Corría el año 2019. Chile aún no se disponía a salir del letargo que lo llevaría a experimentar uno de los momentos más inéditos y, tiempo después, contradictorios de su historia social y política, y el mundo ni siquiera advertía lo que se avecinaba. Pleno invierno en Santiago, y yo quise entrevistar al pintor Ignacio Gumucio. Había participado en su taller de tutorías años antes y tenía la intención de profundizar en algunos puntos que, hasta el día de hoy, siguen resonando en mi cabeza. Nos juntamos en un café, en los alrededores de las universidades que brotaron desde hace unas décadas en el barrio Bellavista, y conversamos. La sensación de torpeza que me invadía en ese momento, pensando que yo no tenía la capacidad de seguirle el ritmo y que mis preguntas eran completamente insípidas, recibió de vuelta, sin embargo, una actitud cálida en su forma y generosa en su contenido, como suelen ser las conversaciones con Gumucio. Al terminar, me fui con la idea de editar el contenido y publicarlo prontamente. Pero eso no fue así. Pasaron los años, los años más largos y raquíticos en mucho tiempo, hasta que me propuse retomar el hilo, enhebrar la aguja y publicar parte de esa conversación, como una manera de registrar el paseo por algunos de los pasajes del pensamiento del que considero uno de los artistas más lúcidos de Chile. 

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Ignacio Gumucio (Viña del Mar, 1971), estudió Licenciatura en Artes mención grabado en la Universidad de Chile. La especialización que eligió se limitó a quedarse en lo formal, ya que su carrera ha girado en torno (y adentro) de la pintura. Sin embargo, siempre me ha parecido que sus obras comparten rasgos de las técnicas de grabado, como son las capas y superposiciones de planos. Su reflexión, en todo caso, apuntó para otro lado. 

M.: Tú sacaste la mención en Grabado mientras estudiabas en la Universidad. En relación con eso, quería preguntarte si esta técnica ha influido en tu trabajo como pintor, y de qué manera. 

G.: Sí, tiene mucho que ver. La relación con el resultado que tengo en la pintura es muy parecida a la que uno tiene cuando hace grabado, es decir, lo que tú haces no es lo que tú ves. Hay una distancia que en el caso del grabado es notoria, es decir, tú trabajas en una matriz y el resultado es una imagen que está al revés y además es totalmente diferente y entonces de alguna manera como que todo el trabajo manual es una especie de apuesta o de vaticinio de lo que va a pasar y ese vaticinio en general tiene un margen de error y el artista acepta esa cuestión como parte de las reglas del juego pensando de que las sorpresas más bien van a ser positivas. Muchas veces las sorpresas son decepción, pero existe ese asunto y el grabado es un poco las reglas del juego, es decir, tú siempre trabajas en algo que después, una vez que lo imprimes, es algo que tú nunca habías visto. El original ocurre después de un proceso que es ciego. Y ese sistema de trabajo yo lo tengo en la pintura, es decir, no tengo la impresión de estar viendo directamente lo que hago, sino que hago algo que creo que va a tener unas consecuencias y en general las que tiene sé que no son exactamente las que yo me propuse. 

G.: La otra cuestión que me pasa que tiene que ver con el grabado, es que en la Universidad de Chile me lo enseñaron como algo muy noble, como una tradición ancestral y medieval, y la verdad es que el grabado yo creo que nunca ha sido eso, sino que más bien es una versión del arte como súper devaluada y como bastarda y como arte para reproducción más industrial y más barato. Yo tengo un poco esa relación con la pintura, no sé, me sirve la idea de que la pintura no sea una gran cosa. Yo además no tengo una relación muy fuerte con el color. Soy un poquitito insensible al tema del color, tengo que acordarme de que el color es importante. Nunca parto los cuadros con esa idea, trato de llegar a lo mínimo al color, y en ese sentido para mí, ponte tú el grabado cuando me lo enseñaron, para mí no era para nada un problema esto de que no tuviera color; es un problema menos. De hecho, yo diría que la presencia del color en mis cuadros es totalmente irrelevante, o sea, de hecho, son colores que están todos tratados un poco como si fueran intercambiables, están como desmitificados, están sin los poderes que deberían tener los colores. 

