Después de una temporada en Madrid, “Las cautivas” volvió a hacer temporada en Buenos Aires. ¿Por qué sigue siendo significativa esta obra en la escena teatral porteña? 

Graciela Silvestri define la palabra patria como “una condensación de imágenes y afectos”: no es una figura con límites fijos, dice, sino una acción conjunta vinculada con una promesa, el bien común. Mariano Tenconi parece asentir a esta definición, y decide retomar los orígenes de la literatura argentina y el teatro para construir nuevos mitos y refundar nuestra sentida patria

El siglo XIX argentino, años en los que está situada la obra “Las cautivas”, está signado por el desplazamiento de diversas fronteras, la circulación de ideas y personas a través de barcos, cartas, viajes. Las idas y venidas de Europa con el fin de acercar la civilización al Nuevo Mundo; las salidas al desierto para ocupar tierras, enfrentarse a la indiada, eliminar los cuerpos desechables; incluso las corridas de los propios malones imprimen en el suelo el temblor sobre el que se va construyendo el convulsionado territorio argentino. Esta serie de movimientos fue la base sobre la cual comenzó a gestarse el Estado argentino como tal, y, por sobre todas las cosas, donde comenzó a crecer la necesidad de establecer una tradición, una identidad nacional. Estos desplazamientos sobre los que se fundó la tradición argentina —y sobre los que se fundan también la patria— aparecen en la literatura argentina y están protagonizados por varones. Nos reconocemos y vanagloriamos de los viajes de Sarmiento y Echeverría a Europa, festejamos la audacia de Mansilla en sus encuentros con los indios, nos compadecemos de las vueltas de Martín Fierro en la frontera y empatizamos con la rebeldía del Juan Moreira de Gutiérrez atravesando la provincia de Buenos Aires. Es necesario enmarcarse en la tradición de esta literatura para plantear nuevos mitos en la construcción de esta identidad en eterna disputa ¿Qué rol ocupan las mujeres decimonónicas en la consolidación de una nueva Argentina? ¿Qué protagonismo tienen las mujeres en la transmisión de una lengua? Son algunas de las preguntas que brotan de la obra de teatro “Las cautivas”. 

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Tres elementos en la obra teatral me devuelven al pasado y me disponen de manera diferente: el cuerpo, la palabra y la escenografía. No postulan a una dominación colonial de una fuerza sobre la otra, como suele leerse en la literatura argentina del S. XIX y XX, sino como un encuentro a través del amor. 

El comienzo es así, Celine Blanc, una joven francesa, es secuestrada por un malón el día de su casamiento. Al llegar a la tribu, a punto de ser violada —como comienza el clásico “La cautiva” de Esteban Echeverría—, una india llamada Rosalila la salva. En este acto, las dos mujeres quedan liberadas, y se fugan a través de la geografía pampeana.  

La figura clásica de la cautiva, que se introduce desde la mitología griega, en la obra es redefinido. Celine Blanc es liberada. “Toda empresa de colonización de territorio y delimitación de fronteras siempre incluyó la toma de cautivos. La mujer raptada simboliza la posibilidad de la destrucción de una cultura. Ya no hablará más su lengua materna, olvidará su nombre de origen y aceptará otro” (Cristina Iglesia). En la historia argentina el rapto de lo indígena tiene como resultado el mestizaje. En la obra teatral no es la barbarie la que intenta colonizarse, ambas son cautivas del amor. En el desconocimiento de la otra, trazan un nuevo recorrido juntas sin caer en el guadal pantanoso de la historia. Ningún cuerpo domina al otro, pero ese amor tiene un conflicto. Rosalila —la mujer que representa la cultura de los pueblos originarios—, y Celine —la cultura francesa dominante del momento—, no hablan la misma lengua. No pueden entenderse. Tenconi Blanco refuerza esta distancia idiomática en escena. Las crónicas del viaje de ambas mujeres son contadas por separado. Primero un monólogo de Celine y después uno de Rosalila, y así sucesivamente. Ambas lenguas conviven y tienen su espacio, no se superponen. Lejos de la dominación, este relato parece proponer en la vinculación de las mujeres una alternativa pacífica al encuentro colonial.  

“Nueva Argiropólis”, un corto de Lucrecia Martel (dejo el link por si lo quieren ver), hace un juego muy interesante también para reflexionar sobre las lenguas mapuches, pilagás, qom, y su incomprensión por parte de la mayoría de la población argentina. Esta ficción cuestiona la hegemonía del español como idioma, y plantea preguntas sobre la propiedad de la tierra y el lenguaje en la construcción de la identidad nacional argentina. Las diferentes comunidades en el corto planean en secreto una migración a tierras que no tienen dueños: islas que emergen en el Delta del Tigre por la misma sedimentación de la tierra a través de los ríos. Martel sugiere, a través de este movimiento, que las lenguas autóctonas tienen el poder de desafiar las estructuras de poder.

