Es una de las imágenes más conocidas de Pedro Lemebel. Participó en la Marcha del Orgullo de Nueva York en 1994. Usó una corona de jeringas que rodeaba su cabeza –a la vez un tocado indígena, la aureola de una santa y el atuendo de una vedette de Hollywood– y un corsé que mostraba, como si fuera una placa radiográfica, sus huesos y órganos. Llevó una pancarta que rezaba CHILE RETURN AIDS: quería decir «Chile les devuelve el sida» pero no hablaba inglés y el mensaje se perdía un poco con la traducción imprecisa. Los estadounidenses no lo entendían. Ya había usado el mismo vestuario en la performance El barco ebrio, en los baños del Sindicato Marineros Auxiliares de Bahía en Valparaíso –«apareció en escena, entre duchas y casilleros metálicos, contoneándose cadenciosamente con la versión de Grace Jones de La vie en rose sonando de fondo»– pero en Nueva York su apariencia provocaba recelo, incluso miedo. Según Óscar Contardo, autor de Loca fuerte, su biografía de Lemebel, en la ciudad «había cundido el rumor de que existían desquiciados que pinchaban a la gente con jeringas contaminadas con VIH, por lo que su corona parecía un artefacto peligroso». Los otros manifestantes se alejaban de Lemebel, que no comprendía lo que pasaba, y los organizadores hablaron con la policía. El malentendido sólo se aclaró gracias a la intervención de otro chileno que vivía en Estados Unidos y ofició de traductor. El episodio fue característico de la relación de Lemebel con la cultura norteamericana. La «loca tercermundista» con su «cara chilena asombrada» no encajaba en «la catedral del orgullo gay», en el «Olimpo de homosexuales potentes y bien comidos que te miran con asco».
Lemebel escribió sobre sus experiencias en Nueva York en Loco afán: Crónicas de sidario, editado en 1996. La Marcha de Orgullo de 1994 conmemoró los 25 años de las revueltas del Stonewall Inn; le pagó el viaje la ILGA, la Asociación Internacional de Lesbianas y Gays. En sus Crónicas de Nueva York, Lemebel escribió con escepticismo de la leyenda de Stonewall, que «estas gringas tan beatas y comerciantes con su historia política» querían vender como un mito universal de la liberación gay. Muchos lo aceptan en precisamente esos términos: Contardo, por ejemplo, en Raro, su historia gay de Chile, dedicó tres páginas a la revuelta de 1969 en Nueva York como si formara parte de la historia chilena. Lemebel, sin embargo, no compró la cuenta. Los colores del arco iris, escribió, «más bien es uno solo, el blanco. Porque tal vez lo gay es blanco». Le molestaba el fervor evangelista de los gays norteamericanos. En la crónica abundan las referencias a la religión: Stonewall es «santuario de la causa homosexual», «gruta de Lourdes gay». Ese fervor exigía reverencia a los feligreses: uno visitaba el Stonewall persignándose. Sin embargo, el lugar no le conmovió a Lemebel; se negó a adoptar la piedad del creyente. Se resistía también a la conversión de esa historia de resistencia en una mercancía, «el epicentro del tour comercial para los homosexuales con dólares que visitan la ciudad»; y la omnipresencia de las representaciones yanquis, que convirtió la historia y cultura norteamericana en la historia gay. En esa historia de liberación Lemebel veía la voluntad de dominar.
