En una casa cualquiera, Gonzalo vive con sus dos hijos. Tiene más de cuarenta. Isidora tiene nueve y Alejandro doce. Gonzalo duerme en el piso de arriba, mientras que los niños comparten una habitación que se encuentra justo debajo de su cama. Cada uno se dedica a lo que la vida lo ha obligado a hacer: el padre trabaja entre siete y ocho horas diarias. Para llegar a la empresa, debe cruzar tres comunas arriba del Metrotren de lunes a sábado. Los niños estudian en el mismo liceo, a unas cuantas cuadras de su casa. Dedican toda la mañana y parte de la tarde a estar en el colegio. A eso de las cinco termina su jornada.
Los días, según Gonzalo, han guardado cierto patrón inamovible desde hace años, aunque de vez en cuando, sin avisar, regresan a su cabeza algunas advertencias que oyó desde pequeño, mensajes violentos que terminó por absorber sin darse cuenta. Franjas comerciales, conversaciones ajenas en los microbuses, algunos escritos en las paredes de los baños: una vida monótona es una cárcel, una vigilia eterna, sin espacio para los sueños. Pesadillas, dice Gonzalo, pesadillas que se esfuman cuando uno despierta. Yo estoy despierto y mi vida es un sueño, dice en voz alta, mientras se levanta de la cama. Gonzalo está convencido de estar disfrutando una buena vida. Entonces, durante la mañana, mientras se prepara para salir de su casa hacia el trabajo, piensa que, de una u otra forma, ha logrado torcerle la mano al destino. Compara sus días con los de un monje en su monasterio, luego, se imagina como un monarca pobre, rodeado por la simulación de un palacio transparente. Todo está en su respectivo lugar, en su determinado espacio natural. Finalmente, se ve a sí mismo modificando su propio cuerpo, cambiando de lugar los órganos que le parecen mal ubicados. Soy mi propio cirujano, tengo el control de mi vida, estoy a un paso de realizarme. Y Gonzalo continua caminando, sin saber que a unos cuantos pasos, el suelo terminará por convertirse en un vacío de varios metros. Se ha olvidado de las escaleras que conducen al primer piso.
Mientras su cuerpo desciende, Gonzalo no imagina lo terrible que será la caída, tampoco siente miedo, ni siquiera hace el ademán de afirmarse en alguna baranda. Lo único que ocupa su mente es una sensación, una imagen de sí mismo bajando los escalones. Lo hace de tal modo que sus zapatos no hacen ningún ruido. Son las 6 de la mañana. Sus hijos duermen y Gonzalo no quiere despertarlos, pero ahora, tirado en el piso con las piernas ardiendo, sabe que todo se trataba de una proyección imaginaria. Adolorido, siente como Isidora y Alejandro lo empujan. Sus pequeñas manos le pasan por la espalda, por los brazos, por algunas partes de sus costillas. Isidora, junto con su hermano, llora desconsoladamente. Gonzalo, de un modo secreto, también lo hace.
Los días cargados de calma, como si fueran espejos que no reflejan nada, tocan fondo durante un tiempo. Figuras fantasmagóricas, algunas más definidas que las otras, se entrecruzan en los angostos pasillos de la casa de Gonzalo. Familiares, algunos amigos, se agolpan como un torbellino en la superficie de los espejos que recorren las paredes. Los niños se han tomado la habitación de arriba. Durante un mes, Gonzalo no puede moverse de su cama, ahora ubicada en el piso de abajo. Su hermano se hace cargo de los asuntos del hogar. Una amiga lo ayuda con algunos gastos domésticos. Gonzalo siente como las cosas se escapan de su control. Siente desesperación, y acaso su propio cuerpo, angustiado por cómo el mundo cambia vertiginosamente, acelera el proceso de recuperación como si de una experiencia alucinógena se tratase. El médico de cabecera está sorprendido, pero insiste en que aún necesita muletas. A Gonzalo esto le parece suficiente. Puede volver a moverse, regresar a su trabajo, ir a buscar a su hija y a su hijo personalmente a la escuela, y lo principal, puede volver a dormir en el piso superior de la casa.
Luego del diagnóstico, ha pasado la mitad de una noche. Durante la madrugada, Gonzalo apenas puede conciliar el sueño. Ansioso, espera la luz pálida de la mañana. Oye con atención el repicar de las manecillas. Un reloj adosado en la pared anuncia sin pudor el paso del tiempo. Al amanecer, las cosas podrán regresar a cómo eran antes. Entonces, al mirar nuevamente la hora, Gonzalo se da cuenta de que son las seis de la mañana. Con la mano derecha, busca su celular por debajo de la almohada. Le quedan, al menos, cuatro días más de descanso. Debe notificar a su jefe que puede regresar ahora mismo, sin ningún problema. Recuerda entonces que su celular se estropeó con la caída, solo le queda el teléfono fijo de la casa. Toma sus muletas, se levanta, y frente a las escaleras, trata de subirlas. Al terminar, se da cuenta de que está sudando. No importa, dice, lo importante es llegar hasta el teléfono, lo cual termina haciendo después de unos minutos. Mientras marca el número, siente arrepentimiento por no haberlo hecho el día anterior. Por alguna razón, al llegar a su casa se sentía profundamente débil. Lo único que pudo hacer fue recostarse en su cama y dormitar cada cierto tiempo. El cuerpo y la mente, en tanto a deseo, son cosas absolutamente contrarias. Y el agotamiento se reafirmó más aún cuando pudo oír por el auricular que, la empresa donde trabajaba, no quería arriesgarse a que Gonzalo sufriera un accidente en horario laboral. Los costos son altísimos, lo crea él o no. Debe continuar en su casa, lo quiera él o no.
Derrumbado sobre sí mismo, Gonzalo trata de subir su ánimo. Siente ganas de ir al piso de abajo. Mientras camina, recuerda los días en los que ha estado postrado. Encerrado en su cuarto, lee libros que en principio le parecían inentendibles. También, se dedica a ver programas de televisión, series animadas, películas, entre otras cosas. Imagina entonces algunos símiles con su anterior estilo de vida: el espíritu monacal, ahora, le parece un infierno. El monarca, por su lado, una aberración obscena. La figura del cirujano se levanta como un terrible carnicero. La mera idea del orden le parece vergonzosa. No tengo ninguna seguridad, ni de lo que quiero, ni de lo que me hace feliz. Estoy a punto de desaparecer, piensa, mientras camina sin darse cuenta de que está a punto de lanzarse nuevamente por las escaleras.
En su caída, intenta aferrarse a su propio cuerpo con desesperación. Se abraza a sí mismo. Todas las emociones que tenía guardadas se desbordan al mismo tiempo. Experimenta la terrible sensación de no poder contenerse a sí mismo. Maldice su casa de dos pisos, luego de estrellar la cabeza con el suelo. Y ahora, tirado en el piso, nota que nadie lo ha ido a recoger. Los niños no despiertan. Ni si quiera hay ruido de vehículos. La ciudad entera está detenida. El mundo duerme tranquilamente en sus pisos inferiores. Quizá, yo también debería dormir. Gonzalo cierra los ojos y, luego de mucho tiempo, vuelve a soñar con todas aquellas cosas que lo habían abandonado: una vida con el tiempo suficiente como para estar tranquilamente adolorido.
Por Víctor González Astudillo
Foto de Portada por Daniela Caniunir