Nadie hace nada. Nadie hace nunca nada pero todos lo comentan. Ellos se ríen a carcajadas, aplauden al que escupe más fuerte, al que tira la flema más verde, mientras el resto de los pasajeros de la micro asoman sus cabezas por el pasillo, para comprobar si lo que dicen los murmullos es realmente así. Algunos, tras esquivar las cabezas de otros pasajeros, logran posar sus ojos en la escena del crimen. Lo comprueban, se indignan y miran a su alrededor con el fin de encontrar una mirada cómplice, una mirada compañera que juzgue la crueldad del acto. Una señora mueve su cabeza de lado a lado suspirando un “Ayayay Dioh mío”. Con el cuello torcido, y sin dejar de mirar la situación que está ocurriendo casi al fondo de la micro, un caballero murmura “A todos estos delincuentes juveniles los deberían matar de un puro balazo no mah”. Sólo murmullos, lamentos y suspiros para con el acto, más ninguna acción concreta al respecto porque en estas situaciones nadie se quiere mojar el potito. ¿Es por miedo? ¿Es acaso indiferencia? ¿Es ambas y hasta quizás con una mezcla de clasismo, aporofobia y por qué no decirlo: odio?

Es la primera vez que una de nosotras paga el piso y un fuerte sentimiento de independencia y envejecimiento inundan la celebración. El primer sueldo marca un antes y un después porque las pagadas de piso son como una materialización monetaria de tu esfuerzo siendo compartido con quienes valoras. Sin embargo, tienen sus límites. Se adecuan al bolsillo de cada persona y eso define dónde nos juntaremos a experienciar este rito soft-neoliberal de entrada a lo que algunos llamarían adultez. Es lindo, al final igual se trata de una experiencia. De un compartir juntas, que seguramente va repetirse en el futuro, pero esta es la primera vez en que se dice con soltura, un poco de grandeza y simultáneamente vergüenza: YO INVITO.

Vamos a Bellavista y cada una pide un trago. Unas piden piscola, otras la novedad del momento: una botella de cerveza Corona dentro de un copón de mojito cubano. Nadie se quiere curar tanto al otro día porque, como adultas ya insertas en la vorágine laboral, al otro día se trabaja. Se produce, aunque todavía no tanto como para pagar un taxi de Bellavista a Maipú. Nos complica el tema de la vuelta. Siempre ha complicado y ese es como un sufrimiento interno que se lleva cuando se es periférica. Sin embargo dura poco y más cuando hay alcohol de por medio. Hay alcohol, hay valentía, entonces tomamos la decisión de irnos todas juntas en la 401 de vuelta para la casa. No tan tarde eso sí, máximo a la una de la mañana porque el hecho de ser mujer condiciona qué tan tarde y qué tan sola se camina por las calles de Santiago.

Los platillos y el bombo de una comparsa de Tinku se mezclan con el reggaetón que sale de algún antro de tres pisos con nombre de universidad gringa. El ruido de los platillos me retumba en los oídos y siento un cosquilleo en los tímpanos que es tan agradable como doloroso. Entre trago y trago, me pongo más y más reflexiva. Miro a un grupo de señoras cincuentonas que celebran entre ellas y siento un leve sentimiento de patetismo. Luego culpa por pensar así de ellas, hasta que finalmente entiendo que no son ellas, ni sus comentarios acerca de “esta juventúh de hoy en día”, ni la música de la Nueva Ola que una pone desde su celular, ni mucho menos sus miradas calentonas al culo del mozo venezolano. Es más bien algo personal, me doy cuenta que los veintitantos que tan bien nos acompañan, en un abrir y cerrar de ojos se desvanecerán para convertirnos en la mesa de las mujeres de al lado, aferrándose a una juventud que se va como el agua entre las manos como dijo Buddy Richard. Me paso la velada como en un trance, miro la amarilla Corona mezclarse con el verdoso mojito, escucho comentarios del trabajo, y que mi compañero de pega tal, y que las políticas de la empresa no sé qué, y que sólo tengo 15 días de vacaciones, etc. ¿Perteneceré algún día a este mundo laboral? ¿Me rendiré a la estabilidad económica y dejaré de lado mi carrera artística para convertirme en una persona “normal”, con horario y uniforme de trabajo? ¿O el sistema me aplastará, hasta convertirme en una persona en situación de calle? La idea me acecha y retumba al unísono con el bombo del Tinku.

Nos vamos. La micro va medianamente vacía y yo comparto mis pensamientos acerca de la adultez, de envejecer, y de no lograr hacer una vida porque estudié una carrera que me mantiene siempre en equilibrio precario. No soy la única, sé que hasta las más estables económicamente se preguntan en la noche ¿Y ahora qué? De pronto percibimos un cuchicheo de los pasajeros y nos damos cuenta que todos miran algo que está pasando atrás. Alrededor del asiento alto que está por donde va la rueda trasera de la micro, un grupo de cinco cabros. Delincuentes juveniles, como los llama un señor. En el asiento, un hombre que podría haber estado en situación de calle, que va claramente apagado de tele y que en su rostro abundan escupos y flemas que ellos le lanzan mientras se ríen a carcajadas. Nadie hace nada pero todos lo comentan. Ellos se ríen y se pegan codazos, aplauden al que escupe más fuerte, aplauden al que escupe más verde. Nadie es siquiera capaz de creer lo que está pasando, pero sí. En buen chileno van tirándole pollos a un hombre que ni siquiera se puede defender. Me conmueve la imagen, me sulfura la imagen y sin ningún plan por delante voy y le toco el hombro a uno de los guanacos.

