Santiago, 2 de enero, 1951
Lo que me aterra en Chile es la torpeza humana, la elementalidad de la vida exterior. Mi país me produce la impresión de estar habitado por ánimas de devorador e infuso subjetivismo, en un plano inferior a la espiritualidad. ¿Tienen espíritu los arquitectos chilenos? Si lo tuvieran, no construirían estos monstruos que son los nuevos edificios de Santiago.
El Horcón, 22 de febrero, 1951
Esto es Chile, este contradictorio país. Si no amara la tierra, algunos paisajes, algunos árboles, no me sentiría unido a nada de él. Desde lejos pensaba con entusiasmo en el salvajismo de estas tierras. Olvidaba que lo salvaje es muchas veces algo calcinado y destruido.
21 de septiembre, 1951
Bruma, aguas aceradas. El mar tiene hoy un vago horizonte. Parece que el alcohol se ha apoderado de los jóvenes pescadores, que noche a noche beben hasta desplomarse en el Restaurante Central. Desde hace muchos días están inactivos. Cuando hay sol, pasan horas tendidos en círculo, en la arena candente. Veo aquí también la miseria de la educación chilena. Para las Fiestas Patrias, las profesoras, por cierto, se habían marchado a Santiago y no habría habido ningún acto cívico si Doña Historia no hubiera organizado por su cuenta desfiles con banderas, cantos, recitaciones y pruebas al aire libre. Pero no participaban sino niños de corta edad. Los muchachos ni siquiera se interesaron por ser espectadores. Debería haber en esta escuela un grado vocacional que estimulara las artesanías marinas; un pequeño coro, una biblioteca. Como a tantos pueblecitos de Chile, hasta aquí no llega el Estado, el monstruo que ocupa Santiago. No hay una posta de primeros auxilios, ni un practicante. Nadie sabe poner inyecciones. En Europa, una pequeña caleta al margen del Estado sería una bendición; sería una comunidad libre, arraigada en sus tradiciones, en su propia riqueza. Esta, en cambio, es una comunidad elemental; sería bárbara, si la gente no poseyera una cultura moral casi innata, sin moralismo. Veo con tristeza la pobre vida chilena, la mugre, el desaliño, la falta de cosas. Fuera de la pesca, no se aprovecha aquí nada de lo que el mar y el campo ofrecen a la fantasía creadora. Casi no existe el sentido del adorno. Los habitantes han vivido siempre en este villorrio. Muy pocos se moverían de él. Sin embargo, parecen estar de paso y parecen extraños a la creación. No son de un mundo que se crea incesantemente. Pertenecen a las esferas oscuras de la pasividad. El pueblo chileno, en este bueno, humilde sentido creador, me parece impotente, trabado, sin arte. Un pueblo visceral. He visto innumerables escuelas que no eran solo pobres, sino paupérrimas por falta de amor, de fantasía. Los maestros, casi todos, son incapaces de educar, pues aunque sepan un poco más que sus discípulos, es la misma la rusticidad de sus almas. Los dignatarios son iguales. Contra el frío del mar, contra la inhospitalidad de la naturaleza, solo tienen el fuego del aguardiente, del agua de la vida. ¿Y después?
9 de diciembre de 1957
Descubro en este instante que quiero irme, quiero regresar al resplandor de las costas del Pacífico, para tocar unas rocas que aún no han aprendido a temer a las explosiones atómicas.
21 de noviembre, 1961
Siempre asocia mi corazón la primavera a la muerte. Este exceso de vidas efímeras, este profusión de sol, esta luz que se materializa en pétalos, estambres, perfumes; esta inquietud sonora, las sombras súbitas de las nubes que empañan los cantos de amor en la espesura, me imponen con su esplendor sensaciones de anhelo y de muerte. La juventud del cielo, sus bodas con la tierra florida, anulan mi voluntad y me dan la ansiedad, el asombro de la vida, el vértigo del no ser. El hombre moderno vive y agoniza para olvidar la muerte, y acaso por eso mismo se complace en hacerla violenta, en incorporarla de algún modo al imperio de la voluntad. ¡Con cuántas empresas vacías creamos la densidad de la existencia! Nuestro tiempo es como el espacio colonizado por una ciudad sin belleza: una red de calles y de casas que no conducen a ningún paraíso.
