Traducciones
Quiero creer que nada podemos ver
No tenemos palabra alguna.
Cuando miro por la ventana y digo verde, quiero decir mar
verde,
quiero decir musgo verde, quiero decir gris, quiero decir pálido y también
eléctricamente salpicado de blanco y me refiero al verde
en su húmeda forma de brillar en una hoja.
El verde de Scheele, verde de pintores renacentistas,
es una solución de carbonato de sodio calentada a noventa grados
mientras el óxido de arsénico se agita. El sodio desplaza el cobre,
que se deriva en un precipitado verde que a veces se usa
como insecticida. Cuando digo verde me refiero a
un bichito verde brillante que come una hoja amarilla.
Antes de los sintéticos, no todos los pintores podían permitirse una capa
azul. El rosa schoking, alias neón, alias rosa kinky,
ni siquiera estaba en el mercado. Quiero creer que Andy Warhol
lo inventó en 1967 y que desde entonces los ojos de nadie
han sido los mismos. Hubieron antes ocasos,
pero sin ese tan impactante neon Marilyn, un cielo desértico
solo era manchas de cataratas. Eso quiero creer.
El verde pálido de los líquenes y las hojas a medio terminar
que llenan mi ventana es una paleta alejada del clavel
o buganvilia, pero mirar es entender que no es,
es entender lo que no es. Miro tanto por la ventana.
Entre el principio y el fin se desplegaron las hojas.
Miré una mañana y todo me pareció infamiliar
como si estuviera mirando el verde que solo se pudiese ver
si nunca se hubiera sabido que existen colores sintéticos.
Me he trazado a mí misma, dice la gente.
Lo entendemos, dicen.
Hay quienes solo tienen palabras para rojo
y blanco y negro, y me pregunto si ven siquiera
los árboles al borde de la hierba
o las tormentas verdes que vienen del oeste.
Hay quienes usan la misma palabra para verde
y rojo y marrón, y me pregunto si el rojo
parece tan urgentemente brillante saliendo del cuerpo
cuando no hay verde contra el que caer.
En su tratado sobre color, Wittgenstein pregunta
“¿No es posible imaginar que ciertas personas
tienen una geometría del color diferente de la nuestra?”
Quiero creer que el ojo no ve el verde hasta que tiene un nombre,
porque no quiero que nada se vea como antes.
Van Gogh pintó flores rosas, pero el rosa se desvaneció
y los curadores etiquetaron la obra “rosas blancas” por error.
El mundo en mi ventana es un color que los griegos llamaron chlorol.
Cuando aprendí la palabra, estaba recién embarazada
y los primeros líquenes pálidos acababan de motear las ramas plateadas.
Los pinos y los líquenes en la fría llovizna brillaban en verde
y un libro en mi regazo decía que chlorol era una de esas intraducibles
palabras. Su resplandor vibrante me fue placentero entonces, como un dedo
inmerso en azúcar me deleitaba entonces. Dije la palabra en voz alta
para que el bebé escuchase. Chlorol. Imaginé que el bebé
solo podía ver rosa fuerte y carmesí dentro de su universo pequeñito,
pero si pudieses ver lo que estoy viendo, la palabra
es chlorol. Es una de las cosas que te gustará aquí.
Los críticos del siglo XIX se burlaron de los pintores que arrojaron sombras
en inopinados colores. Después de notar que los cipreses verdes dejan caer rojas
sombras, Goethe los reprendió. “El ojo exige
completitud y busca el círculo colorífico en sí mismo”.
Él habla de un truco de luz que le hizo pasear por una hilera de amapolas
para ver nuevamente los pétalos en llamas y figurarse el por qué.
Una y otra vez, Wittgenstein se preocupa por el problema de la translucencia.
¿Por qué no hay blanco claro?
Quiere ver el mundo a través de gafas de blanco color,
pero todo lo que encuentra es niebla.
