Septiembre, 1954

El miércoles pasado fui a Valparaíso, en la comitiva que recibió en el Santa Lucía a Gabriela Mistral. No la había visto desde el Brasil, hace 9 años. Parecía, como antes, una reina en exilio, una Ofelia recién venida, alumbrada por lunas de locura, pero ella misma perfectamente lúcida. Se alzó de su asiento cuando entramos al salón en que estaba, con ojos húmedos muy abiertos. Su expresión me pareció otra vez sin tiempo, como de un ser que vive con lentitud infinita. Estábamos frente a ella Hernán Díaz Arrieta y yo, y, como ella titubeara en elegir, me retiré un paso y ella, adelantándose tal vez a lo que HD pudiera decirle de su delgadez, lo saludó alarmándose de la imaginaria flacura de él: “Tiene que cuidarse Ud., Alone. Le agradezco que haya venido. Yo no me habría atrevido a pedírselo. Pero ¡qué delgado está Ud. …” En eso llegó el Alcalde de Valparaíso con sus regidores y pronunció unas palabras solemnes en nombre de la ciudad, que ella agradeció con una frase y una sonrisa, como extrañada y divertida de tanto revuelo. Con HD la vimos llegar, desde las gradas de la Intendencia, bajo un sol de Marsella. La plaza estaba llena por una muchedumbre blanca y azul de niños, que agitaba banderas y pañuelos cuando ella entró, saludando con una fina mano fija, en gesto de bendecir. No faltaron matronas entusiastas que alcanzaron a iniciar conversaciones fugaces antes de que ella bajara del automóvil. Después, el Alcalde le entregó una medalla de oro y más tarde, desde los balcones, oyó coros y discursos, sentada bajo un pequeño quitasol. Habló dos veces, en honor del mar, que le cura todos sus males y del espíritu democrático de Valparaíso, donde prometió vivir entre quienes la escuchaban. La segunda vez, ofreció mandar semillas de flores importantes, porque los franceses son muy amigos de crear novedades para sus jardines, y una de las honras menos conocidas de Chile es que sus mujeres son muy buenas jardineras. 

Sólo antes de entrar al almuerzo de la Intendencia me reconoció, ayudada por Santiago Polanco, y me dijo: “He leído muy pocas cosas de Ud., pero todas eran muy buenas… Los dos nos hemos portado mal porque dejamos de escribirnos”. En el almuerzo quedamos muy lejos. Yo frente a HD y al lado de una dama que me tuvo intrigado pues me costó saber que lo que veía en su cabeza era un sombrerito de plumas de perdiz y no su pelo. Resultó ser una poetisa. 

Al llegar a Santiago, los habitantes de las poblaciones callampas ribereñas del Mapocho corrían, vitoreándola, detrás del tren. Cuando llegamos a la Estación, salió G. apoyada en el Ministro Herrera y me dijo: “Qué lástima que nos separemos, pero ya sabrá Ud. dónde encontrarme…”

Volví a verlos el viernes, antes del homenaje en la Universidad. Fuimos a buscarla a su casa. Con su mismo abrigo gris, tomaba sentada una taza de caldo. “Pero este caldo no tiene nada de sal…” Durante el viaje al centro, me habló de sus nuevos poemas y de su deseo de conocer las provincias que le faltan. Miraba Santiago con ojos de completa ignorancia. “Yo conozco muy poco a Santiago… Victoria Ocampo me decía: `Lo que te pasa a ti, Gabriela, es que has seguido siendo una provinciana, una elquina…´” En la Universidad, leyó con voz muy apagada una página que después hallé admirable, pero que ahí no pude entender. Creyó que le habían dado un discurso inconcluso y se dedicó durante una hora a divagar sobre la reforma agraria, sobre la suerte de los mineros, sobre los países grandotes y los chicos, con escándalo de los graves decanos.”

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Septiembre, 1967

Cerca de Puerto Oscuro, que bien merece su nombre, el pequeño Fiat se pone a humear y después de un nuevo intento de partida, se queda mudo a unos cuantos metros. ¡Se acabó el viaje! Fernando regresó a Los Vilos a buscar aceite, pensando que nuestra pana se debía a eso, y yo me quedé con RH mordisqueando hierbas y leyendo El poema de Chile de Gabriela Mistral. Así se nos pasó el día entero. Nuestro joven compañero solo pudo volver en la tarde, al oscurecer, cuando ya soplaba una brisa de hielo, con unos muchachos que iban a La Serena en una camioneta desvencijada, los únicos que se comidieron a traerlo. Tuvimos que regresar a Los Vilos tirados por un enorme camión cargado de citronetas de Arica. 

El frío nos había mantenido sitiados en el auto. Los Poemas de Chile están sembrados de pepitas preciosas, pero el conjunto es tieso, parece envarado como un músculo después de una caminata muy larga. La poetisa jadea, abusa de las dualidades, de las oposiciones entre la muerte y la vida, se imita y se repite y los arcaísmos populares solo a veces le resultan felices. Algunos hallazgos –empezando por el poema Hallazgo, el primero de su libro– son espléndidos, una revelación de experiencia insondable y, sin embargo, simple. En casi todo el resto, el forcejeo con una lengua acostumbrada a cantar lo mismo le niega el descubrimiento. RH descubrió muy bien lo que vale, especialmente en los versos más logrados, ágiles y patéticos. A veces ella escribe como si ya estuviera muerta y se dirige a su sobrino desaparecido, sigue con él un diálogo que ya no será interrumpido por nadie ni por ninguna acechanza y, como antes en la vida, le cuenta el mundo. Ella es la Madre Gea que inventaría –o inventa– un país imaginario –su país– y se lo entrega. Chile ahí está, lleno de ciervos, huemulcillos, vicuñas, poblado de indios. Ella se identifica con los unos y los otros. Su mundo es pequeño, tan clausurado como eterno. Es la huerta, el jardín humilde de las viejas aldeanas como ella; pero es más huerta que jardín, pues este ya le parece demasiado lujo. No oculta su poca simpatía por las rosas, que dan un aroma que no dura y que son flores altaneras de rico. En cambio, sus preferencias están con la salvia silvestre, con la albahaca, la menta, las plantas que son útiles y fuertes, penetrantes de olor, salutíferas. Es el suyo un mundillo de vieja campesina, un poco solterona, un poco viuda, que vive de recuerdos que se transforman en “el recuerdo”, el del hijo robado: malas manos tomaron tu vida Es la misma tragedia. Ella solo se consuela conversando, loca, con él, a través de sus macetas, con su higuera, con su pañuelo de hortalizas. El resto del mundo no existe, o le importa poco. Se le ha secado. 

A veces la poesía no pasa de ser eso y ella se queda ahí mismo, sentada triste en el corredor de la casa. Más de pronto hierve y se le sube a la sangre, se le derrama en generosidad bendecidora o se alza en elevada, altísima tragedia. En sus cogollos alcanza a la plenitud. 

 

Por Luis Oyarzún

 

De sus Diarios.

 

Esta es la segunda parte de una serie de cuatro o cinco transcripciones de los Diarios de Luis Oyarzún. La primera parte puede leerse acá: https://revistaoropel.cl/index.php/2023/12/07/sobre-hijo-de-ladron-de-manuel-rojas-por-luis-oyarzun/

 

Selección y transcripción de M.A. Gutiérrez