Lo que me parece más interesante de estos planteamientos estéticos, es la revisión del pasado para proponer nuevas escenas de la historia con mujeres libres. Cuerpos e idiomas colonizados por el amor. Estas ficciones nos permiten imaginar e impactan en lo real, redefiniendo modos de subjetividad. Permiten entrever una transformación a futuro desde el pasado: utopías, mitos, posibilidades. La realidad también está tejida de ficciones. Incluso hoy, más que nunca con los peligrosos juegos discursivos de los medios actuales, vemos cómo se establece el poder a través de ficciones criminales. “Las cautivas” parece apostar a ficcionalizar la realidad para borrar la opresión. 

“Lo que la literatura percibe no es tanto un estado de las cosas (hipótesis realista)”, dice Daniel Link, “sino un estado de la imaginación. Si todavía se lee, si todavía existen consumos culturales como los libros es precisamente porque en los libros se busca además del placer, algo del orden del saber: saber cómo se imagina el mundo, cuáles son los deseos que pueden registrarse qué esperanzas se sostienen y qué causas se pierden.” 

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El último punto de análisis: la escenografía. Hay pocos elementos en escena que asisten a las convenciones teatrales mediante la síntesis: una piedra representa un mirador, un árbol, un caballo y más. Parece tomar —con una maquinaria que puede resultar arcaica hoy en día, pero que en su momento era la última novedad en efectos especiales— los elementos escenográficos de los comienzos del teatro en la Grecia antigua con los cambios de fondo a través de telones móviles. Un dispositivo que se fue perfeccionando. Estas marcas de época con innovaciones tecnológicas, junto a la escena isabelina en Italia, fijan la entrada en la modernidad: se comienzan a tomar en cuenta las innovaciones tecnológicas y científicas impulsadas por Copérnico. 

Esta obra plantea una hipótesis a través del amor: ¿se puede dar una armonía entre el avance tecnológico, el pensamiento racional y una civilización que escuche los ritmos de la naturaleza? El planteo de una convivencia entre el pensamiento occidental y el pensamiento mágico indígena no llega a dar una respuesta. Al menos plantea una utopía posible dentro del contexto actual, donde las comunidades originarias son expulsadas de sus territorios y los recursos naturales escasean por la extracción de litio, el norte global impone las condiciones de desarrollo al sur a través de deudas impagables. Esta obra es una revisión a los procesos de colonización que siguen existiendo y que son necesarios seguir explorando.

Las actuaciones y el texto también parecen vislumbrar un teatro a la italiana. Lorena Vega interactúa con el público en su performance. La dramaturgia juega con la metateatralidad: “Estas personas crean pantomimas, hacen meneos y hablan cristiano. Ellos padecen dolor y nadie ve mortificación; cabalgan pero no se perciben caballo; combaten pero las espadas son de caña; mueren, y después están de pie, ofrendando saludos (…) Seguro se trata de Hechiceros, gente que hace ritos que sirven para transformar la forma que miramos la Naturaleza” (Tenconi Blanco). En este fragmento, no solo podemos apreciar un texto de carácter shakespeariano —que también aparece en la elección de los nombres para las cautivas: Rosalila y Celine, que toma de la obra As you Like del mismo autor— si no también se hace referencia al origen del teatro, la tragedia griega, pensada para fundar mitos. La literatura argentina del S. XIX, a su manera, construyó también su propia mitología—marcada por la negación indigenista y la admiración positivista francesa—. La propuesta estética y contextual de Mariano Tenconi Blanco en “Las cautivas” no solo nos sumerge en un teatro que evoca épocas pasadas, sino que con estos giros disruptivos parece invitar al espectador a una reflexión, cuestionarnos las narrativas dominantes de nuestra historia y cultura. Al situar la acción en el S. XIX argentino, periodo marcado por la construcción de una identidad nacional que relegaba a las mujeres y negaba la presencia indígena, Tenconi Blanco nos invita a reflexionar sobre el legado de esa época en el presente. Al igual que el teatro clásico, donde las mujeres eran excluidas —tanto autoras como intérpretes—, esta obra nos lleva a confrontar las limitaciones impuestas a las mujeres y comunidades originarias en la representación cultural y política. Así, “Las cautivas” se convierte en un espacio de resistencia y reimaginación, donde la historia se desentierra para ser reescrita desde nuevas perspectivas. En un mundo donde las luchas por la equidad de género y el reconocimiento de la diversidad cultural son urgentes, esta obra nos desafía a mirar hacia atrás para construir un futuro más inclusivo, donde las voces marginadas encuentren su lugar en el escenario de la historia. 

Por Georgina Pecchia

Fotografía: “La vuelta del malón” de Ángel Della Valle.