Todos han terminado de traductores. Todos. Yo el primero.

Aquella hermosa mañana me veo yendo de Podoli a Praga con un maletín: ¡soy traductor, voy a que me pongan el signo de admiración!

En este estado, entre los traductores-profesionales, los que pueden firmar su trabajo con su propio nombre, y los que no pueden utilizar su nombre verdadero (y tienen que esconderse detrás de toda clase de «negros», «cobertores» o «ghosttranslatores») hay una relación semejante a la de aquellos dos moribundos que estaban en el hospital y uno de ellos le envidiaba al otro que estuviese junto a la ventana mientras que a él le había tocado un rincón oscuro (es de una balada que leí en mi juventud, creo que de Wolker).

 

Traducir poesía es como besar a una mujer a través de un velo. Y traducirla a partir de la versión de intérpretes de segunda es como follar con preservativo y creer que así se pueden tener hijos. Se puede, pero solo involuntariamente, por equivocación, por un error técnico.

El mejor traductor es aquel que no traduce como hay que traducir sino como le da la gana a él. No me apetece explicarlo ahora en detalle. Pero es lo que aprendí después de veintiséis años de traducir.

Al cabo de muchos conflictos, postergaciones y dudas, por fin se publicó la traducción checa de El padrino de Puzzo. Lo publicó la editorial comunista Svoboda, porque los tres millones o tres y medio de beneficio neto podrían ser muy útiles incluso para la editorial del partido, sobre todo si se dedica a publicar ad infinitum las obras completas y las aún más completas de los clásicos del marxismo-leninismo, que nadie lee y menos aún compra. Pero como la publicación de El padrino no era demasiado compatible con la línea del partido, ¡el libro se publicó sin que figurase el nombre de la editorial!

¿Para qué sirven todos esos epílogos que se tienen que escribir en los libros que se traducen al checo desde hace un cuarto de siglo? Son advertencias para imbéciles a quienes se les avisa de que esto o aquello no va en realidad en su contra, son bocados a medio masticar para que los idiotas semianalfabetos que, en realidad, nunca han tenido la intención de perder el tiempo con las obras de arte no crean que se trata de algo extraño, amenazador, que con alguna frase se está intentando contrabandear algo al acogedor mundo de su cueva. Esta costumbre de añadirle epílogos a todo también vino de Oriente. Y así es cómo desde hace un cuarto de siglo florece la industria de la escritura defensiva para cretinos.

 

 

Por Jan Zábrana

Fotografía de Regina Schmeken

Selección y edición de Miguel Ángel Gutiérrez

De:

Toda una vida
Jan Zábrana
Melusina
2010
Edición establecida, anotada y presentada por Patrik Ourednik
Traducida del checo por Fernando de Valenzuela Villaverde