[Humboldt, Flaubert, Stein, Beckett, Joyce y Pollock]

 

 

Por una genealogía del cotorreo

¿Qué es del chorro de palabras que dejamos pasar de largo en cada conversación o lectura?, todas barridas en pos de las 3 o 4 con que nos quedamos. ¿Qué hay con las que están de más?, a menudo dichas por compulsión o floritura; rastrojos de una desapercibida arboleda que circunda a perderse entre lo entendido. 

Vemos que sin duda a cualquiera le atañe, más pasaré por casos en que la cotorra se lleva en la solapa como emblema de palabras extraviadas, esbozando una breve genealogía moderna de la compulsión del habla desde la figura del loro.

 

El loro de Humboldt

El cuento es bien famoso, el explorador prusiano se hallaba en el río Orinoca de Venezuela a fines del s. XVIII cuando conoció a una tribu en Maypures que criaba loros y les enseñaba a hablar, la cosa pega en que entre ellos dio con uno al que nadie allí entendía puesto que según le advirtieron habría pertenecido a la extinta tribu de los Atures. Como un eco cuya fuente se apagó, el loro seguía y seguía repitiendo los dialectos por mucho que a nadie le hicieran sentido, ante lo cual Humboldt transcribió fonéticamente 40 palabras en su cuaderno, congelando así los rumores del eco. La anécdota nos asalta con impresiones ambivalentes, siendo que por un lado es atestiguar a una lengua vuelta pura inflexión vocal, consistencia vaciada que solo alude a su condición de extravío eterno, y que por otro lado, de la mano del milagro y compasión a un vestigio rescatado como basura espacial en el infinito, un estado puro de la palabra en su materia prima de sucesión de retorcijones en la inflexión oral, el habla como respiración sonora en la desguañangada hebra de su último aliento, logra tocar los oídos. Y uno rápidamente se pregunta si eso sigue siendo lenguaje, pero también es asediado por la idea de que, de hecho, justamente eso es el lenguaje. Un sopese de malentendidos y soledad musicalizada en la respiración.

Desprovistos de cualquier posible uso, lengua en su pura forma y textura de palabras al aire, circulando desarticuladas, pero ¿circulando aún?

 

Beckett-Pollock

Samuel Beckett deja un guiño en su novela Malone muere donde en cierto momento el senil y ecolálico protagonista nos habla de un loro llamado Jackson, pasando entre seguidilla de digresiones a apodarle Polly; una brumosa alusión a Jackson Pollock que me incitara a rastrear filiaciones entre sus obras. Contemporáneos que compartieron el alero económico de Peggy Guggenheim, a través de quien muy probablemente habrán tomado contacto algunos años antes de estallar la Segunda Guerra. Aquí el fragmento mencionado:

“bajando la mirada, triste por el pequeño charco que la orina, después de haber atravesado mi pantalón, había formado a mis pies. Ahora que ya no lo necesito, voy a decir su nombre. Jackson. Me habría gustado que tuviera un gato, o un perro joven, o un perro viejo, mejor todavía. Pero el único compañero mudo que tenía era un loro, gris y rojo, al que trataba de enseñarle a decir, Nihil in intellectu, etc. Esas tres palabras el pájaro las pronunciaba bien, pero la célebre restricción lo superaba, lo único que se oía era cua, cua, cua, cua, cua. Y cuando Jackson, irritándose, se empecinaba en hacérsela repetir desde el principio, Polly se enfurecía y se retiraba a un rincón de su jaula.” (Samuel Beckett, Malone Muere. p.49. Ediciones Godot).

Rápidamente deducimos del pequeño homenaje una suerte de retrato del pintor del dripping encarnado en un loro repetidor que se asoma entre la soslayada concatenación de aproximaciones e impasses que configuran al torrente deshilachado de este texto, sin acabar de entender si acaso Jackson es el loro o quien lo amaestra. 

