“Si lo bueno breve, dos veces breve”, decía Honorio Bustos Domecq, que no escribió. Conocemos personajes muy escritos sin escritura, Sócrates, Diógenes, Cristo (¿realmente nunca rayaron nada y permanecieron ágrafos hasta el final?); gente leída, como Don Quijote, que escribió muy poco. Una carta, unos grafitis y luego otra carta, sería todo. La primera está dirigida a Dulcinea, por supuesto, pero no sabemos qué dice porque Don Quijote se la encomienda a Sancho Panza y éste la pierde para siempre. Los grafitis vienen justo después de eso, cuando se nos presenta la única imagen de Don Quijote escribiendo a lo largo de la novela: escribe, o raya, o graba “por las cortezas de los árboles y por la menuda arena muchos versos, todos acomodados a su tristeza.” La otra carta va dirigida al propio Sancho, cuando ya es gobernador de la Ínsula Barataria. Esa sí la podemos leer y en el fondo da un poco de rabia, porque aparece justo cuando por fin es el gran momento de Sancho (los sanchopanzistas hemos esperado mucho para eso, hasta el capítulo LI de la Segunda Parte), y entonces Don Quijote aparece como un tipejo —un escritor— dispuesto a todo con tal de no perder protagonismo, dando consejos, despachándose frases en latín, bastante hinchapelotas. Pero Sancho, harto de ser gobernador (“no tengo lugar para rascarme la cabeza”), le responde dictándole a su secretario una carta más larga y mucho más divertida. Sancho, que no sabe escribir, escribe más y mejor que Don Quijote, quien, eso sí, habla bonito y nos endulza la oreja y sabe que en el fondo los famosos, los verdaderos famosos, no son escritores ni se distinguen por escribir novelotas sino por partirse el lomo. Pero hay gente más ambigua, contradictoria, más torcida quizá: quienes no escriben pero anuncian que lo harán, escribiendo. Escriben poco y mucho; se aprestan para escribir, y los preparativos, que se escriben, son infinitos. Ocurre como con esas personas que murmuran lo que están haciendo, ahora voy para acá, ahora me tomo un té, ahora me echo una pestañita; son un lujo: escriben, con sus vocecillas, acotaciones al drama de la vida. En mi caso, me doy cien vueltas antes de sentarme a mover una coma, o borrarla. Desde las ocho de la mañana voy interponiéndome tareas para no escribir. Leo poco también porque temo que algo en la lectura me dispare el deseo de querer ser (falsamente) famoso. Entonces voy por ahí, sacando la vuelta, dilatando lo más posible el momento fatal de mover aquella coma o de borrarla, o —si ya la borré— volverla a poner. Ya de noche, caigo en la trampa, la coma me llama y me siento a escribir cuestiones formidables como ésta, de la que seguro me arrepentiré porque, como le decía Hitchcock a Truffaut, “las ideas que se le ocurren a uno en plena noche, y que cree que son formidables, resultan ser a menudo lamentables a la mañana siguiente.” En realidad, admiro a mi madre, quien desde la aparición del Whatsapp ya no escribe, o escribe de una manera extraña, con mensajes encriptados entre los que tal vez esconde su carta perdida. Hola mamá, ¿cómo estai? Respuesta: un video de Youtube con una rola de Lucha Reyes (“Un fracaso más qué importa”). Ah, ok, ¿ya te tocó la segunda dosis de la vacuna? Respuesta: el link de una nota de prensa: “Revise aquí el calendario de vacunación”. Interesante: sin escribir ni hablar, o escribiendo y hablando de esa manera extraña, pero sin mover una sola coma ni estampar grafitis con su tristeza, mi madre es de pronto la escritora extrema, conceptual, sin interioridad. Y desde luego: no da entrevistas.
Por Martín Cinzano
Foto de Helen Levitt