A una amiga le pregunté qué soñó la noche anterior. Muchas veces acudo a ese comodín por defecto, cuando ya no sé qué decir. Ayuda a conducir las conversaciones hacia lugares divertidos o menos predecibles.
El sueño —el cual la hizo despertarse llorando, me anticipó— fue tornándose cada vez más angustiante. A la mitad de una fiesta familiar, que primero parecía cansina y después se fue hizo incómoda, donde sea que mirara, todos los rostros estaban tensos, y ella no conseguía averiguar la razón. Recorrió los pasillos del departamento y de repente, al entrar a un dormitorio, se encontró con Augusto Pinochet, y esa presencia le pareció insoportable, más aún en ese ámbito, porque consideraba que ponía en riesgo a todos sus seres queridos. Y en algún momento el miedo y la angustia se le hicieron tan intensos que despertó.
Me pareció natural que cualquier chileno de bien tenga sueños desagradables con Pinochet, pero también me costó comprender de inmediato su angustia. Pese a que Pinochet es un personaje históricamente repulsivo y desde luego siniestro, siempre en mi familia se practicó el juego muy chileno y banal de convertir su figura en la de un viejito ridículo, atorrante, senil, más pícaro que perverso. Le calzaban apodos que siempre tenían algo de inocente, o en cierta forma eran atenuaciones: Pinocho, el Tata. Lo mismo se solía practicar en la televisión, según me acuerdo, sobre todo lo hacían los humoristas, imitando el tono ladino de la voz, y le citaban un “aquí no se mueve una hoja sin que yo lo sepa” o un “no me acuerdo, pero no es cierto, y si fue cierto, no me acuerdo”, todo esto para al final no nombrarlo, cosa que podía generar pifias en el público o, peor, unos pocos pero resonantes aplausos. Y en los noticieros, claro que sin usar apodos, también recurrían a un tono atenuador para restar gravedad a que un dictador siguiera ejerciendo poder, ocupando incluso un escaño designado en el senado.
En el teatro municipal de Valparaíso, hace veinte años, fui a una proyección de El Exorcista de Friedkin. Ya avanzada la película, que es de terror pero a la vez es un largo y minucioso procedimiento de exorcismo y un examen de fe para el sacerdote que lleva a cabo dicho exorcismo, muchos de los asistentes tomaron la opción de reírse ante algunas de las escenas que deben haberles parecido más agotadoras. El miedo o el posible miedo, digamos, se les desactivó. Ellos o algún mecanismo de defensa en sus subconscientes optaron por desactivar cualquier posibilidad de trauma. Prefirieron transformar parte del horror en un chiste.
El mismo mecanismo, me parece, se ha puesto en marcha en algunas ficciones chilenas. Ante un pudor o una incapacidad o derechamente un miedo a afrontar un horror del que muchas veces no podemos saber tanto y ha sido escondido y negado, no pocos han escrito versiones de Pinochet de tono más o menos jocoso o irónico, o de plano delirante.
Bolaño en Nocturno de Chile lo retrata como uno de los alumnos que asisten a unas clases de marxismo dictadas a toda la Junta Militar por el protagonista de la novela, un alter ego del crítico y sacerdote Ignacio Valente, miembro del Opus Dei. Allí destaca como el alumno más dedicado, quien termina por considerarse superior a los presidentes que lo precedieron porque, a diferencia de ellos, él escribió libros, por más que fueran de geopolítica y pseudo historia, redactados por negros literarios y repletos de plagios, y más encima en editoriales militares. Es una versión de Pinochet muy semejante a la retratada en el libro del periodista Juan Cristóbal Peña, sobre su biblioteca: un sujeto necesitado de legitimidad intelectual, siempre rapiñando libros antiguos de bibliotecas públicas para conformar su propia colección, cuyo valor llegó a estimarse en más de dos millones de dólares.
Germán Marín, en su primera trilogía, la autobiográfica, cuenta que cuando rindió el servicio militar en los cincuenta coincidió con Pinochet, quien era comandante de compañía. Sobre él escribió: “no era mejor ni peor que cualquier otro oficial intermedio de la Escuela, aunque se diferenciaba por exhibir uno o dos puntos más altos de inmisericordia cuando montaba en cólera”. Y en otro pasaje, que hoy no pude encontrar, me acuerdo que subrayaba lo casposo que era, que a todos sus movimientos les seguía una verdadera explosión de caspa agitándose por el aire.
Esas han sido, hasta hace poco, las únicas apariciones que he leído de Pinochet en ficción. Nunca, que yo sepa, ha sido personaje principal de ninguna novela. Tampoco de una película.
Sí figura en comics. Ese género tiene ciertas facultades que han facilitado su uso como personaje, pero no sé si corresponda divagar acá al respecto. También toca consignar que lo han ocupado no únicamente en tono de parodia: en un par de obras, los autores se han atrevido a indagar sobre su vida y sus obsesiones.
Pero en el resto de la ficción ha ejercido como una suerte de centro negro u hoyo negro. Ya sea por asco o por miedo, o por ambas cosas.
Se le ha parodiado y despreciado, pero sólo en la parte de su historia que es posible convertir en chiste, claro. Porque el horror verdadero ni siquiera se puede mostrar, porque no sólo hiere y violenta, sino que también puede llegar a tener el efecto posterior de dejarnos un tanto anestesiados. Y porque en estos lares donde aún no escasean las fosas comunes y los cuerpos sin sepultar, un sentido del humor brutal, si no se han llevado a cabo los mínimos duelos, obvio, no sería lo decente.
