Tras unos versos de lectura descubro que el poeta ha llenado su espacio de animales. Leo peces, perros, pájaros, cangrejos, más peces, más perros, más potros. Leo insectos invisibles. Leo algas, incluso un bagre. Leo los animales y su pasión por el alba. Y todo esto, engastado, rodeado de colores cálidos, olas y adjetivos vivificantes en una suerte de carrusel en el que el poeta gira, uno más en esta especie de comunidad universal de buena venturanza withmaniana. Aunque sospecho que Rosseau y también Thoreau circulan por ahí. Esto, nada más sea por acumular referencias y nombres, de artistas que han vivificado un espíritu similar. También, a veces, ciertamente, en algunas descripciones podría imaginar estar pintado en un paisaje playero de Rosseau. Extraña apuesta en estos tiempos en que la poesía asiste de primera mano a su pulsión deconstructiva, demasiado alejada de la simpleza del yo. Y con esto me refiero a un yo no amenazado ni tampoco amenazante sino -oh sorpresa en estos tiempos, de capas múltiples y entremezcladas- más bien en directo contacto con la felicidad de sí. Porque en estos poemas la presencia vital es un yo lírico, que celebra y canta, entremedio de palomas, teros, chercanes, gorriones, chincoles parados en un laurel blanco, aunque otros, lo hagan desde una ventana, en la cual el poeta afirma poder verlos. ¿Se ve el poeta a sí mismo, cantando y emplumado en la ventana? Otra presencia permanente es el mar. El mar con sus olas, su sonido, el mar extendido en las playas que visita, el mar, con su catálogo de luz, bajo las dos claras ocasiones del día: atardecer y amanecer, que marcan el trajín de la existencia momentánea. Y entre todos estos elementos, el poema, actuando como una bitácora sentimental, una bitácora de cierta felicidad estrictamente de orden personal, compartida vía el texto por el ansia de expresar, cantar. Conozco a Javier y lo que hoy leo es como un mensaje en una botella estelar, que trajo las señas de un planeta distante, muy diferente al Coquimbo norteño, desértico y portuario en donde se crió. El de este poema, es otro mar. Y el planeta no es el de la luna roja al norte de Chile. Javier, acaso, en algún momento fue un pez y nació en la oscuridad. Pero ya no. Est domus in terris clara quae voce resultat; Ipsa domus resonat, tacitus sed non sonat hospes; Ambo tamen currunt hospes simul et domus una dice Sinfosio en su enigma y bien que el poeta es hoy un pez en distinto mar. Leo en otro texto y otro libro: Anemonas (aguas vivas) y los ovoides caparazones de los caracoles adornaban la playa. Al parecer el poeta, en el que el ser humano y el lírico parecen convivir en directa, amable y hermosa comunión, ha ido entreverando hace años, su gloriosa plenitud. Por lo general, acaso, tal vez, es posible, la poesía posmoderna distingue el mundo ya como una amenaza o como un espectáculo y en el caso de la Celebración de Javier, no hay rastro de ello. Basta aquí con la existencia cotidiana, iluminada por el gozo de vivir.

 

Por Alexis Figueroa

Fotografía de James Abbe

 

 

 

 

 

 

Celebración
Javier del Cerro
Prólogo de Thomas Harris y epílogo de Álvaro Ruiz
Pampa Negra Ediciones, Colección Pleamar
16,5x21cms, 48págs., 2023.