Un no sé qué que se queda[1] quebrado en la lengua

 

Si viniese un hombre al mundo, hoy

Con la barba de claridad

De los patriarcas: Él debería,

si hablase de este tiempo

debería

Solamente balbucear, balbucear

Siem siem siempre

Balbucear

 

Paul Celan

 

Desde que la pícara pájara pica en la típica jícara la lenta letra que leía se lesionaba en la lengua y se trababa con un sinfín de baba, yo solo podía balbucear, balbuceaba. Esos renglones son siempre una maraña que araña la boca y el pensamiento; no se deja leer, mucho menos entenderlo, no es el Finnegans wake, es el trabalenguas que ni el más trabalenguado puede trabalenguar, tanto es así, que tampoco el bajalenguas puede bajalenguar una lengua trabalenguada y la cabeza se nos lengua toda de trabas, mejor dicho; las trabas nos conceden a la cabeza un habla trabalenguada, en fin.

         Cuando Pablito clavó, clavilmente, un clavito en la calva de un calvito, hizo temblar la calva del calvito, quizá también la del clavito, demostrando que le había trabado la cabeza al desdichado, por ello es posible que el trabalenguas no solo se articule en un lenguaje articulado o uno que, por lo menos, tiene toda la buena voluntad serlo — o de no serlo, pero ese es otro asunto —. El trabalenguas debería articularse también en un lenguaje desarticulado, si no, ¿dónde se quedan las trabas de la sordomudez? Imagínese la imposibilidad artística de Beethoven si, además de sordo, hubiese adquirido un raro temblor en las manos. Dante Alighieri ya habló de esto cuando en el Paraíso compara al artista que posee su arte, pero le tiembla la mano[2] con la imperfección de la naturaleza; ¿acaso la lengua de esta también se tropieza constantemente? y de pronto las placas tectónicas son trabalenguas de medio tiempo.

       Si uno tararea no solo se refiere al tararear que sale de la lengua babélica, esa que hay dentro de la boca, también uno tararea cuando al tararear es la lengua somática la que se enreda; siendo el trabalenguas parte de la lengua, la lengua, parte del lenguaje y lenguaje el mismísimo pensamiento encarnado en señas, señales, señuelos, señores ceñudos señalando señuelos y así.

          Desde luego, uno no entiende los trabalenguas como el Parkinson, mucho menos el saxofón de Charlie Parker haciendo be-bata-bop bata-bop chrrrr chrr, tampoco el corazón tartajeante cuando la cita con María Fulana de Tal o con el señor Fulgencio; porque, ¿quién sabe qué lo puede poner a uno a titiritar — prácticamente —, a balbucear?

         Se podría pensar entonces en los trabalenguas más crueles. En el frío, por ejemplo, que hacía temblar el cuerpo; o sea lengua, de los judíos en los campos de concentración, quizá por eso mismo se le encomienda solamente balbucear a los hombres que hablen de esos tiempos. Contar las trabas que deja una historia es quedarse tartamudeando siem siem siempre.

[1]  “Un no sé qué que queda balbuciendo” San Juan de la Cruz en el Cántico espiritual.

[2]  Paraíso. XII, 77-78.

Por Laura Vela