Noviembre de 1979 y las turbulencias del avión sólo hacían presagiar lo peor.  Vasos, cuadernos, galletas y monedas, todo vuela de un lado hacia otro. A lo lejos, se escucha un bebé llorar sin consuelo. Un hombre gordo y alto agarra sin permiso, mi brazo.  Más allá, una abuela con ojos cerrados reza en un dialecto que no logro descifrar. Por altoparlantes, el capitán dice en francés y repite en español: “tranquilidad pasajeros, son las típicas tormentas del Río de la Plata, pronto pasará”. La fiebre me acompaña desde Marrakech y hace perder la poca orientación que me va quedando, no sé cuánto tiempo llevo aquí. Imagino los titulares de la prensa marroquí, luego de esto: “entre los pasajeros se encontraba el destacado Profesor Karim Azafrani, eminencia en Brujería y Artes Oscuras quien deja un legado invalorable en el continente africano”, “Tragedia nacional: cae al Océano Atlántico avión con 124 pasajeros, sin encontrar sobrevivientes”, “famoso adivino no pudo predecir su propia muerte”.

       El estómago se aprieta y el vértigo me hace reír con miedo.  El ruido es ensordecedor, la gente grita y las turbinas no callan. Convencí a mi mente que será una muerte sin dolor, instantánea, para mí y para todos los demás. El avión se sacude con rudeza, sin aviso, algo cae sobre mi cráneo. Silencio y oscuridad. La vista se va a negro. ¿Habré muerto?

¡Profesor Azafrani! ¡Profesor Azafrani! Despierte, ya aterrizamos en Buenos Aires. Usted perdió el conocimiento con un objeto que cayó sobre su cabeza, ¿Cómo se encuentra? Alégrese, estamos en tierra firme. El avión está como si un huracán hubiera arrasado con todo. No queda nadie más y voy hacia la oficina de migraciones, entremedio de soldados de guerra con fusiles en mano, uno me pregunta ¿Usted es el brujo de la India? No, no soy brujo, soy profesor universitario y provengo de Marruecos. Disculpe profesor, lo están esperando en aquel auto, apuntando con su rifle hacia las afueras de ese pequeño aeropuerto en El Palomar. Un Ford Falcon verde oscuro de luces apagadas y motor encendido espera por mí. Alrededor, la noche empañada por los cigarrillos de los soldados. Antes de llegar al auto, la puerta trasera se abre sola y escucho una voz grave y rasposa: ¡Súbase pronto, antes de que desaparezca! Miro atrás y una treintena de soldados empieza a acercarse. Subo y me cierran la puerta, las luces del auto se prenden, el conductor acelera y el chirrido de las ruedas levanta humo. Escapamos de ese lugar. Los soldados miran, y cada vez son más pequeños.

    Una voz dulce del asiento del copiloto dice, ¡Buenas noches profesor Azafrani! Gracias por estar acá, soy Silvina Expósito, quien contrató sus servicios privados. ¿Cómo estuvo el vuelo? Yo me quedé en silencio, pensando en esa voz.

    Debo comenzar explicando los motivos de mi visita a Argentina: venía a una charla invitado por la Universidad de Buenos Aires, pero no sólo a eso. Hace una semana atrás, escuché por primeva vez esa misma voz, a través del teléfono de mi oficina en la Universidad de Qarawiyyin, una voz de aflicción solicitando tiempo de mi estadía para un caso, acepté la propuesta ya que no perjudica el principal compromiso y que personalmente me explicaría el asunto, pero también acepté por algo difícil de explicar en esa voz. Después de un largo y tortuoso viaje y una fiebre ya familiar, me encontraba frente a frente a esa misma voz. Y se escuchaba igual.

      Señora Silvina, mucho gusto, el vuelo fue interminable y de final tormentoso, pero estoy bien, con ganas de conocer esta ciudad, en la infancia recuerdo a mi padre que contrató una profesora argentina de piano. Me hizo clases particulares, nunca aprendí a tocar ni el cumpleaños feliz, pero sí aprendí a escuchar tango y hablo un poco de castellano ¿Me entendés?  Ahora estoy a vuestro servicio y puede contarme con detalles de qué trata. ¿En qué puedo ayudar a vos?

