Todas las noches lo mismo, el cuento de los gatos pobres que lo perdían todo por culpa de un huracán mientras la madre lamentaba que las sábanas blancas recién lavadas estaban llenas de barro y agujeros. Pur pur pur decían los gatitos en un llanto eterno sobre la casa derrumbada. Cada noche esa historia, cada previa al sueño teñida por la desgracia natural. Hasta hoy sueño con terremotos, tsunamis, aluviones, incendios y tornados.

Ahora veo la misma película todos los días, no siempre entera, tengo todo programado para que se apague la televisión cuando termine. Es la típica historia de mafiosos y gángsters que son buscados por la policía. El detective les sigue el rastro mientras el resto trata de borrar todas las huellas de sus crímenes. A veces duermo cuando amenazan a la familia del detective, otras cuando el mafioso que lidera la banda se comienza a esconder, ya consciente y bien informado de que están a punto de identificarlo. Lo peor es cuando logro dormir antes del tiroteo, nunca sé si es porque los sonidos de disparos me impiden entrar inmediatamente al sueño profundo o si es porque me perdí la que considero es la mejor parte de la película, el punto donde todos los personajes, intrigas y conflictos se juntan. Es un final apasionante.

El cuento y la película eran infinitos cuando fui niño y ahora que estoy dejando poco a poco de serlo. Sé que ambas cosas suenan extrañas, fue tema de discusión con cada una de las parejas que no les gustaba la tele en la pieza o las películas de disparos, no entendían que era imposible conciliar el sueño sin ellas.

De la etapa en que no tuve cuento ni película prefiero no hablar o más bien no es mucho lo que recuerdo, solo noches enteras mirando la mancha de humedad del techo esperando que se cayera encima o llegara alguien a acompañarme. Nada de eso, años de lagunas, de días en que me arrastraba de lado a lado sin estar completamente despierto.

Hoy todo eso parece haber cambiado para siempre, y cuando digo todo me refiero a absolutamente todo. Desde acá se ve el mar, los edificios, el puerto y algunos barcos que llegan a él, la gente se saca fotos variando poses y fotógrafos, un tipo le da vueltas a la manivela de un carrito donde lleva molinos de papel celofán que apenas se mueven con el viento, una madre con el niño en brazos le compra uno, pero se le cae al suelo, igual suerte corre el helado de la niña que escapa asustada de un perro sin collar que apareció de la nada y termina siendo espantado por el barrendero de traje verde, que ya casi llena su contenedor de hojas secas de otoño, de esas que tanto le gustan pisar a niños y ciclistas cuando pasan por acá y aún no se ha instalado la feria artesanal a vender las cosas de siempre, a los turistas de siempre, que entran al museo de arte esperando encontrar alguna cosa exótica para sacar a colación en la primera cena que tengan cuando vuelvan, eso si logran salir de acá antes de que caiga la noche y…

Estoy preocupado, cada vez que quiero dejar de grabar aparece algo nuevo que capta mi atención. Como el cuento o la película estas imágenes se están volviendo infinitas, siento que tendré que volver todas las tardes a este lugar, a saber cada cosa que pasa, a introducir en mi visión todas las variables de este espacio, este parece el siguiente paso natural de mi problema, sin estas imágenes nunca volveré a dormir.

 

Por Miguel Ángel Gutiérrez

Fotografía de portada por Rodrigo Vergara @rfvergara