M.: Si dices que no es el color, ¿qué sería lo más relevante en tus trabajos?

G.: En este caso, en vez del color, tiene que ver con las relaciones de capa, de forma, de delante, atrás. Para mí, creo que lo que más veo yo en mis cuadros y en los cuadros de los demás, es el problema de dónde está ubicado el cuadro, es decir, si uno puede meterse dentro del cuadro, delante del cuadro, qué es lo que pasa cuando brilla, cuando es opaco. Por ejemplo, me interesa mucho más que el asunto del color, el problema de la materialidad de la pintura, si es opaca, brillante. En ese asunto tengo una sensibilidad más o menos fina, en el color soy de una vulgaridad increíble, o sea de verdad que no tengo sensibilidad, soy muy torpe. De hecho, puedo trabajar con materiales que otros pintores simplemente no podrían soportar. Pero no es por pura choreza, sino es que simplemente no alcanzo a notar la diferencia entre un color de alta calidad y otro un poco más penca; yo los veo más o menos igual. 

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El taller de Gumucio es completamente caótico y desordenado. Encarna una pulsión que también caracteriza sus pinturas. Junto con ese ritmo desenfrenado convive una confianza, una fe que apuesta todo a lo que acontece en el taller, en el hacer-siendo, en lugar de las promesas que acompañan a una idea previa. Es por eso que no tiene problemas en cambiar de rumbo y dejar que una mesa se convierta en un perro si así es como se desarrolla la pintura. También trabaja con un método pictórico, elabora y se autoimpone un conjunto de reglas que rigen su juego, en donde ciertos colores y ciertas formas tienen un rol y cumplen una función determinada, generando un sentido lateral que reordena y cierra ese aparente caos. 

Gumucio es generoso con lo que sabe, muestra sus cartas. Un día, con el afán de ilustrarme un ejercicio que me había encomendado hacer, me preguntó si había visto una ciudad nevada, y respondí rápidamente que no, mientras mi cabeza procesaba en cámara lenta el hecho de que efectivamente nunca había visto nevar. Entonces tomó un pincel, lo untó en acrílico y lo comenzó a esparcir sobre la página de una revista, explicándome que eso era la nieve, es decir, “lo que está acá”. Después tomó su computador y googleó “ciudad nevada”. Vimos algunas imágenes y fue suficiente para comprender, no tanto lo que él me quería explicar en ese momento, como su forma de aproximarse y relacionarse con la pintura. En otra oportunidad, me dijo que una idea había que circularla, darla a conocer al resto, sin temor a que pudiera ser robada en el camino. Puedo dar fe que en sus tutorías pone en práctica esta consigna, compartiendo gran parte de su imaginación pictórica, que incluye todo tipo de analogías y metáforas. 

M.: En tu taller, hace unos años atrás, hacías referencia a un “sistema digestivo de imágenes”, es decir, que existe todo un proceso previo a la pintura o al momento de pintar. Quisiera saber cómo es en tu caso. 

G.: Sí, es que para mí es un milagro, porque me porto muy mal desde el punto de vista de la escala de valores. O sea, puedo estar semanas de semanas sin hacer nada, esquivando la pintura; hago todo lo que no es correcto, y, sin embargo, la cantidad de exposiciones y de cuadros que he hecho es más o menos parecida a la gente que yo sé que es gente honesta y buena. Entonces me imagino, y eso a lo mejor es un consuelo, de que todo ese tiempo perdido de alguna manera es un tiempo de digestión y que puedo hacer cosas en muy poco tiempo porque en el fondo las estoy haciendo, porque llevo mucho tiempo dándole vueltas a lo mismo. En las películas de pintores te hacen creer que ese sistema digestivo ocurre al momento de pintar. Yo lo que digo es que el momento de pintar es el último tramo del sistema digestivo: ya está digerido normalmente. 

