Para comenzar, dos anécdotas. La primera de Carlos Fuentes. Cuenta el escritor que siendo muy joven asistía a un concierto en el Palacio de Bellas Artes en México, cuando un tintinear de metales proveniente de la zona de los palcos suspendió el aliento. Silencio general. La belleza arquitectónica y pictórica del lugar, la destreza musical de la orquesta, todo quedó eclipsado. El público magnetizado, levantó la vista: frente a sus ojos aparecía Frida Kahlo atiborrada de joyas precolombinas, con su enorme vestido, sus muchas ropas. Dice Carlos Fuentes: “Era la entrada de una diosa azteca, quizás Coatlicue, la madre envuelta en faldas de serpiente, exhibiendo su propio cuerpo lacerado y sus manos ensangrentadas como otras mujeres exhiben sus broches”. Y más adelante: “Frida Kahlo era una Cleopatra quebrada que escondía su cuerpo torturado, su pierna seca, su pie baldado, sus corsés ortopédicos, bajo los lujos espectaculares de las campesinas mexicanas”
La segunda anécdota procede de la biografía de la propia Kahlo. Después de sufrir el accidente que afectara su columna, Frida Kahlo debió pasar, ocasionales restablecimientos mediante, dos años postrada. Su madre, Matilde Calderón, decidió colocar un espejo encima de la inválida sobre el techo de la cama. Condenada a una visión sin tregua del cuerpo mutilado, Frida Kahlo inicia su actividad pictórica dando a luz el primero de los autorretratos que habrán de constituir casi la mitad de su obra.
En la relación entre pintura y escritura, el caso de Frida Kahlo nos permite reflexionar sobre el vínculo entre dos sistemas de autorreferencia: el autorretrato y el diario íntimo.
El diario íntimo es una autobiografía embozada. Todo lenguaje en el mundo institucionalizado está destinado a un interlocutor. No existe lenguaje íntimo, secreto, sino acaso tan sólo su ilusión. El diario íntimo, para presumir de tal, debe partir de la creencia de que lo que se escribe ahí no será leído más que por unx mismo. Diario íntimo y publicado, diario imposible. A causa de este especialísimo falso pacto de silencio, el discurso del diario íntimo puede permitirse unas libertades que a la autobiografía le están vedadas. El diario de Frida Kahlo publicado por RM en 2001, nada tiene de original respecto del género. El yo se asume como tema, referente ineludible de la crónica cotidiana en “lo que se está viviendo”. No hay distanciamiento crítico sino apenas una fingida espontaneidad del texto. Se arroga su condición de fragmento, niega la totalidad, crea la ilusión de un lenguaje sin comunicación, de un yo a-social: que no toda escritura está regida por el mundo social de la lectura. Pero el diarista es un actor, un autobiógrafo debajo de una máscara. Como el cuerpo, lo privado es encubierto y descubierto simultáneamente en mecanismo autoerótico. Porque como siempre algo queda afuera, el diarista al volver sobre sus pasos deshilacha la escritura: tacha, remienda, reescribe, borra, arranca. Más otro que nunca, lector-autor, hace obra, edifica, aunque sin perder nunca de vista las reglas de su juego. La revisión ostenta su estigma.
La particularidad del diario de Kahlo, no reside tanto en las características de un discurso como en su materialización visual. El de Frida es un texto pictórico cuya función es complementaria a la de los cuadros, su confesionario laico. El autorretrato, más cerca de la autobiografía que del diario íntimo, impone sus límites a la publicación de lo privado una vez que este ha de pasar por el tamiz de las normas de composición estéticas. El diario íntimo por el contrario, permite el estallido y su consecuente proyección de lo privado, su escenificación aparentemente cruda sobre el papel.
No hay aquí una relación de paridad entre el universo de la escritura y el de la pintura, sino de plena subordinación. Son tanto o más significativos en el diario de Frida Kahlo el color de las letras, su tamaño, su disposición en el espacio ciego de la hoja, que la palabra en sí misma, su mera referencia. Frida Kahlo hace escritura como quien pinta. Así como Mallarmé subordinara la letra al espacio de la hoja, a su puesta en escena, haciendo intervenir, luego de la ardua tarea que los escribas medievales llevaran a cabo en sus manuscritos iluminados, los criterios plásticos o visuales en la escritura; así Frida Kahlo dota a la palabra de un carácter visual, espectacular.
Ante el diario se tiene la sensación de estar asistiendo a una forma marginal del arte plástico, a una corporización de la escritura. La etimología de la palabra “espectáculo” traza una línea de parentesco no sólo con el acto de mirar, sino todavía más con el objeto que desde tiempos antiguos se arroga el derecho de hurtar al sujeto su propia imagen para devolvérsela otra, ajena, sublevada. La escritura lo mismo que la pintura, subordinadas ambas al mundo de lo visual, operan en Frida Kahlo como un espejo.