Hilando fino, en el plumaje rojo y gris se atisba desde ya un desplazamiento de la paleta del pintor de Nueva York, con aquella palpitante intensidad al fondo de una tupida y opaca indiferenciación. Por otro lado, la cita completa al aforismo en latín que se cercena en el texto corresponde al nihil in intellectu nisi prius in sensu (Aristóteles), ya sea esto: nada en el intelecto sin antes pasar por los sentidos. Ahora bien, en el marco del atrofiamiento de los sentidos que atormenta a los personajes beckettianos, se sugeriría en el corte de esta frase la caída de un puente con el mundo, y por ende no más que un hueco vacío en el pensamiento, nihil in intellectu: nada en el intelecto. Es la concepción de una poética que atiende a la cabeza fundida, y que a su vez entiende a las limitaciones cognitivas como motor de todo movimiento. Confusión como apertura de los significantes y un tejido de vadeos. En Pollock podemos llamarle ruido de la mente, y hablar de inspeccionar hasta ver el ruido con toda claridad. En relación a este aspecto, es cosa de ver cómo es que describe la jaula del pajarraco: muy hermosa, bien equipada, con perchas, trapecios, comedores, bebederos, rampas y huesos de jibia en cantidades. Un espacio reducido en el que sin embargo se tiene de todo. Hacinamiento, restricción y las infinitas volteretas y manjares posibles.

En cuanto a la elaboración compositiva respecta, vale decir que Pollock desarrolló el dripping cuando se mudó a su casa en Springs a las afueras de Nueva York, la cual contaba con un inmenso granero que usaba de taller y en el que podía colocar los lienzos en el suelo y rodearlos, rebasando la vertical gravitatoria en pos de una suspensión no menos considerable. Pérdida del oído medio, del arriba y abajo, orbitando por el espacio antes que erguirlo y sostener su peso. Tal fuera a su manera la composición de repasos que empujó a Beckett por esos años.

 

Stein-Pollock

Unos 40 años atrás Gertrude Stein ya habría estado trabajado en torno al ritmo del pensamiento refiriendo abiertamente a un pájaro que se posa, salta y vuelve una y otra vez de maneras no lineales, en una formulación que desarrollaría muy alentada por sus estudios del torrente de la conciencia de la mano de William James, sin dejar de mencionar los notables ecos que generara su estrechez (hasta el auspicio) con los trabajos de Cézanne, Picasso y Matisse, artistas que revitalizarían una concepción moderna de la autonomía del lenguaje pictórico y que más tarde Pollock llevaría al punto de la conquista de la superficie, digamos, el gran guatazo contra el ventanal cerrado que es el cuadro. La pincelada, o en literatura, la palabra, sílaba o fonema como suceso a priori.

 

Pollock-Beckett

Sucesión de tanteos sobre multitud de direcciones en vastas opciones que en un panorama de apariencia despejada estancan el movimiento; hostigamiento compulsivo, fervor interior, verborrea exterior, hacinamiento e indisitinción; el proceder de nuestra incapacidad de proceder, aún aunara el ruido blanco a las diferencias y matices, vastos de cerca, e inagotables variaciones. Tomemos al loro entonces como ícono moderno de reiteración industrial llevada hasta la redundancia y el sinsentido, tal como las palabras son llevadas en Beckett a la primitividad que le es propia al canto de un pájaro y sus secuencias. Por otro lado, el gesto pictórico y conformador de imágenes es llevado en Pollock a un fardo de trazas arrojadas a su suerte contra el plano.

 

Beckett-Joyce (¡Flaubert!)

Beckett fue asistente de Joyce (le tipeó sus últimos dictados para el Finnegans Wake cuando aquel ya estaba ciego), y Joyce ciertamente expande el proyecto de Flaubert, quien también tenía su loro; pienso en el loro embalsamado de Felicidad, la criada de Un corazón sencillo; en su caso, es la idea de la palabra como una repetición falta del peso mismo de la realidad, la palabra como una vida embalsamada; este loro al que Felicidad ya al final de sus días mira con éxtasis, podemos pensarlo como un signo de la palabra como vida embalsamada que sin embargo aún es capaz de llevar la luz al interior del encierro; signo del escritor estoico que admite los límites de su práctica y desde ahí se potencia en innumerables posibles dentro del puro metro cuadrado. 

Sea la jaula o la condición taxidérmica del loro, la bulla incesante del pensamiento marañoso; el choque de la nariz contra el libro, contra la pared, contra el vidrio, sean las palabras que no tocan lo que buscan; la insistencia hasta el absurdo de palabras como etiquetas y postales tiesas; del lenguaje como una criatura embalsamada y sin embargo viva. Pulso o inercia de lo inerte. No hay diferencia. Vivos o muertos, a todos nos empuja o arrastra algo más. Y nos sentamos quietos más aún rotamos en espirales a toda velocidad.

 

 

Por Martín López