Pronto sentí como si el bebé se hubiera caído
como una sombra azul en la nieve.
Luego sentí que había matado al bebé
de la manera en que puedes estar pensando en otra cosa
y dejar caer un pesado plato por error.
A veces siento que era estúpido
haber pensado que estaba embarazada.
El color es una ilusión, una respuesta al universo vibrante
de electrones. La luz tañe una hoja y hay una explosión
donde aterriza. Cuando cambian los colores, los campos electromagnéticos
están colisionados. El viento no es lo único que mueve los árboles.
Una vez, cuando entré en esos bosques, vi una única orquídea de color rosa intenso
en la ladera y tuve que seguir recordándome
no contarle al bebé sobre las hermosas cosas pequeñas que estaba viendo.
Entonces el rosa intenso ha estado aquí desde siempre y no me importa siquiera
ese color o cómo Andy Warhol me mostró una orquídea.
Odio el rosa. Hace que mis ojos ardan.
* * *
El sonido de la música
Cuando te digo que amo
la canción “Edelweiss”
tienes que entender
que, aunque yo también
soy una sofisticada
que desprecia los musicales,
una vez fui una niña
que se quedó en la sala de estar
de mi abuelo
cantando ¡Cuckoo!
¡Cuckoo! mientras él bebía
su whisky y se reía
de mi preciosismo.
Y cuando te canto la letra
al oído –Small and
bright, clean and white,
you look happy to meet me
–tienes que entender
que mi abuelo sólo
tuvo un amigo, un joyero
que también bebía whisky
y que le dejó su Rolex de 10.000 dólares
a mi abuelo, quien
lo llevaba aunque
le ponía verde la muñeca,
lo llevó al funeral,
donde la hija cantó
con su etérea voz. Blossom
of snow may you bloom
and grow, bloom and grow
forever. No podía apartar
sus ojos del ataúd.
Tienes que entender que
mi abuelo no paraba de darle vueltas
a ese pesado oro alrededor
de la muñeca, y cuando alzaba
la voz para unirse, lloraba
al cantar. Edelweiss, edelweiss,
bless my homeland forever.
* * *
Tienes miedo a la oscuridad
Tienes miedo a la oscuridad,
de lo que culpas a los mapaches,
o más puntualmente, a tu padre,
que los llevó a ti y a tu madre
dentro de la noche con una linterna
y una escopeta, y luego los dejó
con ambas, mientras a ella le cogías
la mano temblorosa. Tú
seguirías a tu padre
hasta el fin del mundo,
hasta lejanos bosques de abedules
donde los mapaches gruñen y
sus verdes ojos destellan.
Su escopeta disparaba
contra los caquis
y la lluvia de hojas y frutos maduros
caía lejos cada vez más lejos,
hasta que sólo el crepitar de sus disparos y el lejano aullido de los sabuesos podía oírse.
Los mapaches vinieron entonces
siseando en derredor: los dejó, los dejó,
y ahora ustedes son nuestros.
* * *
Para Emily, que a veces venía a ver llover
Éramos un par de ranas solitarias.
Ella tenía miedo
también de otros niños,
y éramos amigas
cuando podía verla,
lo que era raro –
ranas, cuán solitarias criaturas.
Cuervos negros sobre nosotras se apostaron en el árbol.
La única vista: alas de la noche
se acicalaban sin cese. Una rana puede tragar,
pero no puede gritar.
A ella le gustaban las pausas en la tormenta,
cuando la luz desciende como niebla
y que nos quedásemos atrapadas
en un estrato de sol
comprimido por un puño
de nubes cinerarias, embadurnado
asfalto que brilla como una vitral,
cuando, cansado de la pálida existencia,
ese sol se abandona en cada hoja.
Debería haberles llamado a todos para que vieran,
pero yo no era esa clase de niña,
y ella no era esa clase de sueño.
Por Kathryn Neuerberger
Traducción de Javier Pavez