Pocas frases me han tocado en el curso de mis lecturas como estas dos que paso a citar. La primera tuvo como contexto la expedición de Magallanes alrededor del mundo y se pronunció en un archipiélago asiático en 1521; la segunda se oyó en Mendoza en 1816, justo antes del Cruce de los Andes por el ejército de San Martín. La primera compacta el espacio; la segunda el tiempo.

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España y Portugal se habían repartido el orbe. Una línea vertical cruzaba el Atlántico y dividía el mundo en dos mitades. De ahí para la izquierda las cosas y las gentes eran de España: casi toda América. Para la derecha señoreaban los portugueses: Brasil, África y la India. Esto suponía un perjuicio para España, porque el camino a las “más orientales tierras, donde se ferian las especias” (Francisco López de Gómara, Historia general de las Indias, capítulo XCI) era propiedad de los portugueses: los españoles no podían llegar a Oriente porque no podían pasar por África y la India. Entonces Magallanes le propuso al rey de España, que tenía dieciocho años, llegar a Asia por el occidente y cumplir de una vez por todas el anhelo original de Cristóbal Colón: ir a las islas en las que se feriaban las especias navegando hacia la izquierda del mapa. No atravesarían mares portugueses. El problema era que se interponía América, una inmensa pared que corría de polo a polo. Había que encontrar un paso. Apunta López de Gómara: “Era larga esta navegación, difícil y costosa, y muchos no la entendían, y otros no la creían”.

 El escenario de la expedición, considerada unánimemente el primer hecho planetario, fueron los cinco continentes y los siete mares. La flota salió de Andalucía, hizo la escala de rigor en Canarias, cruzó el Atlántico, estacionó un tiempito en la bahía de Guanabara, encontró el bendito paso en la Patagonia (el lugar no tenía nombre: ellos se lo pusieron), cruzó el Pacífico, saludó los atolones de la Polinesia, descubrió las Filipinas, alcanzó Indonesia y Malasia, tocó en el Cabo de Buena Esperanza en la actual Sudáfrica, paró en las islas de Cabo Verde y finalmente volvió a Andalucía.

La primera de las dos frases que me maravillaron tuvo lugar cuando los barcos maltrechos llegaron finalmente al Oriente. La registra Antonio Pigafetta, el cronista de la expedición, en su Relación del primer viaje alrededor del mundo.

Pigafetta y los suyos habían navegado más que cualquiera de los otros navegantes en toda la historia del mundo. Habían encontrado el paso que permite llegar al oriente yendo hacia la izquierda del mapa. Y ahora, habiendo logrado lo que se creía imposible, estaban en el oriente frente a unos portugueses que habían llegado hasta ahí siguiendo la ruta tradicional, que era ir hacia la derecha del mapa, bordear África y cruzar la India. Entonces Pigafetta escribe, refiriendo el encuentro entre dos portugueses: “le preguntó qué nuevas corrían por la Cristiandad” (“e come lui li domandò che nove erano adesso in Cristianità”).

Esos portugueses, europeos perdidos en la demencial sucesión del archipiélago indochino, veían a la Cristiandad (una Cristiandad sin electricidad ni teléfono, una Cristiandad que era apenas un hábito espiritual y una red de caminos) como una barriada común.

Después Pigafetta y sus compañeros, que eran cada vez menos, volvieron a la Cristiandad y completaron así la primera vuelta al mundo.

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Dentro del marco gris de la historia nacional, el Cruce de los Andes parece una asignatura escolar. Pero visto con otros ojos se convierte en un episodio propio de una novela de aventuras. Esos ojos serán los de William, o Guillermo, Miller.

Guillermo Miller fue un militar británico que acompañó a San Martín en buena parte de su campaña por América del Sur. Una estatua lo recuerda en la Fortaleza del Real Felipe, cerca de Lima, y también la calle Miller en Buenos Aires.

En 1828 se publicaron en Londres las Memorias del general Miller al servicio de la República del Perú; allí podemos ver, porque los documentos son alucinatorios, cómo fue la cotidianeidad de la gesta del Ejército de los Andes.

Mendoza era, más que una ciudad, un gran cuartel al aire libre: todas las fuerzas de la región, que eran pocas, estaban puestas al servicio de preparar el ejército que cruzaría la cordillera. En ese mundo aparte San Martín preparaba su propio desayuno, almorzaba con vino, no sonreía nunca y administraba con órdenes breves y precisas el quehacer patriótico. Y en un momento, cuando se acercaba la hora de partir hacia Chile, debió conferenciar con los indios pehuenches de la zona para que le permitieran atravesar la cordillera. Esta cultura, asimilada a la mapuche, era famosa por el celo con el que siempre había custodiado su territorio; en La Araucana, el poema rimado escrito por Alonso de Ercilla que se publicó en 1569 y que cuenta la historia de Chile hasta ese momento, se lee: “No ha habido rey jamás que sujetase / esta soberbia gente libertada / ni extranjera nación que se jactase / de haber dado en sus términos pisada”. Pues bien: San Martín quería dar en sus términos pisada.

