“No tenemos lenguaje para los finales. Quizá un
lenguaje para los finales exija la total abolición
de otros lenguajes.”
Carlos Mastronardi*
I. Mapa
Por alguna razón, a los escritores les gusta perderse en la ciudad. La de ellos, las de los demás. Será porque el ejercicio de dejarse ir por los bulevares o pasajes ajenos y no meditados se asemeja a la experiencia de crear el plano de un texto. Recorrer hundido en una ignorancia atenta, mientras que el cerebro traza un mapa; pulir ese mapa en un futuro, es muy parecido al arte de escribir.
Cuando un escritor escribe en más de un idioma, el ejercicio de perderse en la ciudad se complica: no solo los pies pisan la tierra, sino también las manos. El cuerpo se bifurca en el plano del texto. El tronco y la cabeza, llevados por las manos, insisten en ir hacia un lado, mientras las piernas, cargando una corona de caderas, van hacia otro. Pocas veces estos caminos coinciden. Pocas veces se ponen de acuerdo.
II. Exofonía
Los motivos por los que un escritor o escritora sienten que deben explorar su escritura en una lengua que no es la materna son diversos. Puede tratarse de exiliados traumatizados, como Brodsky o Kristof, o de marineros arrastrados por las lides del mar, como el caso Conrad. Puede ser como Beckett e Ionesco, que buscaban el chiste en lo que no podían expresar, o como Gombrowicz y Kundera, infinitamente perdidos en traducción. Pueden escribir en la lengua menor, como Kafka o Canetti, o buscar algo de ellos en el idioma que dejaron, como las contemporáneas voces de Sylvia Molloy, Yoko Tawada o Valeria Luiselli. Pueden irse y volver, como un cachorro arrepentido, a la lengua que originalmente les pertenecía. Buscar amparo en lo otrora renegado. En lo que quisimos expulsar. Ese sería mi caso. Lo que es cierto y seguro, es que en ese camino bifurcado algo siempre se deja.
III. Fuga
Mi abuelo nació en 1928 en el sur de Portugal, y a los diez años, por hambre o cosa que le valga, se fue en buque a la Argentina. Yo nací en la Argentina en 1993, y a los diez años, por motivos no muy disimilares, me fui a vivir al sur de Portugal. Pese a todo ese tiempo que nos distancia, nuestras experiencias de vida, las idas y venidas, la práctica de lo insólito, los tropezones del habla, nos acercan de una manera muy peculiar. Nos acercan de todos aquellos que, acostumbrados al desespero que causa vivir en un limbo, deciden solamente vivir, e intentan reducir la identidad para que sea más llevadera.
Vivir entre lenguas es un constante desafío a lo que interpretamos como identidad. Cuando se existe, no fuera de la tierra que uno pensó que le pertenecía, sino entre dos espacios que tomamos como nuestros, el desarraigo es otro. En el caso de los escritores, esto no difiere. Los pies se escapan, mientras las manos piensan qué escribir.
IV. Revelación
Durante muchos años desee, acaso puerilmente, para curar de una vez por todas la enfermedad, amputarme las manos. Que el camino no se bifurcara. Las piernas, pavoneando orgullosas su corona de caderas, caminarían satisfechas por la ciudad-texto, incompletas pero seguras de cada paso. En ese entonces no comprendía que la amputación me reduciría, y no me facilitaría siquiera la procura de propósito. Solo mucho más tarde, en una noche de viento, rodeado de gente que no hablaba mi idioma y en algo que se podría llamar ceremonia, descubrí: una voz que quizá fuese mía me dijo al oído que la cualidad de la unidad yace en su complejidad. En el conjunto deficiente está la perfección. Era una verdad absoluta. Desde ese entonces, sé sobre qué escribir. Sobre lo que está (entre), sobre eso escribo.
V. Ruina
Y después de todo, ¿qué queda? Mientras caminamos, desmantelan la ciudad. Voces que son otros desarman lo que había. Quitan piedras, chapas, se roban ventanas. Asusta, en un primer momento, pero después se entiende: la ciudad no es nuestra, no fuimos nosotros los que la construimos. El paisaje es terrorífico, pero comprensible. Se llevan la ciudad de a bocados. Las piernas no se mueven, tiemblan; las manos hacen todo el recorrido hasta terminar agarradas a la cabeza, en una imagen de desespero y exaltación.
El paisaje desaparece con el descubrimiento de que la ciudad-texto no nos pertenece, es un complejo de bulevares, pasajes, conventillos, cocheras y árboles añejos que ni de cerca ni de lejos tienen aspecto de ser cosa sola. A los escritores les gusta perderse en la ciudad, hasta que la ciudad se pierde de ellos. El texto se desmantela en ese recorrido sin propósito y sin final, entre dos idiomas que lo intentan atrapar.
Por M.A. Ribeiro
Foto de Horacio Coppola
*Es Ricardo Piglia en Formas breves el que atribuye la cita al poeta Carlos Mastronardi. En realidad, estos versos apócrifos son parte de un poema de Roberto Juarroz.