Tuve ocasión de ver Temis (2022), el último montaje de la compañía Bonobo, el día de su estreno. La sala del Teatro Nacional Chileno estaba llena y entre el público distinguí a Francisco Reyes. “Hasta el Echaurren está acá”, pensé con una risita tonta en mi cabeza que no deja de asociar al actor a sus icónicos roles de la época dorada de Sabatini: esa que nos enfrentaba a temáticas como el amor y el valor de la familia en un contexto de perfilamiento de la nueva sociedad de la transición, profundamente hendida por la herencia conservadora de la dictadura.

La conmoción se podía palpar. Tras un inesperado aplazamiento de la temporada, las cinco funciones de Temis se recibían con emoción por ver lo nuevo del grupo teatral artífice de las destacadas obras Donde viven los bárbaros (2015) y Tú amarás (2018). Temis, de hecho, es el cierre de una trilogía dedicada a problematizar expresiones de violencia y su institucionalización en distintos ámbitos, tanto comunitarios como individuales, en lo público y en lo privado.

Conocí a los Bonobo por Donde viven los bárbaros el 2018 y recuerdo haber experimentado la impresión más valiosa que me regala las artes escénicas: el asombro. La perplejidad perduró días. Al año siguiente, con Tú amarás, ese asombro y perplejidad regresaron. Al comentar ambas representaciones con personas de distinta cercanía al teatro, las opiniones se orientaron hacia un punto común: un lenguaje sencillo y un humor descarnado moldean una novedosa experiencia en que se dan citan la incomodidad y la expectación. Después de Temis, puedo afirmar con cierto grado de certeza que es justamente eso lo que admiro del trabajo de la compañía: su capacidad de incomodar y generar expectación por ver expuestos los intrincados mecanismos con los que la violencia cruza cada aspecto de nuestras vidas, a partir de montajes dinámicos y tremendamente reveladores.

Hablemos, pues, de Temis y la violencia. La pugna de unes contra otres. Visiones de enemigues y enfrentamientos hipotéticos cada vez menos abstractos, cada vez con más forma. ¿Cómo frenar aquello que emerge por instinto ante la amenaza de enfrentar lo que no se conoce? Antes de indagar en la pregunta, me permito una digresión.

En mi casa de infancia no abundaban los libros. Los había, tenerlos poseía un valor que mis padres se encargaban de recalcar, aun ante su escasez. Me gustaba en particular la Historia de Chile Ilustrada de Walterio Millar, pues permitía satisfacer de forma amigable mi avidez por aprender gracias a su brevedad y concisión. Sus páginas de papel roneo grueso eran ocasionalmente interrumpidas por láminas en couché con ilustraciones del mismo autor y que servían como material gráfico de apoyo para sus narraciones. Hay una que no olvido: aparece en ella Galvarino, de rodillas en el suelo con su brazo izquierdo extendido en un tronco cortado frente a un hombre con un hacha en posición y actitud de cortar. En el primer plano de la imagen se puede ver una mano amputada, la misma que falta en el brazo derecho del cacique y del que caen unas poco realistas gotas de sangre. Lo inverosímil de la imagen me cautivaba quizá tanto como su crueldad, reforzada con enjuiciadores relatos sobre la incivilidad y salvajismo de los araucanos.

Civilidad.

Salvajismo.

Ahora sí, Temis: cuatro hermanos a cargo de una próspera empresa sustentable enfrentan la llegada de una hermana desconocida. Esta irrupción desenmascara a cada miembro de esta familia pequeño burguesa y expone la inautenticidad de sus discursos liberales sobre inclusión, discriminación y meritocracia. Aparece el miedo a que lo propio se torne ajeno. Emergen el prejuicio y la inconsistencia entre el pensar y el hacer.

¿Hay algo más humano que esta última contradicción? ¿Es condición moral huir de ella?

La aparente unión familiar se ve fisurada por el surgimiento de la desconfianza entre elles, dejando entrever la fragilidad de la estructura basal de nuestra sociedad, que parece más bien fundada en hábitos que en prácticas de cuidado y preocupación genuinas. Culpa, suspicacia, traición que no distingue lazos sanguíneos. La barbarie instalada en los cimientos.

Tal como ocurre en los otros dos montajes de la trilogía, la amenaza de lo desconocido comprime a los personajes hasta desatar un absurdo caos que muestra la permanente preocupación por conservar ciertas formas no porque hagan sentido, sino porque así han sido establecidas y todo aquello que las ponga en riesgo debe ser sofocado o marginado. Pienso en los conflictos entre poderes fácticos que traen por consecuencia la formación de fantasmas que se vuelcan hacia las comunidades y empujan a sus integrantes a enajenantes círculos de violencia que no permiten fuga. Pienso en el diálogo sordo de unes y otres al no encontrar un lenguaje común. La mirada otra. Civilizades, dueñes del conocimiento, miembres de familias bien constituidas versus bárbares, seres ignorantes, torpes, rotes y condenades a estar soles.

La referencia del título, que nos traslada a la cuna de la civilización occidental de la mano de la diosa griega instigadora de la justicia y guardiana de la familia, precisamente orienta la reflexión al nexo entre la construcción de nuestras sociedades desde la concepción de la familia como modelo incuestionable –sea cual sea la conformación de ella– y la evidente mella que esto hace en la percepción de la democracia, que parece dar más espacio a una retórica que busca anular diferencias o, de lo contrario, hacerlas ver como un riesgo.

No puedo evitar pensar la clásica dicotomía del Martín Fierro encarnada por Catalina Chamorro y Martín Echaurren en La fiera (1998), una de las parejas más representativas y disfuncionales de las teleseries de la transición. Me pregunto si a Francisco Reyes también se le habrá ocurrido.

Por Camila Hormazábal M.