Tengo un trabajo de medio tiempo que me gusta tanto como a alguien sin vocación le puede gustar un trabajo, es decir, en la medida en que molesta poco. Tres días a la semana llego temprano a un condominio en La Florida, saco a la vereda los tarros de basura, procurando hacer ruido para despertar a la gente cercana, y paso a rastrillar hojas, a cortar el pasto, a regarlo y a podar algunas plantas. Es tranquilo, puedo hacerlo mientras escucho música y sin ser supervisado por nadie, a menos que no cumpla con mis labores. Sería un trabajo agradable si, aparte de las ya mencionadas, no tuviera otra faceta: barrer y trapear cuatro pisos de pasillos, además de barrer algunas zonas pavimentadas de afuera. No es tanta superficie, si se suma, ni me ocupa tanto tiempo, pero detesto hacerla. Me pone mal –de una manera casi irracional si se considera que me pagan por hacerlo– la inutilidad de esa acción. Barrer y luego trapear los pasillos no está tan mal, así como regar las plantas; se entiende la necesidad de hacerlo. Pero barrer afuera, y me toca cubrir hasta un estacionamiento, me parece innecesario e idiota.

Pero ¿es tan así? Trataré de explicarme mejor: barrer, quizá por esa nadería que lo caracteriza, me pone bajo una forma de ansiedad que se parece un poco al miedo, por más que al hacerlo no le tenga miedo a nada, salvo a aburrirme en exceso.

Lo curioso del asunto, si le doy más vueltas, es que hay mucha gente que suele barrer la calle por gusto. Y esa actividad, vista de afuera, tiene mucho de castigo prometeico o, para terciar mejor, de complejo de Sísifo, si uno quiere pensar de paso en Camus, porque cualquier cristiano se pone existencialista si tiene que barrer por más de una hora. Me refiero a barrer un piso de tierra, regarlo por una interminable cantidad de días y amoldarlo con todas tus pisadas y barridas, y abandonarse a ese ejercicio durante años. Podemos considerarlo un ritual vacío, obsesivo y, como tal, para muchos debe funcionar como terapia.

Es más, Raúl Ruiz en Cofralandes filmó una escena de unas mujeres que riegan la vereda para después barrer sin levantar polvareda. Esa práctica es un asunto de discreción, supongo, de no molestar a los vecinos. Ruiz, en cambio, parece verlo como digno de ser retratado como un ritual de lo chileno o, mejor dicho, de la nadería chilena, un ritual vacío comparable a las conversaciones entre los viejos sobre la salud o sobre las variaciones del clima.

Barrer como una nadería nacional. Le digo nacional por influencia de Ruiz, pero ya sabemos que él veía un montón de cosas corrientes como si fueran intrínsecamente chilenas.

Podría ser.

¿Qué barremos cuando barremos?

Entre otras cosas, barrer es una forma ingeniosa de eludir por un rato las propias responsabilidades. Y también hace aparecer otras cosas que no aparecerían de otro modo, detalles imprevistos. Últimamente al barrer el estacionamiento encuentro en el suelo, entre los trocitos de pavimento que se han desprendido con los años, a muchas abejas. Están agotadas en extremo o moribundas. Leí por ahí que era de ayuda darles una cucharada de agua con azúcar y, naturalmente, si descubro que aún pueden moverse, se las doy con la consiguiente –cuando se salvan– recompensa de la escena en que, muy despacio, las abejas beben el agua y se reincorporan. Ahí comienzan por mover las alas despacio, apenas moviéndose, como si hubieran estado convertidas en estatuas, hasta que de pronto baten sus alas y se retiran.

Es bueno hacer eso, tanto para las abejas como para mi moral; y se puede decir que se lo debo a la práctica de barrer.

