Nunca sabes lo que estás filmando.
Chris Marker
Digamos que Chris Marker era muy austero.
Andaba siempre de overol. Era muy delgado, muy gótico,
con las orejas pegadas hacia atrás. Era diabólico, en cierto modo.
Un personaje muy raro.
Patricio Guzmán
Sepan que no miento. No voy a hacerlo después de haber jurado. Esto que les digo es tal y como fueron las cosas. Y quiero que sepan que aquí hubo un malentendido. Varios malentendidos, la verdad.
Lo primero es que el documental al cual se refieren nunca tuvo lugar, es una confusión de historias. Si han dicho que hubo registro, no es cierto. Lo doy firmado. No existió. Nunca llegamos a filmar nada. Las cámaras se pudrieron con la lluvia porque un compañero las olvidó a la intemperie. Los rollos estaban trancados cuando traté de desmontarlas para secado. Tampoco teníamos las herramientas necesarias para el arreglo, ni cintas de repuesto. Aquí ustedes se confunden, lo que vieron es un video apócrifo. Y esa grabación apenas alcanza para acusarme.
Segundo, el día al que remiten yo no me encontraba en el sitio de los hechos. Sí, había salido de Santiago, pero para entonces ya andaba más al norte de la tragedia, en La Calera, donde mi tío Antonio que trabaja vendiendo frambuesas. Lo ayudé un par de días a cosechar y me traje unas cajitas de regalo. De eso hay fotos fechadas. Revisen en mis redes sociales. Los que estaban allí eran otros. No voy a dar nombres. He jurado no mentir y los nombres se confunden. A veces cambian de portador como varias sombras juntas en movimiento.
En algo sí tienen razón. La historia de Chris Marker es real. Él vino a Chile y estuvo acá para esa fecha. Fue invitado de honor en el marco del Sanfic, venía a estrenar una película sobre las protestas griegas en Atenas y Salónica y dar una charla sobre fotografía en la USACH. Todo eso ocurrió. El film y el registro de la ponencia pueden verse en páginas especializadas. Tengo un link en mi computador. Pero sobre esta historia hay varios detalles que en mi defensa ahora quiero precisar.
Chris Marker nunca salió de Santiago, apenas si se movió de su hotel. Yo estaba encargado de entrevistarlo para un medio independiente, pero la reunión a último momento no se pudo llevar a cabo. Me la canceló su agente con un correo electrónico enviado dos horas antes. Me devolví al estudio a guardar los equipos muy desilusionado. Almorcé cualquier cosa y fui a ver una película de la competencia nacional del festival. Después volví a la facultad.
Por otra parte, cuando pedimos permiso para realizar la entrevista, la idea de que él venía para grabar en secreto una película sobre el conflicto en la Araucanía ya era un cahuín difundido entre la gente del medio. Se ensayaban títulos. Memorial del Lof era el más confiable, pero había más: Cuánto pesa un cuerpo roto, Balada pehuenche, Arte trawün, Sitiaban el canelo. Creo que ninguno de estos fue el que finalmente se escogió. La verdad es que no recuerdo el nombre de la película.
Si digo que el documental no se llevó a cabo es porque cuando tuve que entrevistarlo, su agente me dijo que no iba a ser posible cumplir con el plan. Él estaba enfermo. Le costaba moverse. No obstante se había preparado. Conocía nuestra historia. Incluso sabía un poco de mapuzungun. En general, el caballero se daba a entender bastante bien en español, aunque la gente del sur se riera de su acento y no dejara de decirle gringo, gringo poeta, por más que nosotros apuntáramos las banderitas francesas pegadas en los estuches de los equipos de grabación. Oiga gringo lonko, le llamaban. Usted que es tan famoso, ¿en qué canal podemos ver sus películas?
El día en que llegamos a Vilcún caía una lluvia insoportable y tuvimos que dar vueltas en la van hasta que amainara. El camino de tierra estaba imposible. Barro hasta en los calcetines. Pasamos a almorzar a un boliche del centro. Chris quiso ordenar pescado frito, pero le explicaron que ese plato no era de la zona. Pedimos entonces un asado de cordero para compartir y varias botellas de vino. Tengo una foto muy linda de nosotros haciendo un brindis después de que él leyera un poema de Huenún. Ese libro yo se lo había regalado con una dedicatoria del autor. De eso no hay foto, pero ustedes créanme.