  • ¿Qué estay haciendo?
  • ¿Y que tanta weá?
  • Pero es que quiero entenderte… ¿Qué estay haciendo?
  • Me da risa po ¿y qué pasa?

Mientras lo confronto, una de mis amigas saca un pañuelito desechable y cúal Santa Verónica, limpia las flemas del rostro del hombre inconsciente, que viene tan a mal traer como Jesús cargando la cruz. El grupo de cabros hacen ruidos burlescos, tiran besos y se escucha un “Uuuy, chupale el pico pa la otra.” Entonces empiezo a tocarle el hombro insistentemente mientras repito alterada

  • Pero cuéntame, cuéntame ¿Qué es lo que te da risa?
  • No me toquí.
  • ¿Pero cómo no te voy a poder tocar si tu lo estay escupiendo?
  • No me toquí flaca, tay advertía.
  • ¿Cómo podi ser así weón? No se puede ni defender. Eri una lacra de la sociedad weón, escoria culia humana.
  • ¿Ya y para que te poni tan exótica?
  • Va apagado de tele hermano, ¿cómo no podí tener un poco de empatía?
  • Bueno y que tanta wea? ¿Querí que te de manteca? – dice mientras pega su frente a mi frente
  • Ya po.
  • ¿Querí que te de manteca?
  • Dale po.
  • ¿Querí que te de manteca?
  • Deja de repetirlo y haz alguna wea po culiao.

Nos separan. Una de mis amigas llora y grita que pare, que por favor pare que estoy como una energúmena. Es como si de pronto todo se volviese en cámara lenta. Se apunan mis oídos y escucho mi respiración agitada, mi corazón latiendo a mil mientras no puedo sacar mis ojos de los ojos indolentes que recién enfrenté. Nos separan y el hombre del asiento sigue profundamente dormido mientras nosotras nos reubicamos y nos alejamos para apoyarnos en la ventana. Se bajan finalmente en Estación Central y a los pocos segundos, antes de que la micro partiera, se escucha un estruendo que retumba y produce un cosquilleo doloroso en nuestros tímpanos. Miro a mis amigas que estaban apoyadas donde antes había una ventana. Una de ellas mira a su alrededor y abre sus brazos lentamente, como tratando de entender qué está pasando mientras veo cómo las esquirlas de vidrios caen como si fueran gotas de agua entre sus manos. Nos habían lanzado una piedra y con la misma impulsividad asomé mi cuello por la ventana para gritarles: “Flaites culiaos, léanse un libro”.

Todavía pienso en eso que grité probablemente hace ocho años atrás. Ese grito sigue resonando en mí como los platillos y el bombo de la comparsa de Tinku. De la misma forma en que no puedo entender la acción de escupir a alguien en este contexto, tampoco entiendo qué quise decir con lo de léete un libro. ¿Acaso la lectura curaría la falta de oportunidades y empatía que este cabro indolente tenía? ¿Acaso la lectura erradicaría la violencia estructural de la que ese cabro seguramente es víctima? ¿Acaso la lectura lo elevaría a un estado de bondad y arrasaría con la crueldad que lo hizo victimario de un hombre que iba inconsciente?

A la que yo era antes le encantaría pensar que sí pero con el tiempo me he dado cuenta de lo superficial de ese comentario. Pensé que era un comentario que hice de pendeja pero hoy me pregunto si fue más bien un comentario de señora. ¿Es que acaso ese día, mientras tomaba el mojito con corona, me convertí en eso que tanto me atemoriza? Porque le podría haber gritado otra cosa, con más, no sé, profundidad, con más carne. “Estrecho de corazón” “Indolente de mierda” o ya por último “El karma existe”, no sé.

A la altura de Gladys Marín, ex Avenida Pajaritos, el hombre inconsistente despierta. Se restriega los ojos y percibe que en su camisa hay unas manchas de vino que luego intenta quitar inútilmente. Se para, con la cara limpia y con un poco de frío, se soba los brazos para darse calor y se da cuenta que la ventana de la micro está quebrada. Toca el timbre y mientras espera su parada, observa la ventana sin entender cuándo pasó, o si ya estaba así cuando se subió. Se baja y lo vemos alejarse sin haber tenido idea de que le escupieron la cara, de que le limpiaron la cara, de que alguien se arriesgó por él y de que alguien podría haber recibido un piedrazo o peor, terminar cortada por los vidrios de la ventana. Se aleja solitario, arrastrando los pies en medio del frío de Santiago sin saber que esa noche estuvo más acompañado que quizás nunca.

Por Verónica Díaz-Muñiz