UNO. PRIMERO FUE LA MATERIA

Recuerdo lo siguiente: hace diez o quizá doce años, la no tan Ilustre Municipalidad de Talca organizó una pequeña feria en la Plaza de armas de la ciudad. El evento en cuestión, como buena actividad de todas las provincias del orbe, reunía bajo el taxón cultura cuánta cosa se les ocurra: teatro, señoras vendiendo plantas, puestos de antiguallas varias, lectura de poesía a micrófono abierto and so on. Fue allí donde conseguí, entre otros, mis primeros ejemplares Inubicalistas: tapas blancas con alguna ilustración, tamaño de fuente y disposición de cajas amable con el ojo, órgano de la lectura; curatoría editorial con lo más inubicable del panorama escritural no metropolitano, entre otras bondades que imantaban mi interés.

Apunto esto porque constato, y me parece relevante traerlo acá, que de Rodrigo Arroyo conocí primero los artefactos materiales que, junto al compañero Felipe Moncada, diseñaban y movían en esta y otras ferias similares. El trabajo editorial, cuya poiesis es tan relevante como lo que hallamos entre tapa y tapa. 

Como sea. No es ocioso recordar aquí, para quien no lo sepa, que la portada del volumen que nos reúne sea una de las tantas obras que Rodrigo ha pintado desde su tierna y clashera juventud como estudiante de artes de la UPLA. Poiesis en un amplio sentido: fabricación de imágenes poéticas, pero también de artefactos materiales que vehiculizan las palabras impresas que la permiten. Poética expandida a su manera cuyos rastros alcanzan también a la forma poema en la manera de ubicar el texto en la página: a veces bloques de prosa chispeante, otros como jirones de una tela rasgada; también el tradicional escribir para abajo al que nos han acostumbrado varias décadas de verso libre; y así.

Cabría preguntarse –o preguntarle directamente a Rodrigo— por la contaminación cruzada entre el trabajo gráfico y material y las formas de afrontar la escritura. Un cuarto término, por decir algo, para agregarle a la triada poundiana (melo, fano y logopeia).

 

DOS. LA CONVERSACIÓN INFINITA

Pensaba el otro día, a propósito de este libro: el poema es un lugar de resonancias y reverberaciones. Eco de músicas legadas, palimpsestos que un arqueólogo puede interrogar hasta dar con una imagen que nos lleva a otra y luego a otra y así. Una red lanzada al mar que nos devuelve peces, algas, moluscos y otras criaturas. En este caso, un espacio de amplias dimensiones donde Paul Celan, Ingeborg Bachmann, Ennio Moltedo o Rubén Jacob comparecen espectralmente en un diálogo que Arroyo sostiene con insistencia, como si el acto escriturario tuviera como principal objetivo –aunque sé que es extraño y medio incómodo traer acá esta palabra, que tanto suena a sentido, dirección, cuando correspondería más bien pensar en búsqueda, rodeo y extravío; como principal búsqueda, entonces, decía, sostener una conversación con la memoria del desastre y lo que nos deja. Ese desastre que fue la guerra y el campo de exterminio en el caso de Celan, o nuestra propia noche milica en Moltedo. Desastres que son el germen de una duda radical e incómoda: qué ocurre con nuestras palabras ante aquello, qué podemos decir. Balbucear, invocar al silencio, dar cuenta de la negatividad que hay en el seno del lenguaje, nos diría Rodrigo. Escribir con cenizas. Dejar huellas en la arena.

Tenemos también el diálogo paratextual. Los epígrafes de Pasolini, Mariátegui y Unamuno son señas de una especie de gramática política que reafirman una cierta política de la escritura: la inscripción histórica que ancla el diálogo que mencionaba más arriba y lo ubica entre aquellos intelectuales cuyo escepticismo (“Durante un cierto tiempo, siendo joven, he creído en la revolución como creen ahora los jóvenes. Hoy empiezo a creer un poco menos” escribe Pier Paolo) debe más a una tozuda lectura entrelíneas de su tiempo que a un nihilismo desencantado y posmo. Mucho menos la exaltación romántica de un yo que busca en su absoluta singularidad una resistencia a la uniformidad exasperante del lenguaje plano del mundo de las mercancías.

 

TRES. LA MEMORIA FAMILIAR

Hace poco le comentaba a un amigo una intuición a propósito de José Donoso y Carlos Droguett. En ambos, proustianos confesos y militantes, Combray está destruida. Los recuerdos involuntarios que los llevan, en el caso del primero, a los viejos caserones talquinos, son más bien ominosos, atravesados por la violencia. En Conjeturas sobre la memoria de mi tribu, algo así como sus memorias ficcionadas, todas las evocaciones del pasado huelen a encierro y humedad, a secretos familiares inconfesables. Droguett, por su parte, hizo de la violencia y el dolor un eje de su trabajo. La matanza del seguro obrero, dice, fue aquello que lo enfermó. Nunca pudo quitarse el olor a sangre de los ojos, para usar una imagen del pintor Francis Bacon.

Traigo esto a colación porque Arroyo abre el conjunto de poemas con una dedicatoria familiar: madre y padre, hermanos, Jerardo, el abuelo, este último motivo del texto que abre el volumen. Cito los primeros versos:

Mi abuelo murió al interior de una ciudad sin ríos
despertando sin metáforas
imágenes ausentes de la infancia,
recuerdos que no puedo recordar sin volver al círculo de piedras
donde aprendió a narrar frente a las llamas
al interior de una catástrofe perpetua cuya vida hicimos propia
en medio del horror;

Un lugar donde los muertos siguen vivos
y lo cercano es al mismo tiempo lo distante:
un mundo empobrecido compuesto por imágenes
que propagan la ceguera y la violencia del afecto
al interior de las vitrinas. 

