Años atrás fuimos al cine con Vivi a una función de Another Earth. El argumento de la peli, si mi memoria no me traiciona, es más o menos sencillo, aunque inquietante: por efecto de una extrañísima deformidad cosmológica, apareció junto al planeta Tierra otro de similares características: otra Tierra. De allí el nombre. Todo en la cinta está filmado en un tono azul tristísimo. El planeta, que además es visible como lo es para nosotros la Luna –más de un personaje escruta el cielo con un telescopio casero–, despierta en quienes lo contemplan una esperanza no del todo vana: que allí, en esa otra Tierra, el tiempo esté levemente desfasado y todo lo que ocurrió en esa Tierra, la original, pueda ser allá una velada inscripción en el cuaderno del Destino. Esa Tierra, vamos captando a medida que avanza la historia, no sólo es una ilusión óptica sino también un planeta real: una complejísima red de vida en medio de un vasto universo donde somos, sub specie aeternitatis, una singularidad absoluta. A un físico seguro le parecería una aberración.

Recordé esto luego de leer un aforismo de El libro de los amigos de Hugo Von Hofmannsthal. Traduce Pablo Gianera: «Debe haber una estrella en la que el año pasado existe en presente, en la que el siglo pasado sea este siglo, en la que siga el tiempo de las Cruzadas e igual con lo demás, todo en una cadena incesante: así, firmemente unida, se muestra la eternidad ante nuestros ojos, como las flores de un jardín». Entre citas de Napoleón, Pascal, Goethe y apuntes varios sobre escritura, este se me apareció como una piedra preciosa y extraña. Los grandes aforistas –Kafka, Lichtenberg, Canetti, por nombrar algunos– parecen escribir novelitas encapsuladas, cosmogonías de bolsillo, sagas para la billetera. Borges, Casares y Ocampo –pienso– podrían haber incluido este en su antología de literatura fantástica, así como incluyeron esa frase de Leon Bloy que nos sugiere que los placeres de este mundo podrían ser los tormentos del infierno vistos al revés en un espejo. 

A Tamara Kamenszain le leí alguna vez que todo poema está escrito en presente. Los poemas, pienso aquí, mientras escribo, pueden ser pensados como esas estrellas conjeturales que sugiere Von Hofmannsthal. Vienen a mi memoria, para poner un ejemplo, los versos de Gonzalo Millán donde Salvador Allende y Víctor Jara vuelven a estar vivos y los obreros marchan otra vez por la Alameda. O en el Bello Barrio de Mauricio Redolés, donde nadie discrimina a los chipriotas porque todos somos chipriotas. También en las materias mistralianas, tan vivas en el poema como fuera de él; en los santos de madera podrida que aparecen en los poemas de Rosabetty Muñoz, poblados de termitas y augurios. Etcétera. Puesto que el lenguaje nunca puede llegar a decirlo todo es que son infinitas sus posibilidades, infinitos los presentes que puede multiplicar. Las escrituras, para retomar una figura que mi amigo Jorge Polanco trae a colación cada cierto tiempo, como constelaciones dispuestas para ser leídas y organizadas de acuerdo a criterios blandos, porosos, sin el peso museificador de lo canónico. 

En fin. Luego de ver esa película caminamos un rato por las calles de esa ciudad de cuyo nombre no quiero acordarme. Seguro era primavera o el otoño había comenzado hace poco. En una esquina nos encontramos a un hombre mayor instalado con un telescopio. Por unas monedas te permitía mirar la Luna, que seguro estaba llena o creciente. Fue como si la película hubiera salido con nosotros del cine. Recuerdo que pagamos y vimos, con bellísima fidelidad, los cráteres y otras figuras geológicas del satélite pálido. Allí, en los campos lunares, por supuesto, no había esperanza alguna de encontrar el presente desfasado donde, por ejemplo, mi abuela todavía tuviera, qué sé yo, cincuenta y tantos, y aunque enferma, estuviera viva aun, con sus quejumbres y malestares, con su depre y sus clonas, pero viva. No. Éramos nosotros, el hombre con el telescopio, la superficie lunar amplificada por la mecánica de espejos al interior del aparato, y la Tierra, absolutamente singular, expresión de la substancia primera con sus infinitos modos y atributos, la única y necesaria substancia, Spinoza dixit.

 

Por Jonnathan Opazo