Estados Unidos fue también la sede del proyecto neoliberal. En el siglo diecinueve la uniformidad cultural que pretendía el capitalismo norteamericano era, para los liberales de esa época, un sueño utópico. El argentino Domingo Faustino Sarmiento –que visitó Estados Unidos en 1847 como enviado del gobierno chileno– se volvió un gran defensor de la empresa yanqui. Le parecía una forma de modernizar los países latinoamericanos y dejar atrás el mundo bárbaro de los caudillos. Cuando Pedro Lemebel viajó a Nueva York en 1994, el sueño de la uniformidad mundial de productos, costumbres e ideas ya se había cumplido. Sin embargo, el autor chileno entendía que el neoliberalismo de su época no iba codo a codo con la libertad: se instaló en Chile como política de la dictadura de Pinochet, que tumbó al gobierno electo gracias a la intervención de la democracia por excelencia. El escritor percibía la influencia abrumadora de Estados Unidos –ahora en plena fase imperial– como una nueva colonización que prometía arrasar con la cultura autóctona. Sus crónicas sobre Estados Unidos le daban la oportunidad de resistirse a las narrativas promulgadas por los norteamericanos, especialmente las de su cultura gay. Lemebel reivindicaba las formas de ser de los chilenos relegados a las periferias de su país y del mundo que los yanquis construyeron en su propia imagen. En una entrevista que le hizo La Nación en 1995 –recopilado por Gonzalo León en el libro Lemebel oral– dijo, «Me interesan sobre todo los lugares de pérdida en este triunfalismo neoliberal, los lugares agredidos, como son la pobreza, la homosexualidad, la mujer, la etnia, etcétera». Su indiferencia a Stonewall como lugar de peregrinaje gay fue la contracara de esta reivindicación.
Lemebel entendió la identidad gay como una imposición de la cultura estadounidense. En 1994, al regresar de Nueva York concedió otra entrevista a La Nación: afirmó que en ese viaje terminó «asqueado de tanto bíceps, tanto Olimpo, tanto Partenón. Ahí hay una estética narcisa, fome, aburrida, sin deseo… me latié, terminé odiando esa ciudad empapelada entera con la bandera gay, símbolo que por los demás le robaron a los incas: es igualita a la bandera del Tawantinsuyo». Ese rechazo se debía en parte a la amenaza que representaba la figura del gay anglosajón, musculoso y varonil para la loca, una identidad propia de la cultura chilena: se encontraba en peligro de «extinción frente al gay gringo». Lemebel se identificaba como loca y vivía esa amenaza en carne propia. Las locas –los homosexuales, a menudo pobres, que empleaban apodos y pronombres femeninos y se identificaban con las mujeres glamorosas de la farándula– no podían entrar en el Olimpo homosexual. La figura del gay gringo se impuso de forma tan implacable en Chile como hicieron todos los demás productos de la cultura estadounidense. Como señaló al referirse a la bandera inca, Lemebel veía este proceso como una nueva conquista, la repetición de lo que el continente sufría bajo el dominio español. De ascendencia mapuche, el autor hermanaba a la loca con las comunidades indígenas. En “La noche de las visones”, la crónica que abre Loco afán, representa la complicidad con sus amigas locas en la época de la Unidad Popular como una especie de Edén: «Todavía la maricada chilena tejía futuro, soñaba despierta con su emancipación junto a otras causas sociales». El conquistador gay llegó desde Nueva York y –como hicieron los españoles con los pueblos originarios– diezmó a la loca con «el modelo importado del estatus gay, tan de moda, tan penetrativa en su transa con el poder de la nova masculinidad homosexual». Fue una nueva forma de colonización.
La identidad gay no fue el único peligro que llegó desde afuera en aquellos años. El sida aterrizó en Chile también. Loco afán empieza con estas palabras: «La plaga nos llegó como una nueva forma de colonización por el contagio. Reemplazó nuestras plumas por jeringas, y el sol por la gota congelada de la luna en el sidario». Para Lemebel, el VIH fue el sucesor de las enfermedades que llegaron a América con los españoles en el siglo XV: una vez más un gran imperio utilizó el contagio para arrasar con los pueblos originarios de otros territorios. Estados Unidos fue el perpetrador de esta «recolonización a través de los fluidos corporales». Ya en 1989, Susan Sontag notó en su libro El sida y sus metáforas la tendencia de los medios norteamericanos a usar «el lenguaje de la paranoia política, con su característica desconfianza hacia un mundo pluralista» a la hora de abordar el sida. Lemebel adapta ese lenguaje a un discurso antiimperialista. Echó la culpa al lugar de origen de la enfermedad. Es un exceso retórico que suena particularmente feo después de la pandemia de 2020: no es tan distinto del discurso de Donald Trump al describir el coronavirus como «el virus chino». Convierte a los portadores del VIH en maleantes. El razonamiento es débil además: una enfermedad sólo puede ser una herramienta de conquista si la metrópoli goza de una inmunidad que no tengan los conquistados. En los 80 y 90 esa inmunidad no existió en ningún lado: la comunidad gay yanqui fue diezmada igual que la de las locas chilenas. Por lo general Lemebel usaba la crueldad –como la escena tremenda en la crónica “El último beso de Loba Lámar” donde la Tora da «bofetones» al cadáver de su amiga para que se quede con «su trompita chupona tirándonos un beso»– para visibilizar a su comunidad y la plaga que la aflige. Como la de la Tora, la violencia de Lemebel le permitía crear belleza en circunstancias desesperantes. Sin embargo, a veces le salía en la forma de chisme malvado –como el que repite sobre los músicos brasileños Cazuza y Ney Matogrosso en su crónica “Biblia rosa y sin estrellas”– o en expresiones xenofóbicas, como las que caracterizaban el sida como una enfermedad de los gringos.