M.: ¿Y cómo es el proceso mismo? ¿Partes de una imagen siempre? ¿Una foto? 

G.: Es que lo he hecho de diferentes maneras, o sea, mucho tiempo tenía que ver con esta idea de enfrentar, de tratar de que el cuadro no fuera totalmente virgen, que tuviera algo, que tuviera una imagen o tuviera un formato, un tamaño, no sé, como de alguna manera creer de que estaba medio hecho y entonces le imponía una idea, la que sea, pero para hacer esa idea tenía que tomar en cuenta tantas cosas que estaban ahí, que al final más o menos como que seguía lo que estaba ahí, después se me olvidaba y ahí de repente se solucionaba. Entonces trato de esquivar lo más que puedo esta sensación de que estoy inventando algo, y más bien como que junto una idea con algo que está previamente hecho. 

G.: En el taller hay muchas cosas a medio hacer, entonces nunca tengo la impresión de partir algo nuevo si no que tengo la impresión de tener una deuda eterna. Es como que tuviera pedidos desde hace veinticinco mil millones de años, entonces esa cuestión a mí me aliviana mucho. La contrapartida mala de esto es que nunca tengo la impresión de estar haciendo algo nuevo, porque no sé, pasan los años y estoy con cosas que debo de hace veinte años, entonces no hay mucha posibilidad de cambio, esa es la lata del asunto. Te encuentras también con lo poco interesante que uno es, o sea, yo como idea me encuentro muy poco interesante, pero como solucionador del problema me parece que estoy muy bien. 

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El filósofo francés Gilles Deleuze, en su libro “Pintura. El concepto de Diagrama”, detalla con una precisión magistral todos los pormenores y dramas que aquejan a los artistas al momento de pintar. También describe los tres tiempos que él identifica en el proceso de creación de una obra: la lucha contra el cliché (al empezar, la tela nunca está en blanco ni vacía, sino que está “atestada” de información, “llena de lo peor”), la instauración del diagrama o del caos que limpia el cliché y, posteriormente, el hecho pictórico. En Gumucio hay algo similar, él identifica tiempos de maduración del vínculo con la obra. 

M.: En el taller, tú hablabas de dos momentos en el acto de pintar. Un primer momento, que es del envión, de la intuición, y luego, el momento en que se corta el cordón umbilical con la obra y ella te empieza a decir qué necesita, es decir, se puede establecer un diálogo. Quisiera que me contaras un poco más de eso

G.: Lo que yo creo que pasa en el taller de pintura, o por lo menos yo deseo que pase, es que muy luego tiene que romperse la diferencia entre lo que le pasa al pintor haciendo su cuadro y lo que le pasa al espectador viendo el cuadro. Tiene que haber una solidaridad entre esos dos modos de ver, pensando que lo central de la actividad del pintor es ver y del espectador es ver también. Hay un paso antes de ver, que es hacer, que es pintar, ese yo creo que tiene que ser muy mínimo en el tiempo y muy mínimo en la importancia, no tiene que verse. Y el momento que yo considero que es importante es el momento de la visión del pintor que equivale a la visión del espectador, y donde puede ocurrir este asunto de la sorpresa, del conocimiento, de la lectura. La pintura es un modo de conocer, entonces lo importante es lo que enseña la pintura y no la expresión, pero es la expresión también. Pero ese momento de expresión yo lo tengo escondido y lo tengo minimizado en el tiempo. Después hay un minuto en el cual tú entras en una relación con el cuadro y el cuadro ya es otro. Tiene que haber una separación entre el pintor y el cuadro, y ese momento tiene que ocurrir, para mi gusto lo más pronto posible. En mi sistema de pintura, ocurre casi desde el comienzo y por eso yo finjo sorpresa, entonces, hago que el formato es otro, yo no lo elegí, la pintura es otra, yo no la elegí, el dibujo es otro. Siempre ando jugando a esta idea de que a lo que yo me estoy enfrentando es una cosa que estoy viendo, no algo que yo estoy creando. 

