Estoy al fondo de mi actual patio, dentro de esta caseta atestada de herramientas y cachivaches cuya utilidad, por ahora, desconozco. Me encargaron vaciarla para dejarle espacio a otras cosas. Es verano y afuera hay mucho sol, cuyos rayos se cuelan a través de las tablas. Respiro hondo. En el aire hay puro polvo encerrado durante décadas. Me provoca tos y se me impregna en la piel; pica, mucho. Tengo puesta una mascarilla, pero el polvo es tan fino que igual llega hasta mi garganta.
Esta caseta, como la casa grande que la contiene, perteneció a Guillermo, el abuelo de Karina, mi pareja. Él falleció hace dos meses. Su muerte no fue terrible pero sí triste. Pudimos preverla, pero algo nos lo impidió. Sus hijos y sus nietos se quedaron bloqueados tras la también reciente larga agonía y muerte de su esposa Rosario y, en medio de sus ceremonias fúnebres, un Guillermo ya convertido en un viudo de ochenta y ocho años e incapacitado de moverse, quedó rezagado. Más que triste parecía perdido.
Todavía en los muros del comedor hay fotos suyas. Nadie se anima a sacarlas. Su apariencia era una cruza entre V.S. Naipaul y Johnny Cash. Cuando lo conocí me pareció lúcido. Me preguntó si era chileno: mi forma de hablar le habrá extrañado. Asentí y no me creyó.
Cuesta desplazarse en este lugar porque cada vez que muevo alguna cosa levanto más polvo. Todo lo aquí almacenado lleva intacto por lo menos diez años, desde que Guillermo quedó postrado en su silla de ruedas. Él no llegó al límite de los afectados por el síndrome de Diógenes, pero se acercó un poco, digamos. Aparte de herramientas, acumuló objetos que muchos considerarían basura: alambres, piezas de picaportes, sierras gastadas, calendarios, elásticos, tornillos, láminas de álbumes de fútbol, clavos de todas las medidas y un interminable etcétera. Me rodea un montón de etcéteras, en resumen. Con guantes en las manos encuentro, entre otras cosas, una lupa con un aumento de 20x. Y una colección de gubias y formones. Y un cuchillo dentado para cortar zapallos. Y bolsas llenas de pitillas. Y algo sin forma clara que, llevado a la luz, resulta ser el cadáver reseco de un ratón.
Apenas estoy empezando. Si algo me parece inútil, se va a las bolsas de basura. Si me parece útil, lo guardo. Si no sé qué es, lo dejo en el suelo del patio junto a las otras incógnitas, desplegadas igual que evidencias de un crimen.
Nos visita César, el padrino de Karina. Ahora es vecino nuestro. Trabaja de soldador y de tornero y le dan curiosidad las herramientas que voy encontrando.
“No cualquiera tiene una de estas”, me dice refiriéndose a una lijadora, y añade que en su taller tiene tres.
Me cuenta que en un comienzo esta caseta funcionó como gallinero, y después Guillermo la usó para criar conejos, sin poder controlar la sobrepoblación de esos animales. Ahí fue que se convirtió en el lugar de almacenaje que es hoy. Aquí dejaba las bicicletas y las herramientas para su trabajo de suplementero.
Le digo que, por lo visto, este espacio se convirtió en algo más íntimo para Guillermo. Porque dentro de la casa nadie tenía mucha privacidad: convivían seis personas en tres piezas.
César opina que es probable. Añade que Guillermo era muy metódico, y esa voluntad de orden se explicaba, según sus hijos y él, en su origen pobre. Huérfano, aguantó parte de su infancia en las calles, pasó hambre. Valoraba mucho su casa y sus posesiones.
Me ayuda a clasificar algunas cosas que no sé qué son. Se lleva muchas de las cosas descartadas porque él, recién lo voy descubriendo, también tiene rasgos de acumulador compulsivo.
Debo reconocer algo: nadie me pidió vaciar este cuarto de herramientas. Es la parte del trabajo que preferí, porque toda nuestra mudanza se ha dado en circunstancias particulares: Karina y yo vamos a comprar esta casa e incluso ya pactamos el precio, pero para poder pagarlo necesitamos vender nuestra casa anterior, que aún no terminamos de pagar. Esto implica que durante todos estos días vamos a tener alrededor a los padres y los tíos de Karina, o sea, los hijos de Guillermo. El ambiente aún es de un duelo espeso y debemos conducirnos con sigilo para cada cambio que introduzcamos en la casa. No puedo agarrar una silla y pedir: “que alguien se lleve esto, no lo necesitamos”. Se requiere un tacto del que carezco, y por eso prefiero, cuando no estoy en mi trabajo, venir al fondo del patio y gastar mi tiempo en el cuarto de las herramientas, mientras los hijos de Guillermo deambulan como fantasmas amorosos por el interior de la casa y van poco a poco redescubriendo las pertenencias de sus padres, repartiéndose algunas y quedándose confundidos con otras. Para ellos, darse un tiempo de compartir con los lugares cotidianos de sus padres es su manera de aún conversarles.