La verdad es que los de SANFIC nos hicieron la vida un infierno desde que intentamos acercarnos a Chris Marker, el hombre que para la Revue Française firmaba como Palotin Giron, para el Esprit como Chris Mayor, para Film + Flickr, como Sandor Krasna, como Sergei Murasaki en Second Life y simplemente bajo la firma de Kosinski en algunas entrevistas en YouTube. Nos dijeron que, uno, nuestra productora no estaba inscrita dentro de los medios oficiales del festival; dos, la relación con Marker debía hacerse siempre vía su agente, Florentin Pallois, y ser coordinada con un mínimo de tres meses de anticipación; tres, que nuestra línea editorial no les parecía de confianza y, cuatro, que el autor tenía copada su agenda hace tiempo. Que por favor dejásemos de insistir.
Señora jueza, aquí me gustaría pedir su autorización para presentar una cápsula audiovisual:
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Como los asistentes y usted misma podrán reconocer, en esta cápsula no se logra apreciar nada. Ese es mi punto. Por algo así me acusan. Yo no estaba, ni nunca estuve con cámara en mano junto a él. Siquiera pudimos hablar un poco durante el viaje. Cuando conseguí por fin hacerle la entrevista, mi ilusión de estudiante y cineasta joven se quebró: el tipo era un insoportable. Fanfarrón, hablaba todo el tiempo de sí mismo y le parecía poética cada cosa que veía, las plantas, las gentes, y hasta los letreros, refiriéndose a los mapuche como aborígenes, como «ce petit peuple d’indiens guerriers que j’adore depuis m’enfance», que él admiraba por su inexorable valentía y por quienes quería, después del documental, hacer una versión de la historia de Lautaro. Incluso había traído un grupo de actores franceses contratados para eso: un montón de negros, rubios y árabes palidecidos por el smog que no hablaban ni jota de español, se bañaban poco y pedían una dieta libre de proteínas animales.
Desde entonces, lo odié y me odié a mí mismo por amarlo y gastar una fortuna que no tenía en comprar sus películas y libros y seguir su estilo en mis pequeños y desconocidos proyectos personales. Desprecié su gusto. Su obsesión por el archivo. Me asqueó su forma de montar. La narración soberbia imbricada en el gutural franco, en esa mística de las imágenes veloces y precisas, los pringosos giros poéticos, la música minimal o espectacular, el ojo en blanco y negro fascinado por el hambre, el dolor y la miseria siempre del otro, ajena, la voz en off hipnótica con ese dejo posmoderno que cautiva a cualquier estudiante de cine aunque lo que se esté contando sea una receta de cocina.
Salí de la sala de reuniones dando un portazo. Una encargada de seguridad, toda de negro, como de luto, con la insignia del festival sobre un jockey y la pechuga izquierda, dijo algo por su auricular cuando me vio pasar. Pensé que me seguirían, pero nada. Tomé micro y volví a casa.
Es cierto. Lo primero que nos dijo Pallois cuando vio el documental fue que lo escondiéramos. De eso se encargó un amigo, que le pasó la cinta a un profesor. Pueden ir a buscarla a su oficina si les parece; el hombre vive y trabaja en Francia.
Lo cierto es que a ninguno de nosotros se le cruzó por la cabeza que algo así pudiera llegar a ocurrir. Habíamos conversado bien el tema con la comunidad, revisado otras experiencias similares y reescrito al menos cuatro veces el guion. Asumíamos que la tragedia está siempre al alcance de la mano, pero nunca pensamos que fuéramos a filmarla en acto. Ahora lamento haber perdido esa certeza.
En un principio, la idea era llevar a Chris como infiltrado a una acción territorial, una recuperación de tierras y vehículos robados. Sonaba peligroso, pero no debía serlo. Ya habíamos estado antes allí. Al menos Antonio. Yo no. Yo nunca estuve en ninguna parte.
Fuimos a hablar con Juan Collio, weichafe de años en Vilcún, que yo conocía por el primer cortometraje que hicimos con Purrún, mi productora audiovisual. Él nos dijo que se podía, que estaba interesado, que lleváramos al francés.
Cuando Marker escribió el texto de A Valparaíso de Joris Ivens, todo lo que hizo fue ver las imágenes montadas del registro e inspirarse. Cuando se coló en el equipo de Costa-Gavras que vino a Chile durante el tercer año de la UP, no lo hizo para ayudar en el rodaje de Estado de sitio, sino para conseguir los derechos de una película, la primera de Patricio Guzmán. Tampoco viajó a África cuando ensayó Las estatuas también lloran, ni se manchó los dedos al rodar Carta desde Siberia, recorriendo a destajo miles de kilómetros cerrados desde fuera por el régimen. A pesar de todo, Marker no es más que un montajista. Un escritor de fotonovelas. Si Henri Michaux ha dicho que habría que derrumbar La Sorbona y colocar en su lugar a Chris Marker, tiene razón. Pero luego habría que derrumbarlo todo de nuevo.