Retrató otra meca gay –la ciudad de San Francisco– en “Una fría primavera rosa”, recopilada en su libro Háblame de amores de 2012. A esa altura Lemebel ya era un autor consagrado: en la crónica se jacta de que «En la esquina, la librería City Light tiene mi novela Tengo miedo torero traducida como My tender matador». Una loca chilena conquista Estados Unidos. Sin embargo, la ciudad no le impresiona: Lemebel nota las semejanzas con Valparaíso pero prefiere el puerto chileno, «mucho más bello en su atorrante promiscuidad arquitectónica; una lata, una tabla, una escalera coja, una ventana colgada al abismo donde destellan las lunitas humildes de los ojos porteños». San Francisco le parece demasiado prolijo. La crónica avanza citando los artefactos culturales que han hecho la ciudad famosa en todo el mundo: Las calles de San Francisco de Armistead Maupin, el tema del grupo The Mamas & the Papas. El autor recuerda una época hippie: «me hice artesano y lana, como forma de protesta, con el pelo largo, el morral mapuche y el chaleco peruano». Como pasó después con el gay, el poderío cultural norteamericano transformó al hippie en un fenómeno mundial, pero no le provocaba el mismo rechazo a Lemebel. Incluso adoptó la estética por un tiempo, adaptándola al Cono Sur. Sigue «admirando el bello San Francisco».
Sin embargo, una vez más el capitalismo le parece una forma de insinceridad. Los gringos no permiten que nada simplemente exista: convierten todo en mercancía. «Todo lo venden», se queja Lemebel, «la paz, la guerra, el misticismo, la masacre…» El famoso barrio Castro le parece un ejemplo más de la tendencia de los homosexuales anglosajones a avanzar sobre cualquier diversidad racial o de clase social, en este caso por medio de la gentrificación. Antes en el barrio «vivían chicanos, negros y perraje latino. Pero después que llegaron los gays con sus perros de marca y decoraron las viviendas con plantitas, lucecitas y faroles dorados, el mismo barrio Castro subió de avalúo y los pobres tuvieron que marcharse». En sus colonias en Nueva York y San Francisco los gays blancos repiten lo que hacían sus antepasados heterosexuales en todo el país: imponen una cultura uniforme cuyos privilegios sólo se extienden a ellos. «No se entiende lo que dicen», escribe Lemebel, «solo ellos se comprenden en su fría primavera rosa». Otra vez Lemebel se encuentra afuera del Olimpo gay, junto con el «perraje latino» y las chicas negras que atienden a los clientes blancos de un bar del Castro «con una reverencia colonial». No le interesa mucho entrar. El chileno siempre tomó el lado de la gente marginada por el sueño norteamericano.
Su recelo se afloja en su crónica “El Proyecto Nombres”, también incluida en Loco afán. Se trata del enorme AIDS Quilt, hecho para conmemorar a las personas muertas del sida, que fue desplegado afuera de la Casa Blanca en Washington. Por primera vez Lemebel encuentra una verdadera diversidad en la cultura gay estadounidense: «Marcaciones de letras que se funden en etnias y culturas diversas. Cruces transculturales que se encuentran en el roce de lija que une estos ajuares». Es una expresión que se aleja además de la lógica capitalista: por una vez, los norteamericanos no buscan vender nada. El Quilt no habla con una sola voz, sino con muchas: las de todas las personas, íntimos de los difuntos, que agregaron un retal al conjunto y las de los seres queridos que lloran. Lo que Lemebel rechaza es la historia oficial, la hegemónica, la impuesta; frente a esta diversidad genuina, este «cementerio naif que rescata en su cromatismo estridente los momentos felices», su tono cambia. Parece que el Quilt realmente le interpela; el texto se vuelve la evocación poética de las vidas desvanecidas a partir de los retales.
