Esto podría empezar como una rutina estándar de comedia: ¿No les ha pasado? Y bueno, ya que estamos, ¿No les ha pasado que a la gente cercana, de confianza, se le puede señalar lo que ha hecho mal y no sentir, por lo menos de entrada, que se van a enojar? Al mismo tiempo ¿No es común justamente lo contrario, que no nos atrevamos a pasarle la cuenta a gente que no tenemos tan cerca? Pareciera que la cercanía permite mirar mejor qué tan limpios son los trigos y cuánto estaría midiendo el aceite.

En la crítica lo anterior es demasiado evidente. Por ejemplo, y sin ánimo alguno de defensa: todos sabemos en Chile de quién es hijo y a qué clase social pertenece y adscribe Larraín. Porque una persona que no es de Chile no tiene por qué necesariamente saber que Larraín en No realiza la mirada más aséptica posible de los últimos años de dictadura, negando, entre otras tantas cosas, el papel preponderante de la organización popular en aquellos años para traspasar toda esa carga a Gael García Bernal, que ya debe estar aburrido de hacer de mártir. Pero si tomamos distancia e intentamos levantar la cabeza para mirar otros cineastas con la misma vara, nos perdemos, y así aquella rigurosidad estética-política con la que podemos juzgar aquel bodrio llamado El conde, se desdibuja en la lejanía de otras filmografías/culturas de las que quizás no sabemos lo suficiente. 

O acaso, más allá de la idea que cada uno tenga de cualquier obra, ¿Sabemos si Michel Franco, Nicolás Pereda, Amat Escalante y Tatiana Huezo en México son fresas? ¿Cuándo vemos sus películas, pensamos en la clase? Seguramente no, así como en Chile, respecto a los/as escritores/as sabemos que Simonetti, Gumucio, Viera-Gallo y Camila Gutiérrez claramente son cuicos/as. No señalo esto por mera exposición anecdótica, estoy tratando de ver qué pierde la crítica en aquel punto parcialmente ciego, porque nada de esto determina la obra, por más que la literatura de las personas señaladas no tenga demasiado para contrarrestar lo anterior. Este otro ejemplo quizás sí: Mariano Llinás, Matías Piñeyro, Agustina Comedi, tres cineastas argentinos de evidentes raíces burguesas y/o chetas, pero cuyas películas son completamente diferentes, atractivas e incluso desafiantes, que no es poco. Así como desde esta parte del mundo se podrían decir barbaridades como que “el nuevo cine rumano es todo parecido”, homologando a Radu Jude y a Puiu, por ejemplo, quizás para la crítica rumana ambos cineastas representan maneras totalmente opuestas de hacer cine y representar/exponer la propia cultura. 

Lo que quiero decir, y para eso el rodeo, es que la distancia tiende obviamente más a la homogeneización que al rescate de singularidades. Por ejemplo, si un crítico o articulista que suele escribir sobre literatura se pone, vaya uno a saber por qué, a escribir sobre cine, hay muchísimas posibilidades que caiga en generalidades bobas como hablar “de la bella y contundente fotografía”, o “la calidad de las actuaciones” o “el fallido final de la cinta”; así como, viceversa, el crítico de cine tiende a narrativizar excesivamente lo escrito, como si toda novela pudiese leerse como una película de Hollywood. De allí se desprende, quizás, la nula afinidad de la mayoría de las personas relacionadas al cine respecto a la poesía, y también es posible pensar de la misma forma el rechazo que produce el cine experimental en las huestes literarias. ¿Podemos permitirnos, tan sueltos de cuerpo, semejante miopía? Quizás acá haya que hacer una diferencia: el artista puede permitírselo, pero el crítico y el editor no, hay que probar distintos aumentos y cristales o se está condenado a perder la vista de a poco, no se puede vivir, criticar ni editar mirando siempre las letras más grandes en la pared sin darnos cuenta todo lo que se mueven y cambian las letras chiquitas.

Decía Pizarnik en el poema 23 de Árbol de Diana:

“una mirada desde la alcantarilla

puede ser una visión del mundo

la rebelión consiste en mirar una rosa

hasta pulverizarse los ojos”

Acá hay una poética de la distancia que me parece interesante, Pizarnik señala que desde la alcantarilla puede tenerse una visión del mundo, una muy particular incluso, pero la rebelión no parece consistir en mirar desde la alcantarilla (la distancia), sino que en mirar una rosa hasta pulverizarse los ojos (la cercanía). No pretendo adscribir a una crítica de ojos pulverizados, pero sí estoy de acuerdo con que es mucho más “rebelde” salir de la alcantarilla y acercarse un poco a la rosa, porque también estar demasiado cerca es otra manera de desenfocar: si se elimina la distancia crítica necesaria (como pasa a veces con los amigos), lo que se está eliminando justamente es la capacidad de criticar, es que amigos, amores y familia nos pulverizan los ojos, es muy difícil tomar distancia y criticarlos como a cualquier persona, porque nuestra propia mirada no solo está afectuosamente cargada, sino que está demasiado cerca de lo que pretende criticar. Pero es posible hacer aún otra contorsión en base al poema, si se toma en cuenta que no basta un vistazo desde la alcantarilla para convertirse en una visión del mundo es porque la dimensión temporal: todas las horas que se puede estar mirando desde aquella alcantarilla, no bastan por sí solas, así como no basta el tiempo que le dedicamos a la rosa. Entonces, no es que a la distancia haya que oponer un acercamiento agresivo, a la distancia hay que superarla con un acercamiento paulatino; la crítica no es un subibaja, no tiene dos extremos, tiene, aunque Pizarnik probablemente no esté hablando de esto, una mirada, una visión y una rosa, y ninguna puede ser la misma. 

Por todo lo anterior se hacen extrañar los anfibios de otros tiempos y se deben valorar los/las pocos que andan dando vuelta. En un medio totalmente sobrespecializado en que la curiosidad tiende a la endogamia, es muy difícil que críticos, medios y editores dediquen tiempo a aprender, pero es crucial, incluso si el objetivo pudiese ser aparentemente utilitario, así no seguimos pagando el plato de la desidia aquellas personas que por curiosidad llegamos a sitios, revistas y libros ajenos. 

Un programa posible sería este: menos turismo, menos querer estar cerca de las cosas por su valor o aparente brillo simbólico, y un poco más de saber perderse, bien y mal, en la antojadiza curiosidad de cada uno, siempre teniendo en cuenta, por supuesto, que no hay acercamientos perfectos o ideales, pero sí los hay más sinceros que mentirosos, hay que aprender a decir “quizás no sé de esto” y mandarse a uno mismo a leer, o preguntar, o escribir y editar desde la duda en vez de la falsa certeza, que “quien tiene boca se equivoca” como reza la máxima de Constantino Bértolo. Es obvio que no todo puede ser ni es así, es nada más un pequeño sendero que he estado pispeando, un manotazo de ahogado en ese mar cada vez más grande y menos profundo que es la crítica.

 

Por Miguel Ángel Gutiérrez