Frida Kahlo se desdobla, se autorretrata. Línea tras línea, pincelada tras pincelada. Imágenes que son palabras, objetos sagrados, de conjuración. Y es que fuera de la palabra, fuera de la pintura, fuera de toda representación, está el vacío y el dolor que la tela, la hoja y el cuerpo desnudo evocan. Por el peso de un cuerpo que implica anunciación sin ángel, que a fuerza de desintegrarse abraza y fantasea su propio fin, Kahlo se llenará de encajes y de joyas, se disfrazará cada vez, cambiará de nombre, se hará cuadro, escritura sobre escritura, dirá yo.
La ropa hace al cuerpo, la escritura al papel, la pintura a la tela: la creación del yo devela conjuntamente aquello que el acto creativo quería ocultar, lo innombrable, la propia ausencia. De un lado soy lo que experimento, del otro soy lo percibido. Kahlo conjuga las dos ideas descubriendo-ocultando su cuerpo como a una única verdad. Autoerotismo del dolor.
El espejo opera en Frida Kahlo como un medio de reproducción, pero no en el sentido tradicional del término, de copia muerta, sino en el otro, tanto más poderoso, que es el de la gestación femenina, vital, que opera el arte en su vida. En el diario, Frida se llama a sí misma Icelti, la que se parió a sí misma. Es por eso que en sus pinturas, lo mismo que en su diario, Frida no sólo expone su rostro y su cuerpo, sino aún más, en proceso autorreflexivo, la oposición original entre los dos estadíos de su persona: la creada y la increada. De un lado la hoja en blanco, el lienzo inerte, la desnudez del cuerpo herido, su fragilidad, la mortalidad insalvable que pone barreras a la trascendencia, a lo que es posibilidad; del otro la pintura, la escritura, la ropa, la supremacía del rostro, el altar del cuerpo, lo vital en la reinvención, en el artificio, que es posibilidad, que es libertad infinita. La oposición, que implica la disolución de una identidad unitaria, se manifiesta de manera múltiple a través de la imagen constante de las dos fridas, del uso indistinto de las diversas personas gramaticales para designarse a sí misma, de la variación del nombre: se llama a sí misma Auxocromo, F., Carmen, Irenayica Frida, Sadga, Rivera, Frieda; de la trasmutación vegetal en la incursión pictórica de una naturaleza muerta personificada, animada por vibraciones humanas; y de la sublimación del yo por medio de lo colectivo en la identificación con México, purificado por los dioses Marx, Mao y Lenin.
Pintura y escritura comparten un signo común: el poder creativo. Frente a la amenaza latente de la disolución y la ausencia, la visibilización y la permanencia de la creación. En tanto modos de cubrir, lo mismo que las vestimentas, funcionan en la acumulación: siguiendo el criterio plástico de acercamiento del objeto, Frida escribe sobre lo ya escrito como vuelve a pasar el pincel tres y cuatro veces por un mismo sitio. Lo que está en juego es la identidad. No es ociosa la pertinaz iteración de la autorreferencia.
Del conflicto entre el nombre propio y la primera persona del singular, emerge el conflicto entre lo social y lo individual. En el diario se expresa en un proceso de escritura que, lejos de acabar en una temporalidad sucesiva, se superpone a un presente siempre igual a sí mismo, abocándose a una temporalidad simultánea, tal como ocurre en la pintura: superposición literal de escrituras que crea en el espacio de la hoja un escenario barroco en el que la copia y el original se dislocan. La superposición, admitida como método de autocreación, abarcará todas las expresiones del diario. Más que a la emergencia sucesiva del yo se asiste a la intencionalidad declarada de dar unidad a lo que es cuerpo seccionado por el paso de los días.
El desdoblamiento de la voz autoral que se magnifica a partir de 1953, un año antes de su fallecimiento, cuando las entradas se multiplican y la escritura alcanza un ritmo más sucesivo que simultáneo, una relación más pulsional que controlada, toma también la forma de quien escribe y quien lee, de emisor y receptor. En el diario, ambos tienden a dislocarse y a ocupar uno el lugar del otro. Cuando Frida dibuja su cuerpo en los autorretratos que realiza en su diario íntimo, la pierna amputada ocupa el lugar de la sana. Frida se pinta a sí misma desde la perspectiva del que observa, no desde la del cuerpo amputado. Reduce el campo de lo vivencial al de lo visual.
Cubrir las fugas, atenuar los conflictos, ordenar, unificar. No es posible: la estructura del diario se impone al diarista. El trabajo de remiendo, de encubrimiento del cuerpo textual, queda inconcluso a expensas de la voluntad de su autor. El diario obliga a la confesión. El diario de Frida Kahlo confiesa la necesidad imperiosa de que lo creado sea lo vivo, de que lo creado preexista a lo real.
En el trabajo de reconstrucción del propio cuerpo asumido como signo identitario, el yo sólo se alcanzará a sí mismo exteriormente en el reconocimiento de una tensión, de un dislocamiento, cuando la obra enfrentada a sí misma como en un espejo, se disponga a narrar la ausencia íntima que lo origina.
Para cerrar, las palabras de la propia Frida, esclarecedoras para el caso: “Antes, solamente fui mi más antigua experiencia”.
Por Tamara Rutinelli