Tinder es la aplicación que mejor expresa el tipo de relaciones humanas de nuestros tiempos. Mediadas a través de fotos o de breves imágenes en movimiento, creemos encontrar personas que existen realmente al otro lado de alguna pantalla del territorio que habitamos. Conversaciones y encuentros superficiales son guiados por la providencia de la imagen, por las meras impresiones que nos da una pista tan vaga como una foto. ¿Cuál es el filtro por el que pasan las personas que aparecen frente a nosotros? Su aspecto, distancia, un par de emoticones, algunas palabras clave y una descripción que usualmente, y por su naturaleza publica, resulta banal y poco sincera. “Culpo a la cuarentena”, es de los apartados típicos de las descripciones de Tinder, presentar una excusa rápidamente acerca de por qué andas vagando en este catálogo humano en busca de compañía. ¡Pero no te avergüences camarada! En un mundo solitario como el que nos va quedando, es más que entendible que quieras compartir con otro ser humano, tu tiempo, tu energía, o incluso tu apolillada intimidad, aunque sea con algún extraño que resultó aparentemente agradable, o al menos cuya foto no te pareció la de un psicópata, ni la de alguien feo, o estúpido, o que te recordara a ese ex insuperable que quieres dejar atrás. Todos nos merecemos poder compartir con alguien, sobre todo en tiempos como estos, en que la pandemia y las cuarentenas nos mantienen encerrados en nuestros pequeños y silenciosos fuertes, en nuestras cuevas invernales de osos tristes, que lentamente, con el paso de los días, se vuelven estrechas madrigueras.

En una entrevista que le hicieron a Herzog hace ya unos diez años, el viejo diferenciaba el aislamiento de la soledad. El aislamiento, decía, tiene que ver con posibilidades técnicas, con la existencia de instrumentos, de medios, necesarios para ponernos en contacto; en cambio, la soledad tiene que ver con algo más profundo, con conexiones afectivas que resultan vitales, pero aun así ambivalentes, sinceramente difíciles, impredeciblemente reales; tiene que ver con una disposición del espíritu, que se propone resistir al grotesco y deslumbrante brillo de la experiencia concreta. Hoy en día, la técnica nos ha acercado hasta niveles impensados -en vivo y en directo nos mandamos audios, nos mandamos fotos, videos, gatos, potos, playas, memes-, las

innovaciones que hemos visto surgir han deshecho casi por completo está ilusoria frontera que nos aislaba de los demás, poniéndonos en posible contacto con cada rincón del planeta en el que se pueda ingresar a Internet y reflejarse en una pantalla; sin embargo, nuestra soledad crece en la misma proporción, nos creemos más en contacto, pero estamos, paradójicamente, cada vez más lejos. “Esta será la era de las soledades.”

Y Tinder no es más que una de las múltiples variantes que tiene este fenómeno, en su dimensión supuestamente romántica, de simulación erótica-amorosa. La verdad es que hablamos de una evolución, o de una revolución -si consideramos los orígenes industriales y mercantiles que la concibieron-, sin precedentes en la forma de comunicarse de la especie humana, en la forma de expresarse, de existir, y también en la forma de ser manipulada, recompensada, amada u odiada; es una transformación que es mundial, transgeneracional, y que viene a tomárselo todo: cada aspecto de la vida, por mínimo que parezca, está incluido en este proceso. Nada escapará del alcance de esta mundialización de las pantallas, de la digitalización de nuestras relaciones, que para colmo tiene como telón de fondo un mundo en crisis, listo para dar el salto al vacío. Ya lo acusaba el buen Lipovetsky en su libro La pantalla global, el hecho de que se ha consolidado una forma cinemática de vivir la vida, que parece filtrar toda la experiencia a través de las lógicas del cine, del relato audiovisual, de la imagen-sonido que ahora podemos proyectar para el resto, y que a su vez, esperamos del resto a fin de comprenderles: te cuento mi versión, te digo quien soy, todo a través de los filamentos de cobre y pulsiones eléctricas que palpitan y conectan nuestros celulares y nuestros computadores. Y mientras creemos que nos miramos y escuchamos, entre el zapping eterno que esta modalidad produce, recibimos disparos de cáncer a los testículos y nos avisan que otro misil ha caído en Gaza, que cientos de personas han perdido sus hogares y que tienes un mensaje de Valentina.

¿Pero hay valor también en este dialogo de pantallas, en esta nueva forma de comunicación? Los beneficios son incuestionables: nos conectamos con personas distantes a través de Internet y compartimos experiencias, denunciamos la brutalidad policiaca -que aumenta en la misma medida que la deslegitimación del modelo-, aprendemos cosas nuevas que difícilmente habríamos podido encontrar en el pasado

reciente, ese pasado que aún no termina de morir pero que ya está en total desuso. No puedes tener trabajo si no tienes WSP, no puedes tener amigos si no tienes redes sociales, o puedes intentarlo y afrontar el mundo como un paria digital -tendrías mi respeto-, pero te perderías inevitablemente camarada, te aplastarían las olas de esta marea incomprensible, y sólo yo te lloraría, porque nadie más sabría qué fue de ti.

No, tengo que poder afrontar esta realidad que me ha tocado. Vamos todos a tener que vivir con eso, saber reconocer el mundo que habitamos, dominar nuestra vida en él y no dejar que nos sobrepase, que nos utilice o controle. Además, igual quiero que Tinder me conecte, quiero que mis amigos me manden ese meme tan estúpido pero tan chistoso, y espero que esa persona vea lo que publiqué, pensado como un regalo indirecto para ella. No sientas culpa camarada, por intentar vivir en este mundo que a todos nos resulta tan ajeno. Pero abre los ojos, levanta la cabeza, no dejes que la representación de la representación, te diga realmente lo que es la vida.

THE LONELY ROBOT

Caminando por Santiago centro me sobrecojo al encontrarme a mí mismo con la cara pegada al celular, oyendo canciones distantes que recorren el tiempo y el espacio, atravesando montañas, mares, épocas y tormentas; escucho palabras pronunciadas en algún lugar y momento desconocidos, que vibrando llegan y me acompañan en el camino que recorro entre tantos frágiles cascarones de almas, que entran y salen de los edificios como anónimas hormigas, mientras recibo los avisos comerciales que narran la mitología secular del progreso -el aullido inaudible del individuo-, presentándome embellecidos androides que deambulan en un horizonte cibernético; y yo, como un tonto, tragando parafina y crudo en largos sorbos enamorados, como devorando besos, compito por bocanadas de aire limpio en una estepa digital mapeada por códigos rojos y verdes, estirados a modo de ADN en largos filamentos construidos con números aleatorios del uno al nueve, y que, entrelazándose, simulan un mundo entero, poblado por millares de mentes que miran y añoran, a través de la pantalla.