Esta mañana barrí de nuevo el estacionamiento. No hallé más abejas, ya no es la época. Pensaba en el asunto que ahora relato, y ocupé mi celular para hacer una búsqueda en Google. Con mi voz di la orden de buscar: “ensayo sobre barrer”, y nada apareció. Sólo hallé en Taringa un manual que parecía una parodia seria de cuento de Cortázar y que enseñaba paso a paso cómo barrer correctamente, sin provocar dolores de espalda. Y hallé referencias vagas a textos del budismo zen donde la escoba y el barrer son mencionados como metáforas de lo natural, de los ciclos de las estaciones, en parábolas donde el discípulo del maestro zen suele pecar de ser demasiado escrupuloso en la limpieza, de ser poco natural, de ser, a fin de cuentas, muy occidental.

Después probé la misma búsqueda, pero en inglés: “essay on sweeping”, sin éxito. Busqué “essay on broomstick” y, por fin algo, me apareció información sobre las Meditaciones sobre un palo de escoba, de Jonathan Swift, que leí alguna vez en la Antología del humor negro de Breton y, hasta donde me acuerdo, era una mofa contra los sermones de un pastor que solía ver en cada objeto y en cada acción una excusa para alabar la creación de Dios. Echo un vistazo a las meditaciones. “¡Ciertamente el hombre es una escoba!”, exclama Swift ahí. Y también dice: “Pero una escoba, quizá me dirán ustedes, es el emblema de un árbol que se mantiene sobre la cabeza y yo les pregunto: ¿qué es un hombre, sino una criatura patas arriba, con sus facultades animales perpetuamente encaramadas sobre sus facultades razonables y la cabeza donde debieran estar los talones, arrastrándose sobre la tierra?”

Acá el humor de Swift es, cómo no, negrísimo y, como siempre ante el humor literario, no atino a reírme de inmediato con él. La risa en este caso llegará más tarde, y en realidad va a tener la forma de una mueca. Prosigo con mis averiguaciones. En Google busco “broomstick + Swift”, pero sólo encuentro chistes aun más dudosos sobre cómo la cantante Taylor Swift parece un palo de escoba. Con eso ya debería tener suficiente, pero de todas formas sigo hurgando y llego a un texto muy peregrino y lleno de fotos sobre la relación innegable que hay entre barrer y bailar (nota: al parecer se puede elaborar otro ensayito al respecto, ya que, según se ve, el baile aparece cuando hace falta afrontar ciertas lagunas, ciertos bloqueos).

Polvo somos, polvo seremos, pensé, muy en línea con las meditaciones de Swift, y tratar de barrerlo, ay, no sé bien qué podría significar. Ciertamente está muy bien lo de barrer y bailar. Es una buena respuesta, aunque, lástima, en mi trabajo no podría hacerlo. Podrían verme desde sus ventanales todos los habitantes del condominio, y verían a un retraído con sus audífonos puestos moviéndose con pasos más bien parecidos a convulsiones.

Llegado a ese punto concluí que, como en todo, cabe sospechar que en el acto de barrer tiene que haber funciones que aún no conocemos. Ahí mi asco por la escoba se diluyó un poco.

“Nada es inútil, ni siquiera la inutilidad misma”, dejó dicho Montaigne, y en serio me encantaría pensar así, aunque me cuesta, y supongo que a muchos más también. Vemos a esos vecinos industriosos y a veces su trajinar nos parece como el de las hormigas y creemos que ese furor no los lleva a ningún lugar, que van a la deriva. Y, así como la mayoría de nosotros no tiene idea de que las hormigas siguen caminos demarcados por otras hormigas exploradoras, pioneras, quizá tampoco sabemos que esta tribu, la de la gente que riega las veredas y barre tierra de un lado a otro es quizá también gente útil. A lo mejor cumple una función geológica, o genética, o artística, o vaya uno a saber cuál. Los futuros científicos o los próximos visitantes extraterrestres sabrán determinarlo, ojalá, esperemos.

 

Por Nicolás Campos Farfán