La noche del 4 de septiembre de 1984, dentro del marco de movilizaciones efectuadas con motivo de la décima jornada de protesta nacional, fallece el cura y poblador André Jarlan, producto de un disparo en su cabeza. Toda la población supo al instante el origen de la bala: carabineros. Más allá de la versión oficial difundida por parte de la institución anteriormente mencionada, la presencia de diversos periodistas, el testimonio de algunos pobladores y de su compañero de voto sacerdotal, el cura Pierre Dubois, invalidaron desde un primer momento las palabras de la dictadura, corriendo la voz por las demás poblaciones y los medios de comunicación clandestinos. La muerte de André Jarlan, vecino de la población La Victoria, es uno de los más claros ejemplos del desenfreno y la brutalidad ejercida por los organismos represivos, candidatos indiscutibles en la lista de agravantes -y polarización- entre los diversos sectores del arañado tejido social chileno.

A diferencia de lo que pudiera pensarse en primera instancia, la muerte de André Jarlan no alimentó el miedo sino  el ímpetu de un territorio y una comunidad firme en sus convicciones de lucha, comprendiendo esta última como la defensa de sus derechos humanos por diversos medios, ya sea violentos o no violentos. Esa misma noche del 4 de septiembre “Comenzaron a llegar pobladores de sectores vecinos en procesiones, con miles de velas. También en La Victoria los pobladores colocaron velas en el medio de cada calle, a un metro de distancia una de otra. Se decretó asimismo que allí «no había toque de queda»”[1] ¿En qué otro lugar podría desafiarse de manera tal a las FFAA, sus simpatizantes y colaboradores/as? Si bien por una parte se expresaba aquella manifestación pacífica y simbólica en el territorio (acción realizada hasta el día de hoy, cada 4 de septiembre), por otra parte se establecía la necesidad de desobedecer un orden que había sido impuesto por medio de las armas. En la gran mayoría de los casos eran los cuerpos y las piedras frente a los disparos y las lumas. ¿No resulta familiar aquella historia con algunos parágrafos de la biblia? La misma biblia que el Padre André Jarlan leía aquella noche, en el escritorio de su habitación, cuando se apretó aquel gatillo.

 

Pero esta clase de acontecimientos jamás termina cuando quienes han sufrido en carne propia consideran que ya ha sido suficiente:

“La noche siguiente a la muerte de Jarlan, cuenta Dubois, fue agredido a perdigonazos por Carabineros, según él, debido a la indignación que mostró ante la presencia agresiva de la policía. «Cuando fueron a molestar al velorio del joven Barrales les grité ‘Basta, basta, cobardes’. Porque es una actitud de cobardía, de sentirse fuertes en la noche, con armas, frente a personas que sólo tienen sus manos desnudas y la justicia de su petición. Entonces me respondieron con balas de perdigones.»”[2]

Manos desnudas que a la vez nos recuerdan aquella caratula que en 1969 acompañó el cuarto álbum de Víctor Jara: Pongo en tus manos abiertas… Manos desnudas, honestas, fuertes y con cicatrices, producto de su constante contacto con la tierra, las cajas de frutas y verduras en la feria, las carretas, las herramientas. Manos desnudas que evocan no sólo a Víctor o André, sino a cada persona dispuesta a gestar comunidad con los medios que tengan a su disposición. Manos desnudas que en muchos casos encontraron la muerte producto de estas manos armadas, sin por ello abandonar la convicción de un amor incondicional reflejado en el apoyo mutuo y la solidaridad, y por supuesto, en aquellos caldos de verduras prepaardos por el mismo André Jarlan en esas largas noches de protesta, cuando la casa parroquial servía de refugio para quienes escapaban de las balas y los corvos en medio de la oscuridad.

Sería muy sencillo acabar estas palabras bajo una consigna que sólo criminalizara a los organismos represivos de la dictadura, depositando así la solución en una suerte de ojo por ojo, cargado de esa ira (y locura) que terminó con la vida de tantos y tantas a quienes seguimos recordando por sus manos abiertas. Me quedo entonces con estas manos desnudas y abiertas, con la búsqueda de justicia y una petición: que nos volquemos hacia la puesta en práctica y la reflexión. ¿Acaso no hay más respuestas para la violencia que su propio reflejo? ¿Quiénes se protegen y defienden son igual de violentos/as que quienes han decidido propinar el primer golpe? ¿Cuántas veces es necesario repetir la misma historia a lo largo de todo el mundo para reconocer que mientras permanezca la perspectiva de la violencia como el horizonte no habremos avanzado un solo paso como humanidad? La violencia nos ha enfermado, pero no nacimos enfermos y definitivamente existe la cura. Tal como aparecía escrito en un mural de La Victoria el año 1988, imagen que perdura hasta nuestros días gracias al lente del fotógrafo Marcelo Montecino: Organizarse es experimentar el amor por la vida, y ese debiera ser nuestro verdadero horizonte.

Por José Miguel Frías R.

Notas

[1] Patricia Collyer C. Por su liberación: Chile se moviliza en Revista Análisis. Sociedad periodística Emisión Ltda., Santiago, 1984, p, 4.

[2] Ídem.