Empiezan unas páginas extraordinarias donde Lemebel emplea las prendas de los muertos –los rastros físicos que ellos han dejado atrás– como una clave que le permite imaginar con empatía penetrante las vidas, los amores y las muertes de esos cuerpos agonizados. Como pasa en “La noche de las visones” y “El último beso de Loba Lámar”, aquella empatía por momentos roza la crueldad porque viola la intimidad de otros, nombra sus síntomas –el «goteo de pústulas y sueros», el «vómito de sangre»– enumera todas las maneras en que sus cuerpos los traicionan. Es la misma comprensión que extiende a sus amigas locas en Chile: conoce la ternura pero jamás es sentimental. Su propósito, como el del Proyecto Nombres, es visibilizar las vidas y muertes de personas que la sociedad mainstream no reconoce. Describir el Quilt le permite a Lemebel definir su propio trabajo como cronista: «Un intento barroco de adornar la fatalidad con el festejo colorido, pinta triste las flores plásticas, las fotos quemadas del sol, los juguetes y cintas de cumpleaños que palidecen en los nichos de la periferia… Como si este «mal gusto», en definitiva, fuera la defensa de cierta intimidad latigada, de cierto territorio vulnerado que se protege con una montonera de recuerdos y fetiches y florcitas y corazones, como homenajes pobres para cubrir el dolor». Por fin en Estados Unidos el autor encontró algo con que se identificó plenamente.
Sarmiento presenció el nacimiento de la modernidad en Estados Unidos en el siglo diecinueve; le dio la bienvenida como un proceso que llevaría de manera inevitable a una sociedad más cohesiva e igualitaria. Pedro Lemebel vivió el desenlace de ese proceso y comprobaba que no fue tan así. Como escribe en su crónica “I Love You McDonald’s”, del libro De perlas y cicatrices, esa «colonización del causeo con ketchup» se mete en los cuerpos de los chilenos que consumen la comida chatarra y en las mentes de los empleados que la preparan: se vuelven «peones sumisos de una multinacional que arrasa con las costumbres folclóricas de este suelo». El neoliberalismo avanza sobre pueblos cuyas identidades, costumbres y culturas presentan obstáculos a su proyecto de uniformidad. No se trata de erigir algo en un territorio baldío sino de reemplazar una realidad por otra. En “La noche de los visones” Lemebel escribe del «mapa ultracontrolado del modernismo»: «los destinos minoritarios siguen escaldados por las políticas de un mercado siempre al acecho de cualquier escape». Indagar en las «fisuras» de ese mapa es una manera de combatir su ubicuidad, de reivindicar las realidades distintas que el neoliberalismo busca tapar. El AIDS Quilt, literalmente tejido de los restos de miles de vidas marginadas, pone al descubierto esas grietas. El patchwork da por sentada la existencia de grietas; no pretende confeccionar una sola tela, una superficie lisa, sino reúne pedazos sueltos en un nuevo conjunto. Las crónicas de Lemebel raramente se extienden más de unas páginas: juntan retratos de personas, momentos y culturas en un patchwork literario que da una imagen multifacética del mundo neoliberal. Cortas, coloridas, a veces de un «mal gusto» deliberado, agregan retales a la memoria colectiva. Los creadores del Quilt tomaron los materiales del consumerismo –«un gran supermarket, un vestuario post mórtem de telas y ropas»– y los sujetaron a otra lógica: la casera, la artesanal. El mundo que vislumbró Sarmiento –regido por el capitalismo norteamericano– prosperó; un siglo después, la señal más prometedora que Lemebel vio en Estados Unidos fue un paso para atrás, un tejido hecho a mano rescatando lo humano de las fuerzas aniquiladoras de la modernidad.
Por John Bell
Fotografía de Álvaro Hoppe