop bueno, pop malo es cómo Cocker evita todo el tiempo la construcción del mito originario. Su carrera no asemeja en nada cierta idea meritocrática de menú de 3 pasos en donde el éxito llega como recompensa inmediata. El reconocimiento a Pulp llega luego de varios discos. Aun así, Cocker narra el reconocimiento propio, íntimo y secreto de que la música sería aquello a lo que dedicaría su vida. Es sincero cuando narra cómo primero pensó en la vestimenta, nombre y logo antes de escribir su primera letra. Para él, la canción (la posibilidad de construir una canción) fue lo último en llegar. Sus intentos por hacerse escuchar asemejan la idea de un Buster Keaton popstar (aunque por su porte lo asemejan más a Harold Lloyd) que choca y cae constantemente mientras intenta establecerse en la escena musical de Sheffield. Que el libro no incluya el momento en que Pulp la pega no decepciona en absoluto. La basura apela a los orígenes: a la acumulación de una persona común.
Por Ramiro Pérez Ríos
Sobre:
Pop bueno, pop malo
Jarvis Cocker
2023
Editorial USACH/ Sexto piso
368 pp.