Levantamos la cabeza para descubrirnos de pronto en un mar de papeles.

Ante el miedo inmediato a morir, los mecanismos de supervivencia se activan: el corazón palpita más rápido; la sangre corre a los músculos para darles fuerza; aumenta el ritmo de la respiración. 

Damos brazadas y manotazos para llegar a alguna orilla, pero boletas de compraventa, contratos de arriendo, solicitudes de desalojo o embargo nos arrastran mar adentro. Tratamos de ponernos a salvo, pero tickets de aviones o buses, diplomas y certificados flotan alrededor como inútiles salvavidas mientras se alejan de nuestro alcance. Recados y listas de tareas, cartas y postales, fotografías sueltas y álbumes familiares nos sumergen y ahogan. Cuadernos de notas y manuscritos, memorias, autobiografías y diarios íntimos amenazan con quitarnos definitivamente la vida.

Esta historia podría terminar aquí, con la desgraciada muerte de un sujeto, asfixiado por la marea de documentos y papeles ante los cuales no sabe qué hacer.

Ahora bien, otras ficciones podrían proponer finales alternativos, en un esfuerzo por rescatar a quien no sabe nadar en el mar de sus papeles personales. 

Si fuese este un relato heroico, por ejemplo, solicitaría de alguien que cumpla el rol de héroe.

¿Quién saldrá al auxilio de ese cuerpo en peligro?, ¿el salvavidas que atisba los manotazos desde la playa lejana; la nadadora profesional que se ejercita en aguas profundas; pescadores o buzos en su tráfago cotidiano; tal vez algún bañista de ocasión? 

Al hablar de archivos, la metáfora del mar de papeles suele ser un punto de partida común, que sirve para:

  • expresar la dificultad de la tarea (cómo dar cuenta del sentido de grandes acumulaciones de documentos; cómo ordenarlos y clasificarlos); 
  • exponer la profundidad o la urgencia de un problema creciente (la producción interminable de documentos y los riesgos de la pérdida, el deterioro material, la obsolescencia de sus formatos o, simplemente, la eliminación sin criterios).

¿Quién nada mejor en este mar de papeles: historiadores o críticos de literatura, escritores, escritoras o archivistas? 

¿Quién saldrá al auxilio de ese cuerpo puesto en peligro por las huellas de su propia vida?

Desde el punto de vista del crecimiento personal –o, en otras palabras, desde la perspectiva de la subjetivación y el mandato social–, este momento puede ser un momento de toma de conciencia respecto de un hecho que olvidamos por muy evidente: a lo largo de su vida, una persona deja huellas que dan cuenta de su existencia, su identidad y su subjetividad, su relación con otras personas –naturales o jurídicas–, grupos o instituciones. A menos, claro, que esta persona haya tratado de escapar con éxito a la normalización social e institucional (cf. Artieres) o, sin habérselo propuesto, haya padecido de un sistemático aislamiento.

Los papeles de un escritor son el paradigma de los archivos personales (cf. Castro). Entre otras razones, porque escritores y escritoras, en particular, parecen muy propensos a dejar huellas de sí mismos, de manera amplia y voluntaria. Es decir: son muy propensos a participar de las instituciones (literarias, culturales, al menos) y sus prácticas. 

Hay quienes desde temprano tienen conciencia de las huellas que dejan sus vidas y obras en relación con la sociedad y el futuro de sus nombres. Por lo tanto, ordenan y seleccionan cada manuscrito y sus versiones; cada carta y sus respuestas; cuentan con secretarios y, una vez muertos, con albaceas que gestionan sus papeles.

Usualmente es aquí –una vez muerto el escritor o la escritora– cuando conocemos ese tipo de documentos que pertenecen a la trastienda del trabajo y sus productos: reconvertidos en literatura, son publicados en libros recopilatorios o estudios; valorados como patrimonio, son presentados en repositorios digitales o catálogos.

Sigan uno u otro camino (el de la literatura o el del patrimonio), las cartas y cuadernos de apuntes, los diarios íntimos y diarios de lectura de las escritoras y los escritores muertos llegan a nuestro conocimiento para hacernos participar de sus nuevas vidas públicas.

Ahora, la publicación de los papeles personales de quienes aún están vivos es, al parecer, una peculiaridad de nuestro tiempo.