Cuando salimos esa madrugada del 9 de noviembre, lo hicimos por la puerta frontal del hotel Magnolia, sin que nadie en calle Huérfanos, barrenderos y borrachos, notara a esa hora que toda una comitiva de invitados de honor al festival de cine más importante de Santiago partía secuestrada con nosotros, tres jóvenes estudiantes de la Católica, a un lugar incierto en La Frontera.
La tarde en que le hicimos la entrevista, mi amigo Pablo me preguntó en el lobby del hotel si acaso ése era Chris Marker, señalando con el índice a un caballero flaco, de pantalón de casimir, camisa de terno, sin chaqueta y sin corbata, que miraba con poco interés los libros de la biblioteca. Fue una extraña mezcla de nostalgia por mí mismo verlo entonces, con un chaleco rojo, durmiendo apoyado contra la ventana de la van, apenas iluminado por los breves flashes de autos y postes de luz de la carretera.
Recordé cuando vi por primera vez La jeteé y terminé llorando ante mi polola, que no se dio cuenta porque dormía al lado mío. O la lectura benjaminiana del Dialector Program que presenté en un congreso de filosofía en Concepción. Me vi a mí mismo de cinco años matando hormigas con una lupa en el jardín. De ocho en el funeral de mi abuela. Recordé cuando a los doce mi primo me enseñó a matar tórtolas con honda y cómo pronunciar correctamente nuestro apellido. Cuando a los trece, fuerzas especiales allanó mi casa. Vi a mi vieja gritando con los brazos en la espalda. A mi hermana chica quebrando su voz. A mi hermano mayor en huelga de hambre en la cárcel de Temuco. Vi el cráneo doblado de Marker y pensé que esto era, que por fin el mundo me tocaba, me ponía un dedo encima y decía mi nombre.
Pero no es cierto que llegamos a ningún lado. Chris Marker nunca ha trabajado con agentes, si apenas se ve con gente del rubro. Es muy solitario. Nunca va a ningún festival. No se lo ve en los estrenos. No aparece en ninguna parte. Si esta vez vino a Chile, fue porque el 72’ había dejado un proyecto sin cumplir. A continuación, su señoría, me gustaría leer una carta:
«Querido Chris,
Nuestra situación política es confusa y el país completo está viviendo una situación de preguerra civil, lo que provoca en todos nosotros mucha tensión. Todo esto desembocará en las elecciones parlamentarias de marzo, pero aquí no terminarán los problemas de ningún modo. Si no se divide antes el ejército en dos mitades, las elecciones marcarán una etapa en esta situación de pre-enfrentamiento. Estamos esperándolas. Todo el país las está esperando. Por eso hemos pensado en conseguir ese material de otra manera. Y hemos pensado en ti, fundamentalmente. Lo que habría que hacer es un film de largometraje en el campo, las ciudades, las minas, las fábricas, los hogares, los puertos, donde apareciera la clase trabajadora, la oligarquía, la famosa clase media, la tensión interna de la Democracia Cristiana, las tendencias dentro de la Unidad Popular, en una especie de mural, de totalidad, de gran fresco dinámico frente a las elecciones de marzo. Mostrar las campañas, los argumentos, la propaganda, las posiciones que diseñan esta situación final, definitiva. En que aparezca en su totalidad la situación chilena. Pues bien, para efectuar este proyecto, te solicito ayuda. Respóndeme a la brevedad.
Patricio.»
Lo que Guzmán recibió de vuelta esa vez fue un «Haré lo que pueda, Chris.» en un telegrama de respuesta enviado 15 días después y 44.000 pies de cinta magnética, en latas Kodak nuevas y selladas para el rodaje de La batalla de Chile. Pero la otra película quedó pendiente. Marker vino a eso esta vez. Estaba obsesionado. Sentí que aún soñaba con aquella urgencia por cumplir. Tenía un lápiz grafito con el que iba anotando todo lo que veía, cualquier cosa de alguna importancia que sucediera o se detuviese a su alrededor. Su croquera diminuta, que guardaba en un bolsillo trasero del pantalón, estaba llena de dibujos, apuntes y fragmentos de poemas. La noche antes del día en que cruzamos, ese lápiz se había vuelto un pequeño resto, un concho de pluma que el autor aún usaba para hablar consigo mismo. Ese objeto me lo guardé como recuerdo. Está en mi casa. Fue un regalo suyo.