Pienso en dos amigos aplastados por un camión en un día de fiesta, en un camino pesado de ruedas, a la hora en que las flores de los cerros chilenos se hacen tristes como los borrachos del campo, angustiosas las sombras de las cordilleras, siniestra la penumbra entre las primeras fogatas de los ranchos. Hay tristeza acumulada en estas tierras más que en otras del globo, y ella se apodera también de los hombres. Suyos fueron esos indios opacos que amasaron –¿te acuerdas–? esas gredas descoloridas que desenterrábamos de la arena humedecida por la noche. La tierra, pienso, es fecundada no solo por las semillas que vuelan, también por los ritos, por las imágenes de los hombres. ¿Y dónde han estado aquí los ritos creadores, las bellas imágenes? Esta es una tierra sin hadas, sin elfos. Por eso se nos empobrece, se nos escurre entre los dedos, y tiembla debajo de nuestros pies. ¡Oh tierra nuestra sin fuego interior, sin dolores sublimes, tierra opaca, espejo nuestro! Esta es la tierra triste de unos hombres tristes. El vino se nos vuelve angustioso. ¿Qué podrá producir sino ceguera un vino sin danzas, sin fiestas, sin conjuros libertadores? Las almas pobres empobrecen la tierra. Nuestros suelos no recibieron la adoración pagana, y el bautismo cristiano solo trajo las tristezas de la explotación de los indios, de los negros, de los mulatos, de los mestizos. Nuestras tierras han sido regadas por sangres y sudores de duelo. No tienen el légamo de la alegría colectiva, de la comunidad fundada en el amor, que detiene con sus exorcismos la degradación angustiosa de nuestra madre gea. Parece que aún no hemos merecido ser señores de la tierra nosotros, esclavos, y todo lo manejamos mal, tercamente, con urgencias miopes, sin horizontes. Nos falta la distancia inspiradora, cosa increíble en el país de más largo horizonte, el que más colinda con distancias marinas que deberían estar pobladas de deseos, es decir, de dioses. El pobre costino, que muele sus terrones para sembrar sus lentejas, ni siquiera se inquieta cuando avanzan las dunas que le comen sus fanegas de suelo, y las deja que estrangulen su finca. Es la naturaleza, piensa, y siempre fue así. Siempre ha sido así. El hombre aplastado por una naturaleza que le pide socorro, porque la tierra, siento, no desea morirse, y ama por igual sus cizañas y sus trigos, que son vida que cada año renace. La diosa Ceres visitó nuestros campos. Se le interpuso nuestra Madre María, acostumbrada a las tierras desérticas, ignorante del deslumbramiento de las sementeras y las cosechas. El mes de María es el mes de la primavera, que le da sus encantos, pero sus canciones son interiores, de puertas cerradas, de templos cerrados, con flores cortadas y ya descompuestas. No es el mes de las danzas festivales entre las colinas oradas de trigo, rojas de viñas. La vendimia viene con la cuaresma y la Semana Santa, y la santa ebriedad de los primeros vino sabe a pecado en el tiempo del sacrificio del Señor. Solo los débiles villancicos de Navidad han dado un soplo de alegría a nuestras fiestas. Después, no puedo representarme a este país con la memoria libre de las grandes ordalías de los bosques en llamas. Todavía siento, en diciembre, el calor de unos días sofocantes, de unas noches alumbradas por la brasa de los cerros ardiendo cerca de Santa Cruz, unos cerros ahora calvos y desnudos, de donde venían en otro tiempo, hace apenas 30 años, unos muchachos desgreñados de profundos ojos oscuros que vendían cubos de maqui y cóguiles, que se producían en profusión en esos bosques de las quebradas y faldeos de las montañas, con lianas, fontecillas y helechos, que todos igualmente perdimos, ellos, nosotros y nuestros hijos. ¿Qué podían hacer? No tenían más para vivir. Los propietarios de la tierra se dedicaban a fabricar carbón de leña y les regalaban esos miserables frutos. ¿Quién ha amado esta tierra, para todos prestada? ¡Qué importa que se nos escurra, que se caldea desnuda y se parta, si nadie la ama y sostiene, si nadie la siente en verdad suya y de todos? La tierra dominada por el hombre débil, que se aprovecha de ella, como un amante clandestino de una mujer de mala vida, a la cual se puede inferir agravios sin castigo. No, no merecemos a nuestra tierra. Pienso en todos los himnos y discursos patrióticos, justamente en estos días en que los destructores máximos de la tierra se presentan como los dueños del patriotismo contra las sectas internacionales. El patriotismo, con todo lo que viene después, comienza en la tierra. Habría que preguntarles: ¿has hecho buen uso de la tierra, que dices amar? La respuesta es obvia y falsa. ¿Canales de regadío? ¿Tranques? Sí, en buena hora, y con la ayuda del Estado, en todo caso, con el menor gasto posible, ¿Y el resto? ¿Ante quién habrá que rendir cuentas de tanto cerro pelado, de tantas tierras rojas sin árboles ni pájaros, de tanta quebrada seca, de los alerces perdidos, de las araucarias abatidas para siempre? ¿Podrá encontrar justicia tanta tierra descuidada y perdida, tanto bien de todos, que nosotros, simplemente, dejamos irse al mar, con mortandad de peces, con cegueras de puquios, con muerte de pájaros y flores? Presidirá quién sabe un día este tribunal, más severo que otros, el mismo que pronunció la parábola de los talentos: “Te di un pedazo de la tierra bien plantado de árboles y ahora me lo devuelves yermo. Ahora sabes, te lo di para probarte. Te lo di lleno de flores y de cantos. Mira lo que me entregas. No me importa tanto la tierra como lo que hiciste con ella. Yo puedo crear donde quiera otra tierra, otras tierras. No me cuesta reparar lo que destruyes. Pero tu propia destrucción me importa y me cuesta. Cada tierra que te dé, aquí o en los confines del Cosmos, será tu retrato. Mírate, en estos cerros secos, agrietados, satánicos. Aquí no brotan semillas. Ni siquiera malezas. ¿No es este, hijo mío, tu rostro?. Ojalá recordáramos, después de eso, al hijo Pródigo.