Aún al recorrer el resto de la casa me acomete la sensación de ser un intruso, incluso en situaciones en que no corresponde. Es normal. Me refugio como quizá el mismo Guillermo lo hizo alguna vez. Espero que no se demore el momento en que me diga, asumiéndolo, por fin he llegado a mi casa.
Estas semanas he visto películas de Hong Sang-soo. Son casi todas estilísticamente similares, reconocibles. Tienen algunos argumentos y escenas modulares, repetidos en varios títulos. Y cuando ya transcurre cierto tiempo, sus películas acaban mezclándose en tu cabeza y el recuerdo que dejan se asimila a una pasta, algo que se fundió. Lo mismo me pasa con las de Ozu o las de Rohmer. Disfruto de ese efecto-pasta. Y por algún motivo, esa mezcolanza se da también durante los duelos, ya que el pesar a veces se siente como algo discontinuo, un remedo del duelo original. Pude comprobarlo ayer, cuando Rosario, la hija mayor de Guillermo, dejó la casa para irse unos días a la playa de Quilimarí y, cuando sacó la flor seca puesta en el velador junto a la cama donde Guillermo estuvo enfermo, se quedó pensativa y me dijo: “oh, me siento igual a cuando pensaba que se iba a morir”. En sus facciones se notó cómo el mismo miedo la atacó de nuevo, por una muerte ya consumada.
Los seres queridos no se pierden una sola vez. Por lo tanto un duelo ya no es un acontecimiento sino varios, con diferentes duraciones, amontonadas pero llenas de significados a veces vagos y a veces punzantes. Visto desde afuera, ese padecimiento puede parecer un vicio.
Por otra parte, se me hace difícil ocultar mi entusiasmo por la casa. Tras muchos años en lugares transitorios y otros en una casa diminuta, por fin voy a disponer de espacio para acumular cosas. Un lujo, considerando que a mi edad, en mi generación y en la siguiente, muy pocos tienen casa propia. Ojalá, pienso, pudiera recuperar algunos de los muchos libros que tuve que vender en una época de vacas flacas.
Al otro día vuelvo al cuarto de las herramientas. ¿Habrá estado ordenado alguna vez? Imaginármelo así me lleva a acordarme de la definición de kippel, de Philip K. Dick, término que nunca supe si lo inventó él: “Son los objetos inútiles, las cartas de propaganda, las cajas de fósforos después de que gastó el último, el envoltorio del periódico del día anterior. Cuando no hay gente, el kippel se reproduce. Por ejemplo, si va usted a la cama y deja un poco de kippel en la casa, cuando se despierta a la mañana hay dos veces más. Cada vez hay más”.
Cada vez hay más. Más de todo, de lo que sea. Más realidad, si queremos entenderlo así. La metáfora del kippel –o “basugre” como leí en una traducción– podemos ir asimilándola ya que, de alguna forma, se ha hecho común para muchos de nosotros, a quienes las cosas y los recuerdos de las cosas nos consumen, crecen dentro de las casas hasta apropiarse de ellas, hasta carcomerlas. Es lo que sucede hoy en esta casa.
Si uno se descuida surge kippel de todo tipo, tanto material como del pensamiento.
Incluso en todas partes hay cada vez más polvo. Me impactó cuando supe que gran parte del polvo que hay en la superficie de este planeta tierra proviene del espacio, correspondiente a restos de asteroides y cometas. Caen miles de toneladas cada año. Lo explica Werner Herzog en Fireball, su documental sobre caídas de meteoritos. Y nos muestra a un jazzista noruego llamado Jon Larsen que, sobre varias azoteas, se dedica en su tiempo libre a recolectar con imanes lo que llama partículas extraterrestres, y sobre la cual dice: “Es la materia más antigua, la que nos comunica con la eternidad. Nada ha viajado tanto desde tan lejos”.
Sigo sacando trastos del cuarto de herramientas, desempolvándolos, esta vez de dos tarros plásticos repletos, pesadísimos. Ya llené con basura alrededor de diez sacos.