Pienso inmediatamente en el buen Raymond Williams y su concienzudo trabajo con el modo en que la literatura inglesa, desde el surgimiento del capitalismo y su consiguiente expolio de la vida rural, lidió con aquello que históricamente se presentaba ante una sociedad completa como algo absolutamente nuevo: el surgimiento de la metrópoli moderna, la industrialización, y un largo etcétera. Tránsito histórico, guardando las distancias, del que tanto Rodrigo como otros acá presentes somos, en parte, hijos, en su versión sudaca con dictadores de poca monta, latifundio, agroindustria, jibarización del Estado y persecución de todos aquellos triunfos que la clase obrera conquistó durante el corto siglo veinte. 

El estudio de la figura del abuelo sirve acá como un portal en el tiempo, “un tiempo sin pasado”, dice, “donde nos educaron para armar una familia y convertirnos en trabajadores”. Tiempo si no mejor, al menos, puede colegirse, de cosas más o menos fijas que la voz del poema convoca como signo de lo irrecuperable. Esto último es tal vez una constante en el ánimo de los textos: dado que no podemos sino sospechar del lenguaje y su relación con el mundo, la experiencia toda –y la memoria, dicho sea de paso— parece estar condenada a estar en entredicho. Pero precisamente porque podemos reconocer esa fragilidad es que no queda otra cosa que escribir: dar rodeos en torno a un puñado de imágenes que nos salven del naufragio.

 

CUATRO. UN NIÑO QUE CAVA UN AGUJERO

¿Qué imágenes salvar? 

Vuelvo al libro a revisar mis apuntes. Las marcas de lápiz mina en el ahuesado de la hoja. En el poema “Los hundidos” subrayo estos versos: “Un niño cava un agujero / y aprende las mentiras / con que aprenderá a coser la oscuridad del dolor propio”. Más adelante, en ese mismo poema señala una “infancia que amanece / en los objetos que sobreviven a las ruinas”. Otras, de “El contorno de las nubes”: “esparcíamos la savia sobre el tronco / se nos pegaban los dedos / y veíamos las huellas de ese aromo en las paredes,/ debajo de la mesa, en las rodillas. // Veíamos el diseño de la ciudad sobre los círculos de un árbol,/ formas tan simples y rudimentarias / como las primeras letras”. 

El cuerpo en primer contacto con el mundo como la experiencia poética por excelencia. Esto me envía rápidamente al modo en que Gonzalo Millán retrata y trabaja esa etapa vital con una pericia envidiable. Me refiero a Relación personal, publicado el 68. La potencia de esas imágenes contra la impotencia del lenguaje, pienso; “tierra negra / musgo reseco / ramas rotas”, escribe Rodrigo en otro poema; “de algún modo descubrimos la enciclopedia / el sinsentido de la vida”, nos dice y remata con lo siguiente: “de qué manera / hablar menos sin hundirse”. 

Pero como ocurre en estos casos, estamos al filo de una forma de neurosis: sé que el lenguaje no me alcanza, pero debo decirlo de todos modos. Porque estar vivo y recordar es un trabajo agotador, pero alguien tiene que hacerlo. Cavar el agujero. Construir algo, lo que sea, para menguar el dolor.

 

CINCO. UN ÁLBUM DE FOTOS.

No quisiera extenderme demasiado por ahora. Esta lectura es apenas un vistazo y otros tendrán su propio diálogo con el libro, cuya construcción, apunta Rodrigo como epígrafe en las primeras páginas, “queda en manos de quien lee” porque “las palabras que le faltan permanecen más allá de él”. 

Seguro que un porteño reconocerá en los poemas un paisaje común, esa “ruina monumental”, según dijera cierto personaje con ínfulas de sabio de la tribu sobre la precariedad calculada de Valparaíso; o la experiencia de la ciudad, cuya lenta rutina queda en entredicho cuando alguien decide romper un pedazo de vereda para transformarlo en proyectil; gestos de levantamiento y sumisión; y así. La tarea está incompleta. Hay mucho por agotar acá, me digo, pero paso el relevo en esta pequeña caminata. 

Cerraré con otra anécdota, aunque algo más reciente. Los padres de Rodrigo viven en Quilpué, que el año pasado sufrió uno de los incendios más increíblemente devastadores de la última década. Quienes vimos todo esto por las noticias podíamos apenas entender la magnitud del desastre. Una de esas tardes, Rodrigo me envió una foto vía WhatsApp: era una bolsa de género con los álbumes familiares. Si el incendio crecía demasiado y alcanzaba la zona residencial donde estaban en ese momento, lo primero que rescatarían sería era ese pedazo de historia común que muchas familias guardan como un tesoro: las imágenes de su vida, fragmentos de luz y tiempo suspendidos. Rostros congelados que dicen: esto fuimos. Cuerda que alguien deja para los abismos del futuro.

 

Por Jonnathan Opazo 

Las Ánimas, agosto de 2024

 

 

Sobre:

 

La agonía de las imágenes
Rodrigo Arroyo
Komorebi
2024
140 pp.
Valdivia