Miller cuenta que el día previo a la entrevista San Martín mandó a buscar vino y aguardiente por las fincas mendocinas. Hacía esto porque llevar poco licor a una conversación con los indios se consideraba algo imperdonable. Cita textual de Miller: a stinted supply of liquor is construed into an insult never to be forgiven.

Al día siguiente las tribus se presentaron en el fuerte de San Carlos con toda la pompa de la vida salvaje. Los hombres y los caballos estaban adornados como para ir a la guerra. Primero hubo un desfile marcial que duró varias horas, y en el que San Martín y las tropas estuvieron formadas todo el tiempo bajo el sol mendocino.

Después empezó la reunión. El intérprete era el padre Julián, un fraile franciscano, araucano de nacimiento, que había sido criado desde los diez años en una familia cristiana. El padre Julián les recordó a todos el buen entendimiento que venían teniendo los indios pehuenches con el general en jefe, y dijo que confiaba en que esa armonía continuaría al final de la charla.

Solamente estaban los caciques. El resto de las tribus esperaba afuera y alerta. San Martín ofreció una copa pero los jefes pehuenches le dijeron que preferían mantenerse lúcidos para la negociación; que en todo caso después sí.

El debate que siguió es increíble, pero no por lo sorprendente sino porque es como lo imaginamos. Cuenta Miller que cada jefe tomó la palabra a su turno, que todos hablaron con máxima lentitud y tranquilidad, y que nadie interrumpía a nadie. Exactamente como en los dibujitos animados o como en Cómo me enamoré de Nicolas Cage, de Carla Quevedo, donde se lee: “Nicolas Cage y yo ahora estábamos sentados tipo indio, uno enfrente del otro.”

Cuando todos terminaron de hablar el cacique más anciano, llamado Ninconyancu, dijo que los pehuenches, excepto tres caciques, aceptaban el pedido. Entonces otro jefe, Mellyagin, salió de la sala de reuniones y avisó a las tribus que se había aceptado lo que querían los cristianos. Que podrían pasar por la cordillera para atacar a los españoles, que eran extraños en esta tierra y planeaban robarles su ganado y sus mujeres. Los indios respondieron golpeándose la boca. Y ahí empezó la fiesta.

Lo primero que hicieron los pehuenches fue dejar sus lanzas y cuchillos en un cuartel; no querían tenerlos a mano durante la juerga que se avecinaba. Miller se sorprendió ante la confianza con que los indios se desarmaron. Lo llama an extraordinary trait in the Indian character. (Algunas décadas más tarde José Hernández escribiría en el Martín Fierro: “El indio pasa la vida / robando o echao de panza; / la única ley es la lanza / a que se ha de someter; / lo que le falta en saber / lo suple con desconfianza”). Lo hacían para evitar derramamiento de sangre entre ellos. Después llegaba lo bueno: se hacían pozos en el suelo, se los recubría con alguna piel transformándolos en un depósito de alcohol, y se tiraba el vino ahí adentro. Eran dos mil personas entre varones, mujeres y niños. Empezaban a tomar los varones; las mujeres esperaban varias horas y al final también tomaban, a excepción de cuatro o cinco de cada tribu que permanecían sobrias cuidando al resto. Empezaban hablando de sus hazañas o las de sus antepasados; algunos lloraban al contar la historia de su familia. Pero apenas el alcohol empezaba a hacer efecto todos se ponían a hablar juntos y a gritar. A eso le seguían las peleas; en ausencia de armas se mordían y pateaban, o se arrancaban el pelo. Algunos grupos del ejército de San Martín ayudaban a separar a los más alborotados. Así estuvieron tres días, hasta que se terminó la última gota. Miller anota que solamente dos hombres y una mujer murieron en el transcurso del descontrol; esto le parece raro, porque tales ocasiones suelen aprovecharse para saldar cuestiones postergadas y vengar viejos rencores.

El último día fue para el intercambio de regalos. Cada cacique le dio a San Martín un poncho hecho por sus varias esposas. De los regalos cristianos, lo que más les gustaba eran los sombreros: se los ponían en el instante en que los recibían. (Al día siguiente llegaron algunos comerciantes mendocinos con más licores, y los intercambiaron por los regalos que habían recibido de San Martín; finalmente, el único regalo era el alcohol).

Ese día San Martín recibió un despacho de Pueyrredón (sí: todo esto sucedía durante nuestra independencia y en el marco gris de la historia nacional) y se tuvo que ir; dejó a cargo, entonces, al comandante del fuerte de San Carlos. Éste se ocupó de cerrar la reunión y fue el que escuchó la frase que me maravilló. Al irse, los pehuenches estaban contentísimos. La habían pasado muy bien y le dijeron que en los anales de la tradición no se había oído nunca de una juerga semejante.

Después llegó el día de la partida y San Martín izó el pabellón de las Provincias Unidas del Río de la Plata, etcétera.

 Por Alejandro Droznes