En una de las salas semi circulares que conectan dos pasillos del Museo de Bellas Artes había -estuvo desde el 25 de julio al 22 de septiembre- una instalación que en primera instancia abruma por todos los estímulos sensoriales que genera. Desde el techo baja un alambre de púas ennegrecido, de él cuelga un televisor cuadrado de la década del 70 cuya pantalla deja ver una secuencia de olas en alta mar (sin rompientes) vistas desde arriba. Además el televisor emite constantemente el sonido de un helicóptero. Tanto la imagen como el sonido están en una repetición infinita.
La obra se llama Traslado de Televisores y es parte de la última exposición de Carlos Altamirano titulada “O si no”. Si como espectadores pasamos rápido y solo vemos el televisor con esa imagen y sonido, nos evoca un evento específico: los desaparecidos que colgaban de helicópteros militares para luego ser tirados al mar, bajo la orden dictatorial de no dejar rastros de desaparecidos y ejecutados. Esto no es casual, dicha orden militar fue tipificada como el caso Retiro de Televisores.
Sin embargo, la televisión y el alambre de púas es solo la parte superior de la obra. Si bajamos nuestros ojos encontraremos en el suelo, mirando hacia arriba, una pintura del mar dentro de un marco dorado con distintos relieves. A esa pintura le caen gotas desde el televisor que oscurecen su imagen y forman una especie de pequeño pozo. La (in)verosimilitud de que caigan gotas de un televisor a una pintura no parece muy distinta al hecho de que caigan cuerpos de un helicóptero al mar.
La vertiente política que alude a la dictadura (tal como casi toda la obra de Altamirano) parece ser la totalidad significante de Traslado de televisores, así lo explican los guías del Bellas Artes y los catálogos. Sin embargo, si Altamirano tiene un especial cuidado en la elección de los materiales con los que trabaja, también lo tiene en la relación que estas materialidades establecen.
En la televisión está la imagen del mar calmo, quizás el mismo que fue retratado en la pintura. El horror lo entrega principalmente el sonido con su incesante traquetear. Como si esa imagen, la del mar calmo, no pudiese encontrarse nunca más sin ese ruido. La misma relación se puede hacer entre el mar de la televisión y el de la pintura. Mientras la primera contiene un video viejo de colores opacos, la otra tiene una bella representación del movimiento de olas y rompientes. Al respecto se puede pensar en cómo la imagen actual que tenemos del mar, la televisiva, se relaciona con la representación que tenía de este la pintura, que le otorgaba un sitial importante dentro de lo bello. El mar, así como fue representado en la pintura, es inaccesible para nosotros, una imagen permeada por el goteo televisivo y el horror de la historia reciente. El mar ya no como una imagen cercana a la belleza sino como un lugar casi desprovisto de colores y movimiento que tiene sobre sí, constantemente, el sonido del helicóptero, el horror.
Lo anterior también permite pensar la relación de los nuevos medios con los tradicionales. Tanto la televisión como la pintura tienen elementos que denotan el cuidado de su puesta en escena. La forma en que la imagen en movimiento opaca del mar gotea a la imagen quieta también incluye al sonido, que proviene de la televisión. Es decir, la imagen audiovisual en movimiento goteando a la pintura a partir de un tópico común, el mar, como si le dijera “mira todo lo que puedo comunicar”. Como si un medio como la pintura no pudiese dar cuenta, por sí solo, de la complejidad y profundidad de un hecho como el que se relata. Altamirano propone en cambio que sea el último receptáculo de un goteo que comienza allá en el techo, un goteo que no puede contener y que lentamente se acumula, desbordando esa imagen quieta con el movimiento del agua, tiñendo para siempre la inmortalidad de su representación. Ni la pintura ni la televisión se la pueden con todo esto, y ¿El arte? Pareciera que Altamirano, al combinar estas materialidades, dice incluso mucho más, algo que aun no puedo digerir del todo y que por tanto elijo compartir.
Por Miguel Ángel Gutiérrez