19 de abril, 1964
Necesito una vida más estable, con menos “embriagueces de otoño”. Pero mi presentismo sudamericano me crea todo el tiempo tentaciones, y yo cedo. Las hojas doradas, los racimos de las viñas, la aventura del día. Si trabajara más, me sentiría más lleno de fuerzas, más feliz. Ciertos temperamentos responden bien a la teoría aristotélica de la actividad. No me equilibro perfectamente en el reposo ni hago un paraíso de la dulce pereza. Me hace falta trabajar con amor y amar con trabajo. Si no, se me estancan las aguas y se me vuelven oscuras como el vinoso Ponto. Amo, en cambio, el reposo después del trabajo, con ordenación de papeles, imágenes, libros. Contestar las cartas. No tener que partir a la disparada en cualquier instante, en la experiencia del torbellino. Siempre he pugnado por huir de las estabilidades, por no permanecer. Pero quién sabe si, en “los secretos de la madurez”, sea ya la hora de “velar y contemplar”. Hasta el amor está subordinado a esta necesidad de calma, que viene también de cierta fatiga. ¿Hacer maletas? ¡Qué poesía en otro tiempo! ¡Qué tortura esta noche! ¡Hacer maletas! Despertar temprano y salir de viaje, con libros que no alcanzaré a leer, con cuadernos que volverán vacíos. Mejor sería mirar en la quietud estos esmaltes, estos cuadros, estas plantas. Echar, al fin, raíces. Alguna raíz.
Arica, 30 de julio, 1964
Los despoblados del Pacífico están llenos de momias. La tierra salina exhala pestilencia de mantos. En el valle de Lluta, cerca de Apoconchile, un hombre tan cubierto de polvo que parecía también un cadáver recién resucitado, maneja una motoniveladora y va barriendo momias que quedan en el talud, al lado del viejo camino. Una de ellas fue una mujer de larga cabellera y este cruel despertar la sorprendió a piernas cruzadas, desnuda en sus huesos, mostrando las fosas nasales y los pocos dientes en una mueca de sueño interrumpido. Ahí estaba aparragada como un lorito seco, toda tensa en su inmovilidad, en este paisaje inanimado, dormida y protestando. ¡Hasta cuándo! Irreverencia de los vivos. “Espérense no más. Espérense no más. Yo no me canso de esperar. Espero. Seguiré esperando”. Más allá, una cabeza seca separada del tronco, con olor a cola de pescado, los ojos fruncidos en sus cuencas vacías, la calavera erosionada sobre la arena. El motonivelador seguía allí evolucionando, solo en su torre rodante. Abajo, cerca del río de aguas sulfurosas, amarillas de sed, un indio viejo con más facha de mendigo que de labriego, cortaba totoras, quemaba canutillos, tan indiferente a todo, que no contestó a nuestros saludos. Se limitó a mirar a través de los agujeros de su máscara de cobre.
30 de marzo de 1965
Los terremotos son también mentales, arrasan el subconsciente, lo abrazan y requiebran. Algo queda trizado en el alma después de esos remezones que atestiguan la vitalidad del planeta y su incompatibilidad con el espíritu. Ya el chileno puede superar con creces el sentimiento cristiano de la precariedad de la vida, pues sobre este suelo la vida es no sólo precaria y, como en todas partes, perecedera, sino eminentemente peligrosa: la vida es un cráter, en un basural, en un incendio de bosques, es algo más que el sentimiento trágico de la vida el que podemos nosotros desenvolver.
Estoy cada vez más convencido de que nuestro maridaje moral con la carne que es tierra es nefasto. Estoy solo clamando por la lengua de la materia una cosa distinta, hecha a la medida de lo que soy, de eso mismo que ignoro. He llegado a los límites del abismo. Ángel mío de salvación, pérdida absoluta, háblame hoy. La belleza del mundo no es una belleza. ¿Qué hacer? Un hacer a la medida del espíritu humano. Todo sucumbe, todo se agrieta. Quisiera reconocer un astro nuevo.
Por Luis Oyarzún
De sus Diarios.
Fotografía de Marketa Luskacova
Selección de Miguel Ángel Gutiérrez
Esta es la tercera y última entrega con selecciones de los Diarios de Oyarzún.