La primera vez que pronuncié su nombre fue por casualidad. Habíamos estado viéndonos durante cierto tiempo pero yo nunca la había llamado por su nombre: ni entero ni en diminutivo. Y quizá hubiese seguido así hasta que, obligado por el azar, tuve que hacerlo: iba por la calle chateando con ella, justo acababa de mandarle un audio, y de repente me pareció verla. De hecho la chica que tanto se le parecía estaba escuchando un audio: probablemente el que yo acababa de mandarle. Entonces grité “¡¿Julieta?!” y ella se dio vuelta.

Así fue que pronuncié su nombre por primera vez.

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La versión definitiva de Romeo y Julieta se escribió hacia 1595 o 1596 y vio la luz pública al poco tiempo. Como todo el resto de la producción de Shakespeare respiró, al nacer, una atmósfera de taberna: el público era más bien grueso, hecho de marineros y mercaderes, y apenas buscaba entretenimiento. Solamente después, con el correr de los siglos, empezaría a considerarse que ese conjunto de tragedias, comedias y sonetos constituía el límite superior del arte humano.

Primero fueron los literatos que resaltaron los primores del estilo: la forma exuberante, la sintaxis audaz, el vocabulario frondoso. Pero después ya se empezó a pensar que, más que un dramaturgo inasible y un empresario teatral exitoso, Shakespeare había sido un filósofo, un teólogo, un profeta, un sabio y un Dios. Había tocado todos los timbres del universo, había presentido todo y, perpetuamente actual como la naturaleza, había comprendido todo.

Así las cosas, hubo quienes se acercaron a Romeo y Julieta para encontrar teorías del amor, el destino o el tiempo. Otros, la comprobación de teorías psicológicas (Harold Bloom escribió que Shakespeare es el psicólogo original y Freud el retórico tardío). Otros, motivos para polémicas o jubileos. Otros ideas para pensar la posmodernidad, el estructuralismo, el feminismo o los estudios queer. Otros, argumentos para óperas. Otros belleza lírica. Otros la invención de lo humano.

Yo, en cambio, iría a buscar algo más humilde: la Julieta elemental. El principio eterno. El ejemplar que, en medio del gran río de Julietas que resbalan por el tiempo, marcó el nombre y le dio su vibración, su acento, su fulgor y su estremecimiento. La precursora y referencia de las que vendrían. El molde. El fondo. La primigenia y arquetípica. La Julieta que, con la excusa de una ventana, se elevó sobre un amante que tambaleaba, a su vez, con la excusa de una escalera. La que dijo para los siglos venideros: conmigo el amor será imposible y el romance será tragedia y la pasión absoluta y la felicidad breve y la intensidad mítica y la sexualidad catástrofe. La que dijo: conmigo no se vive sino que se muere. La que dijo: conmigo sentirás todo aquello que no experimentarás nunca. La que inauguró la raza.

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Reacio a leer teatro, había pasado toda mi vida sin interesarme por Shakespeare. Las desventuras de Lear, Macbeth y Hamlet transcurrían en una dimensión paralela a la mía. No me atraían el tedioso listado inicial de los personajes, la división por escenas, el detalle circunstanciado de quién entra y quién sale molestando en cada página, el coro con aires griegos, las notas al pie que obstruyen el texto y, a pesar de tratarse de un clásico, la impresión general de fiebre que podía intuir antes de haber leído siquiera una página. Además semejante literatura merecía ser leída en el idioma del poeta, y eso era imposible dado mi nivel de inglés.

Pero cuando pasó lo que pasó y el nombre se llenó de significado y muchas cosas se llenaron de tristeza y los objetos empezaron a definirse por haberla conocido o no (esta prenda sí estuvo cerca de ella, aquella vela no), la Julieta de Shakespeare empezó a interesarme. No solamente porque era la única disponible (estaba, por cierto, más a mano que la que yo había conocido) sino también porque, quizá, la italiana ideal de fines del siglo XVI podría explicar a la argentina real de principios del siglo XXI. ¿Qué podía decirme Romeo y Julieta sobre lo que yo había vivido? Más precisamente: ¿qué podía decirme la Julieta de Shakespeare sobre la Julieta que me había tocado en suerte? Más breve: ¿qué podía decirme Julieta sobre Julieta? Y entonces sí empezó a valer la pena indagar en la espesa savia del clásico.

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Yo, por si no hubiera quedado claro, la estaba buscando. Ya  me la había cruzado una vez, así que la buscaba apenas salía a la calle (había diez barrios entre su casa y la mía) y la buscaba en mi teléfono: ya había recorrido nuestro chat de ida y vuelta y ya había escuchado y borrado sus audios. La extrañaba cada instante del día y de la noche y, lo que es incluso peor, al recordarla le daba un sentido profundo a todo lo que ella hacía o, más bien, había hecho. Era ridículo. Y si iba a ser ridículo entonces lo que tenía que hacer era darle un sentido profundo al nombre, que era justamente lo que ella no había elegido (y que además, en tanto algo puramente recibido, era símbolo de su belleza). Julieta era parecida a nada pero en el origen podía, quizá, haber un significado. Julieta era inclasificable pero se llamaba Julieta. Esa era su parte inmortal, y yo bien podía inventar un nuevo campo de estudio: la etimología, caprichosa y hasta personal, del nombre propio. Es verdad que la Julieta de la obra teatral pertenecía a la región del arte y por lo tanto era supraterrena, pero esta también. Podía, entonces, leer a Shakespeare, que no sé si inventó lo humano pero seguro inventó la posteridad del nombre en cuestión. Perdido, era una buena idea volver al principio.

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Empecé la lectura del drama que el universo aplaude desde el siglo XVI y rápidamente se me hizo claro que el supuesto alimento espiritual del genio inglés iba a ser difícil de procesar. La sensación era de irrealidad. Además la sola idea de que eso fuera música verbal me parecía inalcanzable. La traducción era de un tal José María Valverde y obviamente me perdía todos los matices del original, del que solo percibía algunos vislumbres. Los sentidos laterales, los retruécanos y los juegos de palabras me pasaban por al lado. Un amigo me había dicho que al menos los latinismos me iban a sonar familiares por su cercanía con el castellano, pero estaba claro que no iba a poder aportar algo en el eterno debate sobre si Shakespeare fue, o no, un Dios que iluminó la tierra desde el artístico firmamento.

La mejor parte consistía en imaginarme la Inglaterra en la que vivió Shakespeare (una Inglaterra en la que Shakespeare todavía no se escribía Shakespeare sino Shakspere, Shakespear, Schakespeare, Shake-speare, Shakspeare) y en particular esos teatros suburbanos, londinenses, al aire libre y sin telones en los que bajo el rayo del sol se hacían las obras.

Pero en la tercera escena del primer acto Julieta aparece. Se hace rogar: la madre la llama y el ama de llaves le dice: “ya la mandé venir. ¿Dónde está esta chica?”. Entonces la Julieta que inició la estirpe dice: “¿Qué hay? ¿Quién llama?” (How now, who calls?). Su madre le dice que el conde Paris la pretende y ha pedido su mano, y le pregunta: “¿puede complacerte el amor de Paris?”. Entonces Julieta le responde: “trataré de gustarle, si el tratar mueve a gustar”. La respuesta es impresionante y eso, el fulgor inteligente, fue lo primero que me hizo pensar “podría ser ella”.

Por Alejandro Droznes