Al leer Ventanas irreales de Felipe Charbel, he pensado en la idea de los papeles personales y, luego, de los archivos de escritores, por cuatro razones. Dos refieren de manera directa al libro, otra apunta fuera del libro y la cuarta más afuera de los dominios de la literatura:

  • primero, pues Ventanas irreales articula (es decir, nos propone una ficción en la que se entrelazan) entradas de un diario íntimo, de un diario de relecturas y un blog, fragmentos de novela y de lo que se refiere como “ensayo sobre la paternidad”;
  • segundo, porque entradas y fragmentos son elaboraciones de una misma historia: la historia de un yo que nada en medio de sus papeles con el fin de recrear sus lecturas y su vida pasada.

Una tercera razón –fuera del libro– es mi propio interés en la práctica del diario, en la acumulación de escritura que, querámoslo o no, en los casos en que implica un compromiso mayor, puede llegar a convertirse en un archivarse a sí mismo (cf. Bossie).

A modo de ejemplo, un desvío: Marta Elena Samatán –en Gabriela Mistral, campesina del Valle de Elqui– reconoce en el archivo producido por Isolina Barraza (amiga de Mistral) una fuente importante para la elaboración de su propio libro. Escribe sobre lo que llamó Archivo Gabrielino: “Ese enorme archivo –reunido a través de largos años y paulatinamente enriquecido con piezas valiosísimas– forma, en verdad, parte de su vida y por eso no se decide a desprenderse de él”. 

Esta última oración es la que me parece importante, pues habla Samatán de la vida de Isolina Barraza, no de la vida de Gabriela Mistral, aunque las “valiosísimas” piezas documentales refieran a Mistral y su escritura.

Así como un documento en su acepción arqueológica es una huella humana, los archivos tienen un fuerte lazo con las vidas de quienes los producen pues el acto de acumular signos, huellas, indicios y restos solo es posible cuando estamos vivos. 

Una cuarta razón –fuera de los dominios de la literatura– viene de la definición clásica de fondo archivístico como conjunto de documentos de una misma procedencia, ordenado y clasificado en series documentales. La idea de serie –para mí, acostumbrado a los privilegios de individualidad que otorga escribir– tiene el poder de anclarme en el mar de papeles (de mi propio ego), pues:

  • por valioso que pueda ser para nosotros mismos el manuscrito de la obra a la que destinamos tanto tiempo y energía creativa; 
  • por más brillantes o profundas que puedan ser la ráfaga de la nota, la prolija elaboración de la entrada del diario; 

Manuscrito, nota y entrada (considerados como elementos discretos) no significan tanto como en su puesta en serie. 

Es decir: cuando podemos comprenderlos en su condición de huellas de una actividad repetida en el tiempo por una persona o un conjunto de personas. Huellas que encuentran sentido en su relación con otros manuscritos y otras notas, con otros diarios de vida y muerte, otros diarios de lectura y relectura, propios y ajenos.

La idea de serie documental muestra una posibilidad en la que yo no soy más yo sino en relación con un conjunto abierto de objetos no necesariamente míos, pues:

  • primero, los archivos personales funcionan “en red, en continuum. Forman ‘comunidades textuales’” (Artières y Kalifa).
  • segundo, la noción de autor es distinta a la noción de productor. 

El productor de un fondo no es quien escribe, sino aquella entidad o persona que acumula y conserva documentos en el desarrollo de sus actividades. 

En la vida de un fondo, puede haber más de una entidad productora pues: los documentos pasan por ciclos de creación, conservación, valoración y, a veces, de expurgo; son gestionados por autores, autoras y secretarios, por familiares o albaceas, por instituciones de archivo y por instituciones del patrimonio; pueden también encontrar nueva vida en relación con otros fondos, con otras instancias comunitarias o colectivas.

Archivar en este contexto viene a mostrarnos, antes que todo, una posibilidad de vivir. 

Y, luego, la alternativa de un yo que es más que lo que escribe y, también, más que lo que acumula, conserva, ordena o deja olvidado en una caja o un cajón.

Un final digno

Un sujeto se descubre de pronto en medio del mar de sus papeles personales. Da brazadas y manotazos para intentar salir con vida. No sabemos cuál es el desenlace de esta historia.

