“Proserpina a Plutón en el Hades” (1879) — Sarah Whitman
Pienso en ti entre estas primaverales flores,
En ti, mi emperador, mi señor soberano,
Habitando solo el Tártaro en sombrías torres
Odiado por cielo y tierra tu reino lejano,
Deambulando lejos por el río del Averno
Donde el lamento de reyes y fantasmas es eterno.
Pienso en ti en el severo palacio reinante
Donde ninguna voz de verano cautiva la brisa,
Donde la vasta soledad parece siempre gestante
Con algún sueño de desesperación imprevista.
Tu amor, recordado, eclipsa la luz del cielo;
Tus persistentes besos en mis labios anhelo.
Languidezco por las lluvias de otoño tardías,
El gélido chapoteo de la llovizna otoñal,
La escarcha brillante y las flores marchitas,
Que me devuelven tu oscuro reino una vez más:
A ti llevaré las estrellas de Sicilia en manojo
Y todo el paraíso del verano en mis ojos.
Cuando la belleza del mediodía fue llevada
Hacia las pálidas praderas de aquel inframundo,
Una flor lúgubre en tu pecho fue dejada
Hasta que en tu corazón se enroscó profundo —
Una paloma asustada, que su aleteo venció
A la querida magia del poder de tu amor.
Porque eras como la noche inmensamente hermoso,
Orco severo, en tu reino de reyes sepultados;
Y tu triste corona de ciprés a mi juicio nebuloso
Más bella que los anillos brillantes y floreados
De maíz dorado y de tejidas amapolas
Que Ceres lucía en sus sienes majestuosas.
Me senté junto a ti en el trono del Infierno,
Sin temer la horrible sombra de tu destino;
Feliz de compartir la carga de tu gobierno,
Y todos los tristes esplendores de tu dominio;
Sometiendo mi belleza floral a tu voluntad,
Buscando llenar con luz tu solitaria oscuridad.
Me pregunto cómo tu amor me ha enlazado
A una vida que la anterior me hace olvidar;
Rondo todo el día donde me hallaste en los prados,
Enterrada en narcisos de oro crepuscular,
O me siento junto a la triste fuente de Cíane, soñando
Con el lago rojo junto a tu orgulloso palacio brillando.
Cuando, en su carro llevado por criaturas aladas,
La pálida Ceres me buscó por la noche escalofriante,
Con antorchas furiosas y ojos feroces, desamparada,
Asesinando la oscuridad que me ocultaba dominante,
Como una fugaz leona que el aire despedaza
De la medianoche tras perder la esperanza,
Júpiter, compadecido de la gran pasión de su dolor,
Devolvió a tu reina esposa a la madre deshecha —
A Ceres durante el estival y dorado resplandor
Y todos los meses crecientes, de brote a cosecha:
¡Ay, con qué tristeza en los sicilianos cenadores
Paso este solitario y prolongado tiempo de flores!
En el largo silencio de las tardes indolentes,
Cuando las aves están agotadas por el calor,
Deambulo sin rumbo por las lagunas celestes
Para oír de las ondulantes olas el suave clamor
En la calma sepulcral, y cuento el tiempo que falta
Con el lento latido que su tintineo plateado esmalta.
Languidezco por las lluvias de otoño tardías,
El gélido chapoteo de la llovizna otoñal,
La escarcha brillante y las flores marchitas,
Que me devuelven tu oscuro reino una vez más:
Mi único hogar a ti inmortalizo,
En tu corazón está mi paraíso.
“Perséfone” (1904) — Florence Earle Coates
El primer canto del ave salvaje
Dice: “¡El invierno llegó a su fin, fin!”
Y la primavera retorna al paisaje,
Con aliento de lila y trébol afín.
Con cierta gracia suave y atrayente
(¡De seguro algún mal la ha besado!)
Nos muestra su rostro de niña inocente,
Y sabemos cuánto la hemos extrañado, ¡extrañado!
Porque un día lejos se marchó,
Mucho antes de que cayeran las hojas,
Y por el trino de la curruca no regresó
Ni por el triste llamado del atrapamoscas:
En tiernos tintes sobre sus zapatos bordados
Las hojas del mirto florecían,
Y los sedosos capullos de mediados de año
Envueltos en su túnica escondía;
Y en su cabellera iluminada por el sol
Hermosas violetas se entrelazaban,
Reluciendo más su frescura y su vigor
¡Que cuando con gotas de rocío brillaban!
Las ocultó donde ningún astro reluce,
Mas a los suspiros dadle paz;
Ella está aquí, incomparablemente dulce,
¡Inmutable e inmortal!
Nos regocijamos al ver su frente,
Su mejilla, pálida y sonrojada,
Oímos otra vez en su voz alucinante
De los zorzales la nota cantada;
Y a través de sus pestañas lacrimosas,
Una luz mística logra brotar,
¡Y todo el amor que del mundo rebosa
Pareciera en sus ojos despertar!
“Perséfone regresando al Hades” (1915) — Marjorie Pickthall
Anoche hice de hojas mi almohada
Dulcemente congeladas, y reposé durante horas
Cerca de las tejidas raíces de la tierra; oh tierra,
Gran madre, ¿corría el conocimiento
Por tus venas y te aquejaba en tu sueño?
Ninguno era mi sueño. Donde mis tenues manos habían caído
Abiertas sobre tu hierba, pálidas violetas, antes del día,
Crecían como la tristeza misma hecha visible,
Cada una con una lágrima en el corazón. Miré las estrellas
Rodando por los cielos, y conocí tus árboles,
Olivo y álamo, roble y sicomoro,
Y todas las pequeñeces de tus bosques
Despiertas y sufriendo conmigo. Y así permanecí
Hasta que la canción del pastor despertó al alba.
Entonces me levanté con lágrimas. Pero antes de partir
De estos oscuros campos a las puertas del infierno,
Recogí estas tristes flores inoportunas, y encontré
Hermosas bayas alargadas madurando en las espinas,
Con una gran rosa que había olvidado morir.
Las llevé con cuidado. Pero aquí dentro
De este lugar de encuentro de sombras donde espero
El lento cambio, llega un viento lúgubre
Que sopla desde los memorables campos de asfódelos
O desde el llano arroyo de Lete; y estas mis flores
Caen de mis manos y no son más que sombras también.
¿Por qué sufrir cuando el sufrimiento es pasado?
¿Por qué lamentarme cuando puedo olvidar?
Los cuernos de los pastores claman por los corrales,
El oriente es claro y amarillo como los narcisos,
Terribles narcisos – la flor más brillante de los campos.
Las reuní en Enna, mi señor.
¿Bostezan las puertas y esperan sus oscuros guardianes?
¿Cuál era este recuerdo terrenal que iba a mantener?
Casi lo he olvidado. Señor, veo
Adelante, los vastos suburbios grises de los muertos;
Atrás, la dorada soledad de los bosques,
Un revoloteo de pájaros errantes, y en el matorral
Un pequeño fauno marrón que me sigue y llora.
Traducción y selección de Fernanda Gárate