La verdad es que los de SANFIC no tienen idea. Nunca se percataron de que su invitado estrella no apareció al festival, ni de que el coloquio se llevó a cabo con un actor contratado y entrenado todo un semestre por el propio Marker para que se hiciera pasar por él. Nadie del público notó nada tampoco: un francés más que hablaba con metáforas. El doble era bueno y cumplió. De esto hay registro, googleen: «conferencia chris marker sanfic». Notarán a alguien idéntico, oirán la misma voz de siempre, no serán capaces de distinguirlos, no verán que Chris estaba con nosotros en una ruca de Vilcún aplaudiendo chistes, anotando y compartiendo historias, borracho de muday y yiwiñ kofke.
Tampoco se enteraron que la película presentada no era suya. Semillas de diciembre en realidad fue hecha por el director griego Panayotis Karagiorgas. La subieron a YouTube con el alias de Marker para que obtuviera notoriedad y al parecer lo consiguieron: la película llegó a nuestro país a disputar el premio de la competencia internacional. No ganó. No importa. La película ni siquiera fue hecha en el extranjero. Me bastó la sala de montaje y el archivo de imágenes de la universidad. En un semestre la tuve lista. Todavía pueden verla. El link sigue funcionando.
Un amigo director me contó que la última vez que vio a Chris Marker fue en San Francisco, California. El francés estaba dando un pequeño coloquio delante de unos veinte alumnos y él se puso entre ellos. Marker lo vio, se sonrió, interrumpió el coloquio y se acercó a saludarlo. No se veían hace más de veinte años entonces y veinte años han pasado ahora desde eso. Chris Marker vive, me dijo, estoy seguro. Sé que está lúcido, que aún grababa películas experimentales en su casa, con cámara digital y CD-ROM.
La madrugada en que cruzamos el cerco de alambre de la forestal, Marker venía detrás del grupo. Él llevaba la cámara. Siempre. La llamaba su «lapicera». Delante nuestro iban dos amigos y, a la cabecera, junto a otros tres comuneros, iba Juan. Los camiones estaban estacionados juntos, detrás de una especie de establo abandonado. No había nadie cuidando. Ni un rastro de vida humana en esa hectárea. Por eso el primer tiro fue tan extraño. Sentí el estruendo como la música con que abren esas letras amarillas al principio de Star Wars, como un piquero en un río a medianoche, como una descarga de fusil de asalto entre los pinos. Así pensé cuando pude ver la película. Como dije, yo no estaba ahí en ese momento. Figuraba en Ovalle donde mi tía Herminia, ayudándola a trabajar en los panales. Tengo fotos que lo prueban. Todavía tengo los kilos de miel que mandó de regalo para mi madre.
Su señoría, en este punto me gustaría pedir la exhibición de otro archivo de video. Este fue recuperado hace unas pocas horas y he logrado traerlo en calidad suficiente para exhibirse en pantalla grande. Como verán, el clip exhibe el momento justo en que efectivos de carabineros disparan a Marker por la espalda. La secuencia es decidora. Aunque no verán a los pacos quitarnos el cuerpo y ponerle una capucha en la cabeza, mientras Antonio permanece de boca al suelo, escupiendo tierra, meado entero, con el cañón de un rifle puesto a la nuca, se aprecia cómo la cámara gira en círculos y cae al suelo.
Dicho esto, aquí termina mi testimonio. Doy gracias a los presentes por su escucha y confío en la prudencia de su señoría. Las palabras nunca saben sobre qué han sido grabadas. Todo está en lugar de otro. Las imágenes mienten, no saben hablar. Son burdas. Nunca sabes lo que estás filmando. En el 52’, en Helsinki, Leni Riefenstahl pensó que registraba al jinete campeón del equipo chileno, de apellido Mendoza, cuando en realidad estaba filmando a un futuro golpista. Un 29 de junio, en plena Alameda, a Leonardo Henrichsen le tomó cinco segundos entender que estaba filmando su propia muerte. La cámara cayó al suelo pero ese rostro, el casco, el brazo extendido perdura disparando. Yo quise grabar a mis hermanos recuperando el camión de mi padre y terminé con un ídolo perdido, un compañero preso y mi propio nombre entregado a la justicia. Sepan que no miento. Los culpables están libres. Véanlo por ustedes mismos.
Por Mateo Millacura