La tierra era firme solo hace tres pasos, el barro maquillaba la punta de mi pantalón tieso. El lugar parecía conocido, además de los suelos empantanados y algunas vacas, habían árboles de albaricoque que aún no florecían del todo. Es primavera, pensé, recordando los últimos meses de frío, arrinconado en esa esquina de cemento, procurando ser lo más compacto posible para mantener el poco calor que aún tenía mi cuerpo parco.
Del escape conservo una herida que me cruza desde el codo al hombro y tiñe la mitad de la camisa que alguna vez fue blanca. En la mano izquierda una venda, en la derecha un cuchillo, en la cabeza nada, quizás solo la idea de un futuro completamente incierto, de un extravío permanente, de una salvación efímera. Apoyé mi espalda en el tronco de un árbol rodeado de marismas, miré al cielo cuando la bandada cruzó graznando, me gustaría saber hacia qué dirección, pero no sé dónde mierda estoy.
Dormitando comienzo a recordar ese día del año pasado en el que toda la familia de mi novia fue a nuestra casa, la noche era una fiesta exuberante, de copas y estómagos llenos, el volumen de la música aplacaba cualquier posible conversación. Mi suegro fumaba su tercer cigarro acompañado de su nueva pareja, veinte años más joven, treinta veces más inteligente. Las tías cuchicheaban acechando a los garzones que daban vueltas con bandejas llenas de canapés pidiendo permiso a cada rato. Mi novia bailaba sola como de costumbre, nunca aprendí a bailar en pareja, prefiero moverme sola, le decía a cada una de las personas que se acercaba a intentar deslizar un par de pasos con la dueña de casa. Yo bailaba solo a su lado, éramos imanes que se repelían cuando alguno intentaba acercarse; la gente, como siempre, nos miraba raro, como si necesitaran una explicación a nuestro comportamiento.
Todo parecía ir bien, los invitados disfrutaban de conversaciones cortas y triviales, se ponían al día y prometían verse pronto. Pero es justo cuando todo parece ir bien que se comienza a fraguar el mal. En este caso lo representaba el primo de mi novia, toda la vida había estado enamorado de ella; incluso alguna vez, cuando ambos eran adolescentes, un par de besos habían amenazado la aparente estabilidad de la familia completa. Antes de que el afecto pasara a otra cosa mi suegro vio un par de bultos en la hamaca y sacó de un ala a su hija, no sin antes amenazar de por vida a su sobrino. Todo esto me lo contó mi novia un día que estaba borracha mirando los álbumes familiares, después de eso nunca más estuvieron tan juntos, los veranos siguientes ella llegaba con algún pololo pero él siempre aparecía solo. Con el tiempo engordó, se hizo adicto a los videojuegos y el resto de los primos lo molestaban por seguir virgen a los casi treinta años.
Nos veía bailar desde un rincón, apuraba un vaso tras otro de fanta con cerveza mientras picoteaba todo lo que le ponían delante. En algún momento desapareció y fue a la cocina, los pocos que se percataron de su ausencia pensaron que iba a buscar más comida o alcohol, para el resto, sobre todo para las personas que no pertenecían originalmente a la familia, el tipo prácticamente no existía.
Desde ese día lo iban a recordar perfectamente. Comenzaron a desfilar unas riquísimas y diminutas empanadas de camarones, cuando ya parecía que todos las habían probado apareció el primo y se subió a la mesa. Bájate primo, no seas jugoso. No hubo respuesta. Ahora van a saber todo lo que sufrí. Sonó el timbre, un grupo de tipos vestidos de negro con máscaras entró al living, uno a uno se empezaron a desplomar los invitados y fueron transportados a las camionetas que esperaban afuera con el motor encendido.
El primo agarró una copa y la tiró al piso. Antes de que todo esto acabe quiero hacer un brindis. Solo un par de personas no se habían desmayado aún. Los voy a hacer engordar de a poco y ninguno podrá enamorarse nunca más, ya acepté que en este mundo no puedo ser feliz pero me aseguraré que ninguno de ustedes tampoco lo sea, así que espero de corazón que las frías habitaciones que les tengo preparadas no sean de su agrado y si veo que se acostumbran los voy a meter en una más pequeña, los miraré todo el tiempo, he esperado toda mi vida por tenerlos así. A ti, tío, voy a dejarte sin comida ni agua hasta que mueras para que sientas lo que es morir de a poco.
Perdí la cuenta cuando íbamos en los cuatro años y medio. Ya no soy el mismo, no tengo novia ni pasado, no tengo siquiera una razón para seguir viviendo. Quizás eso esperaba este tipo para dejarme libre, dejarme sin ilusión alguna. Aún así me quedaba una, matarlo con el cuchillo que guardé en el último minuto antes de perder el conocimiento.
Por Alonso Tristán