El movimiento de extender y recoger los brazos (la brazada) se traduce en Ventanas irreales como un ir hacia atrás para (tal vez) continuar hacia adelante. En específico, se cristaliza en la marca del prefijo re-, presente en la secuencia de verbos que listo abajo por orden de aparición: 

  • releer, 
  • regenerar, 
  • rehacer, 
  • recoger, 
  • recomponerse,
  • reconstruir, 

mientras se lleva a cabo otra secuencia de prácticas caracterizadas por la repetición: 

  • subrayar, 
  • marcar, 
  • escribir al margen, 
  • anotar minuciosamente, 
  • escribir a mano, 
  • transcribir o pasar al limpio, 
  • elaborar las entradas del diario; 

prácticas que se hacen con el fin de otorgarle legibilidad o, al menos, cohesión, a ese yo que se constituye en el tránsito entre lectura y escritura: saltando de fragmento a entrada; de entrada a fragmento; del ensayo al diario; del diario a la novela, para quedarse de pronto inmóvil pues, en realidad, ¿cuándo termina un diario?

Charbel resume este lío de manera práctica: 

“Solo existen dos finales posibles para un diario: la renuncia o la muerte. Como me gusta vivir, lo que me queda es soltar, dejar, abandonar el procedimiento” (Charbel, 193)

De manera similar, Mario Levrero retoma esta idea en La novela luminosa, hacia la página 433 del “Diario de la beca”, que es una especie de preámbulo de 450 páginas (escrito entre agosto de 2000 y junio de 2001) a la novela, de apenas 100 (escrita en 1984): 

“Tengo un gran problema con este diario; antes de dormir pensaba que por su estructura de novela ya tendría que estar terminando, pero su calidad de diario no me lo permite, sencillamente porque hace mucho tiempo que no sucede nada interesante en mi vida como para llegar a un final digno” (Levrero, 433).

El final digno -ya no solo el fin- del diario supondría una tercera alternativa a la renuncia o la muerte: la esperanza de que algo interesante suceda en nuestras vidas, algo digno de un cierre de novela.

Para conseguirlo sería necesario salir a la calle y emprender la acción, tomar la iniciativa, suscitar un cambio, bajo el riesgo de “empezar a vivir en función del diario” (434). Lo que equivaldría -en el campo semántico que hemos elegido (el mar y la muerte por asfixia)- a respirar bajo el agua.

Habrá que aceptarlo -hasta Levrero lo aceptó- un diario no es una novela:

“Un diario no es una novela; a menudo se abren líneas argumentales que luego no continúan, y difícilmente alguna de ellas tenga una conclusión nítida. (…) Me hubiera gustado que el diario de la beca pudiera leerse como una novela; tenía la vaga esperanza de que todas las líneas argumentales abiertas tuvieran alguna forma de remate. Desde luego, no fue así, y este libro, en su conjunto, es una muestra o un museo de historias inconclusas” (Levrero, 561).

A la pregunta ¿cuándo termina un diario?, podríamos sumar otra: ¿cuándo termina la novela, entendida como práctica de vida?, pero supongo que ya es tiempo de ponerle un fin a esto. 

 

Por Víctor Quezada 

Bibliografía

Artières, Philippe. “Arquivar a própria vida”. Estudos históricos. Volumen 11, número 21, 1998.

Artières, Philippe y Kalifa, Dominique. “El historiador y los archivos personales: paso a paso”. Políticas de la memoria. Número 13, 2013.

Bossié, Florencia. “Archivos personales como soportes de memoria: Los papeles de Adelina, Madre de Plaza de Mayo”. En Goldchluk y Pené, compiladoras. Palabras de archivo. Santa Fe: Universidad del Litoral, 2021. 

Charbel, Felipe. Ventanas irreales. Santiago: Marginalia Editores, 2024.

Castro, Virginia. “Los archivos de escritor como paradigma de los archivos personales”. Actas de las II Jornadas de discusión / I Congreso Internacional. Los archivos personales: prácticas archivísticas, problemas metodológicos y usos historiográficos. Buenos Aires: CeDInCI, 2018.

Levrero, Mario. La novela luminosa. Random House, 2016.

Samatán, Marta Elena. Gabriela Mistral, campesina del valle de Elqui. Buenos Aires: Instituto Amigos del Libro Argentino, 1969.