En las dunas del desierto o en las ruinas de una construcción o en un desierto en ruinas, no sabemos muy bien dónde están, pero van a demoler el edificio. Y enojado a veces, resignado en otras, Lucas resalta el sinsentido de la espera: “¿tanto te cuesta entenderlo?”. Por su parte, y siempre más ansiosa que su hijo, a Nancy la porfía la sujeta al deseo del reencuentro, al anhelo de pillar a Jhonny en algún momento y lugar de ese paraje decadente que les es familiar: algo así como el desierto de Atacama.
Atentado, suicidio, accidente, tampoco se sabe, pero Jhonny murió al caer. Esto lo aprendemos casi apenas iniciada Como los murciélagos en el cielo, al estudiar, desde el público, los hechos en voz de Nancy, quien desesperada nos ofrece una bitácora o una crónica de qué fue lo que pasó. La vemos inquieta e insistente repasando la historia como quien ha encontrado en la repetición una maniobra contra el olvido, pero que desgraciadamente acentúa el dolor: “soñé con elegirle muchas cosas más y ahora me toca elegirle su ataúd”.
Es octubre del 2023 y en la Escuela de Teatro de la UC se celebra el Volcán, un festival de creación que reúne obras inéditas, escritas y ejecutadas por estudiantes. Voy al estreno de Como los murciélagos en el cielo y descubro cómo la dramaturgia y dirección de Elías Coroseo y el elenco compuesto por Rosario Asenjo y Antonio López son una fracción de todo el trabajo de la compañía que levanta el montaje. Iluminación, vestuario, música, escenografía, un equipo técnico apretado a un costado: todo aguantado por la pequeña sala que, como si le sobrara espacio, con la amabilidad de unas colchonetas en el piso y algunas sillas dispuestas para el público, nos recibe sosteniendo este trabajo.
Allí estoy cuando en alguna escena Nancy y Lucas miran las estrellas blancas del cielo negro. “El Jhonny cuando éramos chicos decía que parecían ojitos de murciélagos gigantes mirándonos en la noche”, le cuenta Lucas a su mamá y se aventuran luego a conversar sobre esos animales que, al decir de Nancy, son extremadamente sensibles, sensibles como tú: “¿te imaginas poder seguir la huella térmica de alguien, o, reconocerlo solo por su temperatura corporal?”. En medio de la espera es que surge el recuerdo, y Nancy le cuenta a Lucas que cazaba murciélagos con una sábana blanca amarrada a una escoba: “cuando pasan cerca hacen un zumbido como de abejorro, pero grande, entonces levantábamos la escoba y ¡zuácate! Se lanzaban derechito a lo blanco o al frío ¡Pam! Los golpeábamos contra el suelo”. No muy lejos de la vergüenza, Nancy arriesga esta historia como justificándose, como pidiéndole disculpas a la delicadeza de los murciélagos.
Madre e hijo capean la espera de la mano del recuerdo, hacen preguntas y se interpelan, cuentan algunas historias, se callan otras. Y como interviniendo en su privacidad nos enteramos, en el público, de lo que alcanzó cada uno a vivir con Jhonny, de cuánto se arrepiente Nancy cuando recuerda todo lo que no supo de su propio hijo: “pensaba que no lo iba a entender, que iba a ser demasiada información para una mamá bruta que cazaba murciélagos”. Pasa que, en la espera mediada por la conversación, responder a la pregunta sobre la causa de muerte de Jhonny importa menos que el destino del edificio, y muchísimo menos que descubrir si querría él volver a verlos, o si se va a aparecer el día de su cumpleaños.
Me pregunto si a los fantasmas no les quedará más que enfrentarse a la espera, como les ha ocurrido ya a algunos en las ficciones del teatro chileno. Pienso que, como a la fila y dispuestos a seguir esperando, los diálogos de este trío se acoplan a un coro de voces espectrales que en el pasado resistieron frustraciones: recuerdo a Julián, quien de tanto esperar alguna pista de su amigo Enrique, jugando a ser fantasma se transformó en uno (Moscas sobre el mármol, Luis Alberto Heiremans, 1958); y recuerdo también a Bertina, Luzmira, Floridema, Zelmira y Orfilia, las hermanas González que una a una esperaron hasta cumplir sus deseos antes de partir definitivamente (Ánimas de día claro, Alejandro Sieveking, 1960). Condena y posibilidad ha sido la espera para algunos fantasmas de las tablas chilenas.
Y acaso el teatro le entregue lo mismo a esta familia, cuando la sola probabilidad de que Jhonny aparezca en su cumpleaños pareciera bastar para que la espera valga la pena —o al revés: la pena, la espera—; probabilidad que, sumada al anhelo del reencuentro, envuelve al texto construido a partir de evocaciones que van perfilando a los personajes. Y a ratos, esas evocaciones parecieran susurrarnos al público, entre recuerdos y arrepentimientos, un recado muy parecido a la profecía de Bertina hacia el final de Ánimas de día claro. Es entre recuerdos y arrepentimientos que nos insinúa el montaje que puede ser, que en una de esas era verdad, que “no importa esperar cien años, cuando hay algo güeno que esperar”.
Ficha técnica:
Dramaturgia y dirección: Elías Coroseo
Asistencia de dirección y diseño sonoro: Gabriela Grandy
Elenco: Rosario Asenjo y Antonio López
Producción: Emilia Fernández
Diseño de vestuario: Thomas Mayne
Iluminación: Simón Espinoza
*Le agradezco a Sebastián Venegas por su lectura atenta y por la conversación a propósito de una versión preliminar de este texto.
Por Emilio Mocarquer Olivares