Ante todo ha imperado el pudor, un cuidado de no falsificar la verdad.
De hecho, no parece que nadie haya parodiado o hecho versiones más raras de Pinochet que él mismo, que también se agenció otros alias u otras identidades. Se llamó Augusto Pinochet pero a veces Daniel López o José Ramón Ugarte, que eran sus nombres falsos en cuentas de bancos extranjeros. Para sus pasaportes falsos se sacó fotografías impresionantes por lo burdas, en las que parece jugar al incógnito, o un personaje del Adivina quién. Tiene nacionalidad chilena, pero quizá, dicen algunas teorías que algunos pinochetistas niegan, nació en Perú.
Sorprende que recién en el año 2023 se estrenó la primera película que lo ubica en el lugar central: El Conde, de Pablo Larraín, que lo desplaza al terreno de las películas de monstruos, en un cuento de terror satírico –o algo así– con tintes góticos donde él ahora es un vampiro, lo cual no sé si es arriesgado, pero es decidor y se acerca un poco –muy poco– a esa verdad que resulta obscena de retratar. Tiene una escena donde el personaje de Miguel Krasnoff, el Renfield de rigor de este Drácula, le espeta algo así como “A usted lo que le interesaba es el dinero; a mí lo que me gustaba era matar”, a lo que Pinochet contesta picado: “¡A mí también me gustaba matar!”.
La película quiere a ratos ser una comedia, y muchos aspectos de la trama son de brocha gorda, pero porque así lo quisieron sus realizadores. Las comedias, qué se le va a hacer, tienden a ser, sino incongruentes, primitivas e instintivas, y para funcionar necesitan alejarse de las complejidades que reviste un caso así. Aunque Jaime Vadell, el actor que encarna a este vampiro ex dictador, menos mal, no lo imita en sus gestos más caricaturescos, e incluso como vampiro su representación es levemente atípica: este Pinochet piensa demasiado, es culposo.
No disfruté mucho El Conde, pero es problemática en un sentido interesante. Se puede decir que en el fondo no se trata del verdadero Pinochet sino de un eco suyo, que en este caso proviene de la imagen famosa capturada por el fotógrafo holandés Chas Gerretsen, es decir, la de Pinochet con el uniforme prusiano, las gafas ahumadas y, en especial, la espantosa capa. Es una imagen tan elocuente de un dictador, que da la apariencia de que no hace falta explicar más. De esa imagen se hicieron muchísimas parodias, sobre todo en Europa.
También es posible, como sugirió el crítico Christian Ramírez, que la idea de El Conde provenga de la portada y la contraportada que publicó el pasquín The Clinic tras la muerte de Pinochet. Era un díptico de imágenes: adelante la captura de él muerto detrás del vidrio de su ataúd, y atrás la de él también en el mismo lugar y con la misma postura, pero esta vez con un ojo abierto y con un globo de diálogo en el que se leía algo así como “¡cuidado!” o, más en chileno: “¡cuidadito!”. Y, tanto en el caso de esta película como en la portada, no se sabe si se está representando un temor o un anhelo oculto de la gente de The Clinic. Porque, por cierto, si bien se entiende que se quiere decir que Pinochet es como un tumor inextirpable para los chilenos, tal como el sistema económico que nos enquistó, también subyace algo sospechoso en este gesto de estirar la vida del dictador con propósitos no tan claros.
No la disfruté mucho la película, pero no me animo a detestarla tal como ya lo hicieron, o se creyeron obligados a hacerlo, tantos supuestos bienpensantes de izquierda como uno. Nuestra visualización de la obra acá queda ensombrecida por las mismas aprensiones que, sin que las tengamos claras, llevaron a que nunca antes existiera una película donde Pinochet fuera protagonista, ya sea por miedo o por asco. Muchos dijeron quedar decepcionados de que no se contara toda la verdad del caso, lo cual es, derechamente, oponer la película a otra que se imaginaron y con la que nunca va a poder competir. Que esa historia parezca para muchos de nosotros un libro abierto no implica que debiera aparecer tal cual en la película.
A lo mejor, no tiene tanto caso analizar la película todavía, y basta con consignar que en el 2023 Pinochet se volvió un vampiro. Salvador Allende se transformó, ya desde su último discurso y desde que fue asesinado en La Moneda, por supuesto, en un fantasma.
Para ir terminando, alguien más vio a Pinochet como un fantasma: Armando Uribe. Él elaboró una teoría donde opera como un arquetipo: “Para nosotros Pinochet es unheimlich. O uncanny, y nos produce une inquietante etrangete; pero a la vez corresponde a algo que sentimos muy propio desde antiguo; lo percibimos oscuramente, con disgusto y placer ambiguos. Es un misterio de la psique chilena (y acaso de otras partes y épocas)”. Y también dijo: “Este proceso no terminará jamás. / Es el de una figura que ha existido desde muy antiguo, y volverá a repetirse (como un terremoto) cuando no se lo espera. / Pobre género humano. (…) // Es que el protagonista es otra cosa que hombre carne con huesos. / La palabra arquetipo es desagradable, pero existe. Y la cosa que significa aletea entre nosotros desprendiéndose de las subterráneas cuevas de debajo de la conciencia.”
A él, a Uribe, quiero dejarle la última palabra esta vez. Quizá su manera de entender al dictador se acerca más al miedo que afligió a mi amiga en su sueño. Ese miedo, curiosamente, no estuvo mediado por imágenes o metáforas, fue una suerte de miedo puro.
Por Nicolás Campos Farfán