    Profesor Azafrani, es un honor para toda la familia Sicalli Expósito tenerlo acá, será de gran ayuda por su amplia experiencia, lo recompensaremos y no faltará a sus compromisos universitarios, la urgencia del problema nos obliga a comenzar ahora, por lo tanto, le iré detallando: un domingo familiar salí junto a Enzo (mi marido) y nuestro Ángelo de casi 2 años a la feria de antigüedades en San Telmo, mientras yo miraba la fruta fresca de una tienda, escucho llorar con mucha pena a nuestro nene, él quería algo y Enzo lo alejaba de ese algo. Mi marido a veces es un boludo. Pero nunca había visto llorar así al pibe, por eso acepté en comprar lo que reclamaba, eso significó, obviamente, una discusión con Enzo (dice que yo lo mimo en todo). El juguete costó una ganga y ¿qué era? un viejo robot en buen estado.  Compré un kilo de mandarinas y nos fuimos a casa. Ángelo jugó todo el día con ese robot. Todo normal hasta la noche. El nene se durmió entre mis brazos, luego lo dejé en la cuna, duerme solo en su pieza, así se acostumbra. Dejé la puerta entre abierta con un libro grueso y fui a la cama, Enzo ya roncaba. Apagué la lamparita del velador y cierro mis ojos. No pasó mucho tiempo y desperté sobresaltada por gritos desde la otra pieza. A mi lado, Enzo seguía roncando y no servía despertarlo. Corrí hacia la pieza y tropecé en el pasillo con algo. El pie adolorido y la uña sangrando, pero el nene seguía llorando sin consuelo, la puerta cerrada y no podía abrirla.  Fui rengueando hacia una repisa y saco la llave del dormitorio de Angelito. Costó abrir la puerta. Adivine, la ventana abierta de par en par, las cortinas bailando con el viento y debajo de la cuna estaba mi bebé sangrando, al otro costado, el robot con las luces prendidas y moviéndose sin sentido. Lo primero, arrojé ese juguete hacia afuera, cerré con fuerza la ventana y rescaté a mi bebé, escondido debajo de la cuna ¡Estaba congelado! Prendo la luz y limpio su cabecita manchada de sangre. El bebé lloraba sin respirar y yo desesperada sin saber qué ocurría. Me dormí junto a él. A la mañana siguiente, no fui a laburar y llevé a Angelito al doctor, no era nada grave. Esa noche las sirenas de la policía sonaron con frecuencia y por eso decidí dormir con el bebé en mi cama. A Enzo lo mandé al otro dormitorio. Angelito despertaba a cada rato, llorando, parece que sufría de pesadillas. A las pocas horas me levanté para trabajar y dejé al bebé con María, la señora que lo cuida. Antes de salir de casa, agarré el robot que estaba en el antejardín y lo dejo en el basurero de la calle. Después de una larga jornada laboral, llego a casa y veo al nene jugando con el robot… ¡María!  ¿Por qué se lo pasaste? María me dice que no se lo pasó, apareció con el juguete en la mano. Abracé al bebé, no se desprendía del juguete. Le quité el robot a Angelito y se puso a llorar, entonces esperé a que se durmiera y así tirarlo a la mierda. Aseguré de cerrar bien la ventana, pongo el libro en la puerta y salgo de casa, caminé como 10 cuadras y llegué a Av. Rivadavia. En una esquina veo a una señora que duerme con su nena sobre cartones, protegida por el techo de un banco. En mi mano tenía el robot y lo lanzo al interior de ese espacio. Regreso a casa rápidamente, antes de que mis pantuflas se mojen. Llego y me acuesto, Enzo roncaba como un oso. A la mañana siguiente, voy a ver a Angelito y en su cuna lo veo sonriendo junto al robot. Caigo al suelo desmayada. Profesor, ya llegamos a su hotel, lo dejaremos acá y mañana este chofer lo pasará a buscar a la UBA, pero antes, dígame ¿Qué puedo hacer? ¡Ayúdeme por favor! No me crea loca.

        Tranquilidad señora Silvina. Un par de preguntas: ¿Qué libro usa para trabar la puerta de la habitación de su hijo?  ¿De dónde proviene el juguete comprado en esa feria?  Le encomendaré dos tareas: la primera, esta noche lea ese libro, aunque sea largo, no hay tiempo. La segunda es que mañana temprano vaya a la feria de antigüedades y averigüe quién es el primer dueño de ese juguete. Mañana después de la universidad nos juntaremos a conversar, ahora estoy muy fatigado y enfermo, solo quiero prepara mi charla de mañana y luego descansar. Silvina llega a casa, observa que su hijo duerme con papá y busca en el pasillo de la habitación, el libro. Va a la cocina por unos mates y comienza a leer, sin parar, hasta el amanecer.