Entretanto, nos visita César de nuevo. Me agrada él, y me alivia la presencia de otra persona que no sea miembro directo de la familia. Quiere ayudarnos. Propone que, si no las queremos, puede llevarse a su taller algunas de las herramientas y cosas y que después va a buscarles alguna utilidad. Lo consulta con los hijos de Guillermo y están de acuerdo. No entiendo para qué le pueden servir a César (en una de esas puede venderlas como chatarra, me digo), pero de todos modos le ayudo a cargarlas hasta su camioneta. Luego lo acompaño hasta su casa, a pocas cuadras, y ahí entiendo lo que se dejaba entrever: su casa es, en realidad, un taller atestado de kippel que lentamente está devorando toda la propiedad. Tiene fierros y materiales de construcción por todos los rincones. Tiene tambores metálicos, casilleros, televisores antiguos, ventanales, tornos oxidados, puertas, mesones, escritorios, lavadoras, refrigeradores, objetos todos coronados por una de esas piscinas con forma de riñón encima del techo de la casa. Y hay tres perros de distintas edades corriendo y jugueteando a través de todos esos obstáculos.
César es viudo, aunque no uno reciente. Eso quizá explique su libertad para acumular. “Si algo de acá te sirve, en una de esas, te lo puedes llevar”, me dice. Recorro su patio como si fuera un museo y le comento que me hace pensar en alguno de los programas de televisión sobre acumuladores compulsivos. Me responde que exagero. Una vez vio uno de esos programas sobre un hombre con obesidad mórbida obligado a llamar a los bomberos porque se le cayó encima un cerro de revistas y ya no podía salir de su casa, de tan sobrepoblada de kippel que la tenía.
“¿Por qué cree que algunas personas como usted o como Don Guillermo se apegan tanto a sus cosas?”, le pregunto con muy poco tino, pero puedo hacerlo porque él es bastante frontal para conversar. Vuelve a responderme algo parecido a lo dicho sobre Guillermo, que pasaron por muchas carencias. “Este barrio era casi una toma, los terrenos se los iban disputando los vecinos, metro a metro”, añade, “Lo normal eran las peleas. Acá, después te vas a ir dando cuenta, vive mucha gente hecha mierda, dañada”. Y pasa a contarme una historia sobre cómo la violencia era algo más común que hoy. “¿Ves esa casa de ladrillo de allá, la de tres pisos? Bueno, el dueño fue el primero en construir una casa así de grande acá. Decían que los materiales se los robaba. Y el tipo era tan matón con los demás, que de puro aburrido le disparaba con una escopeta a postones a los perros que andaban por la calle, incluso a veces a algunas personas”. Le pregunto cómo es que nadie se desquitaba de semejante tipo. Contesta que no lo sabe, pero era normal que las cosas terminaran así, diluyéndose, y ya no tendría sentido desquitarse porque aquel hombre ahora también está en una silla de ruedas, o tal vez esté muerto.
Al atardecer, medio distraído, termino de ordenar el cuarto de herramientas y me quedo pensando, preguntándome si acaso he llegado a un submundo de personas viudas, de inmuebles atestados de cosas, de gente que con el avance de la vejez va replegándose en su propio mundo. Algo me dice que nada de eso es incompatible conmigo, ni con Karina, mi pareja. Ella estudió diseño de vestuario y colecciona cantidades mayúsculas de ropa, que pretende revender en un futuro cercano. Por mi parte, también siempre he juntado muchos objetos, libros, revistas desfasadas, vinilos, películas, consolas y videojuegos originales y pirateados, como si alguna vez fuera a consumir todos esos productos. Acumulo discos duros portátiles llenos de información y lotes de discos comunes, en un desorden que me cuesta mucho esfuerzo controlar. Ando todo el tiempo averiguando detalles, asuntos o materiales con los que probablemente no llegue a elaborar ningún proyecto concreto.
Entro al living. “Permiso”, les digo a los hijos de Guillermo, “voy a hacer unos cambios y ustedes después me dicen si están de acuerdo”. Saco cada una de las fotografías enmarcadas que hay en el living y las dejo sobre la mesa. A continuación, elijo dos de las fotos más antiguas de Guillermo y Rosario, junto a una reciente en la que Guillermo ya aparece en silla de ruedas. “Quiero que nos quedemos con estas, y las podemos dejar en la muralla pequeña que da al pasillo de entrada”, les digo. Me parece un lugar correcto, no tan vistoso, pero tampoco escondido. Por algún motivo, me imaginé que dejarles a sus padres un lugar parecido a un altar iba a provocarles cierta emoción, pero eso no sucede.
“Es decisión de ustedes, los nuevos dueños de la casa. Pero me gusta”, me responde Rosario, la hija.
Es posible que sin quererlo los haya cohibido, me digo, mientras tomamos once y ellos se reparten las fotos restantes. Quizá ya no se sienten tan rechazados hacia el pasado. Quizá de alguna forma discreta ya comenzaron a despedirse de la casa de sus padres.
Ahora a Karina y a mí nos falta llegar a la nuestra.
Por Nicolás Campos Farfán
Fotografía de Trent Parke