M.: Hace un tiempo también, dijiste que el arte era una descripción detallada de todo lo que no somos

G.: Sí, el arte es también una renuncia a la identidad, finalmente uno llega a la identidad, porque es como un cuarto donde todo termina, pero el arte es el camino indirecto para llegar. O sea, tú llegas a la identidad justamente por conocimiento de lo que tú no eres. En versión pintura, para mí es lo que hizo Morandi cuando pintaba esas cosas, que no es que él pintara ese vaso diciendo “Morandi es un vaso”, sino que lo que él estaba diciendo es “eso no soy yo, entonces lo puedo pintar”. Como que hizo la lista de todo lo que él no era y los quiso como cosas, y querer a las cosas es muy difícil. Lo que quiero decir es que la gente dice que quiere a las cosas, pero quiere las cosas personificándolas. 

G.: Lo mismo Durero, pinta esa liebre, y ¿qué es lo que está explicando? Está explicando exactamente que él no es una liebre, y la lectura que tenemos nosotros contemporánea es: el tipo se vio en la liebre, la hizo tan bien porque él se metió en la liebre. ¡Mentira! Cada vez que pintó la oreja dijo, ‘esa oreja no soy yo’. Entonces yo lo puedo ver, porque no soy yo. Además, la ilusión de que uno se pueda ver es muy estúpida, o sea, lo que uno puede ver es justamente lo que uno no es, y por eso el mundo de la visualidad es un mundo de lo otro.

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Durante el año 2018, Gumucio realizó una serie audiovisual de ficción adaptada al formato de Instagram, llamada “Las aulas”. Por medio de capítulos de 1 minuto de duración, esta producción retrata las andanzas de un profesor de arte universitario y las incoherencias de un sistema educativo en decadencia. También en los últimos años ha desarrollado proyectos musicales, lanzando discos en solitario y en colaboración con otros músicos. No tengo claro si le sucederá lo mismo con la música, pero en el momento que tuvimos esta conversación, me reveló que el nerviosismo y temor que experimentaba cada vez que inauguraba una exposición, no los sentía de igual manera con la producción audiovisual. Más aún, agregó medio en broma, medio en serio, que, “cuando la vergüenza desaparece, el arte desaparece”. 

G.: Esa situación como ancestral de “quiero hacer arte y no sé cómo” y “quiero hacer arte y no tengo nada qué decir, pero quiero decir algo”, todo eso que me pasó hace mil años cuando tenía quince años; todas las veces en la pintura lo vuelvo a vivir. Y en cambio, en esas películas tengo la edad que tengo, entonces sé que más abajo de cuarenta y cinco no voy a bajar. Puedo ser un idiota de cuarenta y cinco, pero no voy a ser un cabro de quince. Y esa cosa de no estar en contacto con eso, me aliviana muchísimo, pero me parece que eso no es arte. Para mí el arte siempre se tiene que comunicar con cómo era uno antes que pudiera decir algo. O sea, qué es lo que le pasaba, no sé, a John Lennon antes que él fuera John Lennon, cuando era alguien que quería cantar, pero no podía cantar. Inventó un lenguaje sólo para poder explicar cómo era antes de que él pudiera decirlo. Porque, además, el arte necesita una cierta iniciación, una edad, una práctica, un rodaje, y cuando tú te inicias, sabes qué quieres, pero no puedes. Y después cuando ya puedes, ya no te puedes relacionar con el punto de partida. O sea, es un leseo eterno. Esa es la razón por la que los artistas viejos empiezan a cagar porque ya no se pueden relacionar con lo que eran cuando no sabían cantar. 

Por Andrea Murden