Josep ya estaba harto de estar desempleado, de los currículums sin respuesta, de las entrevistas que no terminaban en nada. Era un muchachito de cara prometedora, de unos veintitantos, pero de sangre añeja y un mirar de reojo que a cualquiera incomodaba. Josep esperaba en el cuarto entre cuatro paredes de plywood, y con el piso lleno de medias sucias, ropa sudada de varios días, chingas de cigarro, latas de birra vacías y arrugadas, pedazos de patinetas de cuando patinaba: trucks, tablas reventadas al caer un holly en un pretil de cemento, y recuerdos de sus propios huesos quebrados. En una de las paredes, una tabla clavada, tapando un hueco.

Otras noches se quedaba con el celular escuchando Canserbero y El Rookie hasta que se gastaba los datos móviles, pero esta noche estaba asomado por la puerta de su cuarto, como un gato dispuesto a una embestida salvaje. Josep tenía en la mira el cilindro de gas, en cualquier momento iba a escabullirse rápida y silenciosamente hacia la cocina. Bueno, no en cualquier momento, sino cuando ya no se escuchara ni el televisor de sus papás, señal de que ya se habían dormido. Todavía se escuchaba la voz de Ignacio Santos despidiéndose de la audiencia al terminar el noticiero de las once, y aparecía el aviso, que a sus doce le había causado tanta curiosidad, de que a esa hora comenzaba la programación para adultos. Era el momento de saltar del catre, de ponerse en marcha, ensartar los brazos dentro de la chamarra blanca y holgada con gorro, ponerse los tenis Jordan pirateados y caminar en silencio como un gato que nadie ve, hasta la cocina. Su miedo era pegar contra una pared y despertar a toda la familia con la bulla. Pero no, se escabulló con el celular bien cargado en la mano, encendió la linterna y desconectó el cilindro de la cocina de gas que tenían en su casa. Apenas él solo pudo escuchar el clic de la manguera del cilindro.

Ya era casi la medianoche, Josep se echó al hombro el cilindro que decía “gas licuado de petróleo”, y se imaginó una cisterna enorme con las letras “transporta material inflamable”. Comenzó a caminar para afuera de la casa, como camioncito, imaginando sus neumáticos sudando sobre el asfalto caliente de la ruta 27. Pensaba en una bomba, y se imaginaba muriéndose en la celda de una delegación, como Viviana Gallardo, su sangre en la pared. Sacó el celular con miedo de que le pusieran una pistola en la cara para robarle todo, y le escribió a Ericka:

Ando en Chepe centro (12:10)

Jaja, que andas haciendo (12: 31)

Me traje el cilindro jaja (12: 32)

Cuidado (1: 01)

Ya sé jaja (1: 05)

Mae jaja (1: 13)

¿¿¿¿Que ???? jajaja (1: 15)

(Visto, 1: 40)

Llegó a una gasolinera, estaba apenas a un par de kilómetros de su casa en Zapote, el distrito de la Casa Presidencial. Al llegar jadeando, se detuvo y respiró hondo para oler el hedor de petróleo en el aire, y se arrimó a donde uno de los que trabajan en la estación de servicio, que revisaba los cilindros de gas y los extintores. En el cielo raso, un fluorescente estaba infestado de polillas que revoloteaban. Josep regresó a la calle dando saltos de felicidad, con unos billetitos escondidos en la bolsa del pantalón. Con el frío de San José a la madrugada, y una sirena de ambulancia perdiéndose en la lejanía, extrañaba su cuarto. Sus cuatro paredes hechas mierda, el olor a cigarro y las chingas de los que le robaba a su papá. Pero en la calle no pensaba mucho en su cuarto, pensaba en proteger la plata, en moverse rápido, y volvió a coger marcha para el Paso de la Vaca.

De pronto le vibró el teléfono, era un mensaje de Ericka:

Mae me dormí, jaja perdón (2: 58)

Jaja ya vendí el cilindro (3: 01)

Mae si fueras mujer ya te hubieran matado (3: 10)

Mae que putas jaja (3: 12)

O violado (3: 17)

Que fuerte (3: 21)

Mae yo no me puedo dar el lujo de salir sola de noche (3: 47)

No se había separado mucho del puro centro de la ciudad cuando pasó por una acera donde estaban varias chicas recostadas a la pared, con minifalda y los ombligos pelados, unas con tacones de cuña y otras con tenis. Unas tenían cara de quince, otras como de doce, sí, eran muy chicas. Pasó por la Merced, por el San Juan de Dios, y en ese tramo solo se topó con una esquina tomada por travestis vestidas con menos miseria que las otras chicas, y con un retén policial a dos carros con luces de neón, que vio en la callecita que da al Mercado de la Coca Cola.

Se deseaba tener otra vez una de sus viejas patinetas, para ir más seguro, rodando y con cierta ventaja sobre quien quisiera perseguirlo, él se sentía así: perseguido. Cuando fumaba mota con sus amigos en el parque, se le cagaban porque a cada rato decía “Uy, uy, uy”, y todos pensaban que venían los pacos, hasta Ericka se le cagaba en la madre.

Josep sacó el teléfono y le escribió a Li, un amigo quien se dedicaba únicamente a pensar y vivía en un cuarto diminuto sin baño propio, donde acumulaba basura y libros. Por calles oscuras y vacías, Josep llegó a ese cuarto que crujía sobre un piso de madera carcomido por el comején, y recordaba que, durante el día, ese lugar pasaba invadido por las músicas de los cuartos contiguos, las conversaciones ajenas, los pleitos de pareja, los juegos y el lloriqueo de niños y bebés vecinos. Ahora, en plena madrugada, eran Josep y Li quienes hacían la bulla. Al otro lado de una pared, golpearon y les gritaron que hicieran silencio porque mañana hay que trabajar. El piso de madera solo parecía estar esperando el momento indicado para desplomarse.

Li picó marihuana y se armó un porro, lo prendió y se lo pasó a Josep, y en eso volvieron a golpear la pared, quejándose del olor. Li le respondió al vecino “andá cagá, pelón hijueputa”. Josep prefirió irse a su casa y apenas entrando, se metió al baño a esnifar la cocaína que le compró a Li con lo que le pagaron del cilindro. Sintió la fosa nasal helada y de inmediato lo penetró un disparo de adrenalina. Le puso un mensaje a Ericka:

Misión cumplida (5: 25)

Cuando salió del baño, Josep vio por una ventana que ya estaba amaneciendo. Entró rápidamente a su cuarto, se escuchaba que su papá ya estaba a punto de levantarse. Corrió la tabla que estaba clavada en la pared, escondió lo que le quedaba del poderoso polvo de ángel dentro del hueco, apagó la luz y se hizo el dormido. El papá entró al baño, donde Josep acababa de oler, y abrió el chorro de la ducha.

Por Diego Meza

Fotografía de Thomas Hoepker