En el último asiento de la micro, las puertas traseras devuelven el reflejo de mi rostro cada vez que se abren. En el largo trayecto que recorre el bus desde el trabajo a la casa, todos los paraderos amenazan con mi semblante fantasmagórico flotando ante mis ojos. Tras algunas cuadras de traqueteo, la micro comienza a bajar la velocidad; sé que atacará el golpe fuerte y repentino de las puertas abriéndose. Intento alejar el rostro de la baranda que separa los últimos asientos de los peldaños posteriores. He visto borrachos dormidos perder los dientes en micros como esta, teléfonos celulares caer con violencia de las manos de personas perdidas en los abismos de la luz.

Las puertas se abren. Me quedo viendo mi propia cabeza sostenida en el nudo simple de una corbata. Lo hago sin planearlo, sin pensarlo. Cuando me descubro intento mirar hacia otro lado. La expresión desprevenida, sin la contención del espejo me inquieta, es como que una persona desconocida descubra que la miramos. En las detenciones más largas, hay mayores posibilidades de caer en los detalles. Desde hace un tiempo ya no me reconozco. Mi imagen mental no cuadra con lo que me regala la micro: el presente constantemente al borde del desbarranco. Las cicatrices se aferran como producto histórico. Las arrugas son desfiladeros por los que corren los vientos del futuro, profetizando en silbidos el derrumbe. Un canto añejo y obvio: eres un humano menguante. Arrastras un par de palabras atoradas en la garganta que no serán más que saliva perdida en la atmósfera. Eres un humano que mengua, un barrial que se seca bajo el sol.

Para evadirme del lado de acá de la ventana, me hago el dormido, hasta que me duermo. Dormir es una forma de rechazar la realidad. Mientras sueño pegado al vidrio, el lenguaje va echando latigazos que abren la carne de la existencia de forma sorpresiva. Se desatan palabras en tormentas oscuras que suenan como una piedra arrojada al río. Sopas de letras y crucigramas en el lenguaje de los sueños. Al otro día lo mismo. Recrudecer los padecimientos, cosechar dificultades. En esta ciudad todo queda cuesta arriba. En ocasiones solo miro. O duermo y sueño que miro. A veces dormir es solo cerrar los ojos y luego abrirlos. Ya está. Sentado en la micro puedo derretirme. Hay veces en la que me subo a una, cualquiera, vaya a donde vaya y completo el recorrido sin ningún motivo. Llego a la garita, fumo un cigarro, escupo al suelo, estiro las piernas y vuelvo en otra micro. Disfrazado de pasajero puedo derretirme a mis anchas, hacer del extrañamiento una coraza. Sentado en la micro me asumo como ameba. La copia es mi primer y último escalón. Fagocito todo lo que veo para transformarlo en combinaciones de palabras. Cada palabra tiene su peso, cada palabra tiene su masa, cada palabra tiene una gravedad que acerca o rechaza a las otras. Mis ojos son tentáculos con los que escruto todo lo que está tras la membrana de mi habla interior. De tanto ver y del esfuerzo de intuir lo que me pierdo, las palabras se tornan extranjeras. Un derretimiento de alquitrán en la carretera solitaria del pensamiento arrojado a la velocidad que se cuela por la ventana. Una existencia telúrica, pero casi imperceptible. Un derretimiento del pensamiento en los extremos del alquitrán.

A veces sucede un crepitar de piedra henchida en calor; una pequeña figurilla de barro alcanza a sostenerse, no son más que palabras suspendidas en la vegetación de los días como gotas de rocío, destinadas a desaparecer en la brevedad, mezclándose en la cantera de los sueños con recuerdos borrosos, imprecisos, improbables, de vidas ajenas ¿Esas cosas me pasaron a mí o las vi en televisión? Otras veces una sombra merodea en la superficie de las conexiones, una sombra que pondera la posibilidad de descubrirse a ojos u oídos ajenos, que tienta a abandonar todo lo dicho hasta ahora, que evalúa el riesgo de volverse nítida, frágil, como todo lo que abandona su escondite. Solo hay que meterse bien adentro en los sueños, despellejar nuestro animal salvaje interno para vestirnos con su piel. Ser la rata que roía las paredes de mi pieza cuando cabro chico, marcar mi presente en mi pasado para explicar algo que no es necesario.

Aunque lo intento, yo no soy el dueño de mi tiempo. Eventualmente todos los recorridos se terminan y hay que volver a estar pendiente de las irregularidades del suelo, de las inclemencias del clima. Por eso me aferro a los viajes y sus avalanchas de imágenes, que recojo con la red de las palabras que repito en voz baja. Soy una retrograbadora, una retroexcavadora de mi futuro próximo, marcado por la obsesión de un par de palabras que se repiten.

Mi cabeza vibra apoyada en la ventana de la micro. La pobreza ofrece la promesa de los largos recorridos inevitables, atochamientos, accidentes, derrumbes, descampados donde los choferes bajan a mear. La última garita es solo el comienzo del camino. En esta ciudad todo está cuesta arriba. Es inevitable hablar solos, ensayar negaciones, gestos de sorpresa, excusas, peticiones y amenazas de muerte; el pasado de otras palabras dichas y no dichas se desanda de las huellas y atosiga con un revisionismo inútil. Palabras que se escapan del influjo de los vivos y que ahora ensayan con los oídos sordos de mis muertos, amparadas en la baja definición del recuerdo. El viento me devuelve las palabras, las arroja contra mi cuerpo. Su poca organicidad, el tufo a falsedad duele. Mejor me callo, mejor no pienso, las palabras no son megáfonos, ni instrumentos de mis deseos. Mejor habito los músculos de mis piernas que se empiezan a agarrotar. En el patio de la casa, a la que me acerco sudando con lentitud, las hormigas se encarnan en la pulpa de las frutas que caen tibias al suelo.

 

Por Miguel Masías