Transcurre el día y llega la tarde. Termina la exitosa charla del profesor Azafrani en la Facultad de Medicina y lo espera un hombre alto y gordo que sostiene un paraguas y en su otra mano, un cigarrillo prendido. Lo llevaré al Cine Lorca, allí trabaja la señora Silvina, dijo. Subo de copiloto, y esa voz ronca vuelve a hablar ¿Sabés qué es eso? Es el Cid Campeador, creo que hay varios en el mundo. En Sevilla hay uno desde 1927 y éste es del 1935, ambas son realizadas por una mujer, Anna Hyatt Huntington, es una mujer extraordinaria, como la señora Silvina, me decía mientras iba haciendo un giro hacia la izquierda.

    Llegamos a avenida Corrientes y nos detuvimos en una fachada de vidrios con un cartel luminoso que decía Cine Lorca. Allí estaba la señora Silvina y me pide que baje del auto, caminamos dos cuadras y entramos a Pizzería Guerrín. Ella pidió una Fugazzeta familiar y dos Moscato. Recién así, Silvina comenzó a hablar.

      No he dormido nada, no paré de leer el libro. Después, fui a San Telmo y luego me vine al trabajo, no he comido, no he visto a Angelito, todo por solucionar esta situación. ¿Cómo se llama el libro?  El juguete Rabioso y está buenísimo. El escritor es argentino que vivió por acá, en Barrio de Flores. También tengo que contarle algo muy extraño sobre la procedencia del robot, preguntando por aquí y por allá, el vendedor del juguete me dice que él mismo lo encontró en el basurero de una casa en Flores. Me da referencias de la casa y los vecinos dicen que es la misma casa donde Roberto Arlt vivió su infancia, el autor del libro. ¿Sabe usted cómo llegó ese libro a su casa? Mi marido lo trajo una tarde, creo que, de su trabajo, me extrañó porque él no lee ni el diario. Pero yo le había pedido que arregle la puerta de la habitación de Angelito y él nunca lo hacía porque es un boludo, pero ese día trajo el libro y lo dejó en el suelo, sirvió y aún sigue ahí.  Finalmente, el brujo y la mujer deciden ir a casa, aprovechar que no había nadie.

El profesor le pide a Silvina que se quede en la cocina, pero le indique el dormitorio de Ángelo. Sube y abre la puerta de la habitación, encuentra al robot acostado en la cuna. Ya con el libro en su mano, el profesor cierra la puerta y no sale por un largo tiempo. Silvina calma su ansiedad tomando mate en la cocina. Cuando ya estaba dormida sobre la mesa, siente un ruido, era el profesor que venía haciendo gemidos desde la habitación. ¿Qué sucede? ¿Por qué está llorando profesor?

          Estoy llorando, la revelación es dolorosa. Siéntese y escúcheme con calma porque será una cruda verdad… Su marido, es un importante militar, pero tiene las manos manchadas de sangre. Hace unos días atrás, bajo las órdenes del General Videla, en la Universidad de La Plata, asesinó a una joven dirigente estudiantil que participaba en organizaciones contra la dictadura. Ella se encontraba sentada leyendo en el baño de la facultad de filosofía, de pronto, Enzo abre con fuerza la puerta del baño y dispara un balazo en su ojo. Ella no alcanzó a gritar y cae muerta. Él, esconde su arma y coge el libro para camuflarse, sale veloz hacia la calle. Ese libro es El juguete rabioso y junto al robot poseen energías del escritor y de la estudiante. Quieren comunicarse con usted, pero necesitaban un mediador y ese es mi labor. ¿Y qué quieren decirme?, preguntó con aquella voz que sonaba igual que la primera vez. Ellos dicen que esta noche, con el revolver que ahora se encuentra en el velador, dispare a su marido y con este libro golpee su cabeza hasta matarlo, sin justicia no habrá paz. Y que el juguete, de una vez por todas, lo tenga el nenito sin problemas. Silvina abraza y despide a Azzafrani, y sube al velador.

 

Por Juan Pablo Astudillo Mora

Fotografía por Rodrigo Vergara (@rfvergara)