A estas alturas parece un privilegio haber crecido al lado de un potrero abandonado. En ese entonces era un lugar casi prohibido, nadie sabía muy bien lo que pasaba tras esa larga y delgada pandereta que separaba las casas pareadas de dos pisos.

Mis primeros recuerdos sobre ese campo es la historia de su dueño. Un millonario latifundista que por alguna razón cayó en el alcohol perdiendo todo en apuestas y desesperadas ventas de terreno. Uno de sus hijos logró conservar un pequeño trozo de esa tierra maldita, abandonada a su suerte por el alcoholismo heredado de su familia. Un hombre que había perdido su humanidad, decía la señora que atendía el negocio. Aún se puede ver al hijo del dueño caminando por las avenidas de Buin, pidiendo una moneda para comprarse un pan, haciendo bailes ridículos para divertir un poco a la desconfiada gente que pasa mirándolo con desprecio. En esos tiempos mi imagen de él era de un viejo destartalado y desequilibrado, de cara estoica y cejas grandes, con una escopeta en la mano rondando el campo para sacar a todos quienes estuvieran profanando su decadente propiedad. Nos decían que si cruzábamos el muro podríamos recibir un disparo y morir en manos del disparatado viejo del potrero. En un principio el miedo mermaba mis ganas de cruzar la pandereta, pero cuando me decidí vi algo revelador.

Tenía 5 años y estaba terminando el verano del 99. Los veranos en el pasaje eran un parque de diversiones, más de 15 niños de edades similares inventando juegos y corriendo a pie pelado por las veredas fogosas de febrero. Las noches se convertían en grandes reuniones para ver el festival de Viña y películas de terror que daban en la RED. Nosotros teníamos prohibido entrar a la casa donde se juntaban los mayores a ver Chucky el muñeco diabólico y El exorcista. Nunca voy a olvidar la imagen de una virgen llorando sangre, cuando la vi fue como si me hubiera enredado en un alambre de púa y cada movimiento era un desgarro de mi joven y tierna piel. Conocí con esa imagen el miedo. Mi hermana gozaba de poder entrar a ver las películas, ella ya había cumplido los 14 y tenía permitido el ingreso a todos los beneficios que entregaba el pasaje a esa edad. Nosotros debíamos conformarnos con los juguetes pasados de moda y las bolitas, rumiando en los pasillos estrechos de una casa con pocos muebles y una mesa redonda que sonaba como si se fuera a desplomar cada vez que alguien apoyaba su brazo contra ella. No dejaba de mirar con recelo a mi hermana por ser mayor, tenía el control de cosas que yo anhelaba, como saber saltar panderetas. Ella tenía una amiga con una casa que daba hacia el potrero. Se desaparecía tardes enteras y siempre llegaba con una bolsa de moras a la casa. Mi mamá se las comía entre agradecida y molesta por saber de dónde venían, enseguida comenzaba a regañarla por llegar toda sucia, pegajosa y con las rodillas peladas. La curiosidad se desbordaba de mi cuerpo, no lograba adivinar una imagen de ese lugar, mi cabeza giraba entre la virgen llorando sangre, el Max Steel del comercial que venía con una bicicleta y las zapatillas que me habían comprado hace unos días, que según yo me hacían correr más rápido. Después de ducharse obligada se iba a encerrar a la pieza y prendía la radio. Eran tantas puertas y panderetas que no me permitían descubrir qué tramaba, y sin las herramientas suficientes nunca iba a lograr estar a la altura de mi hermana, me sentía frustrado, tonto por tener que quedarme jugando a la pinta mientras había moras, lagartijas y casas abandonadas al otro lado del muro.

Estuve todo ese verano intentando colarme con los mayores, siguiéndolos a todas partes e incomodando con mi presencia a mi hermana. Siempre veía la oportunidad para librarse de mí y dejarme en el camino. Nunca alcanzaba a cruzar los límites permitidos a mi edad, por un extremo era el Randy, el perro de un vecino que me asustaba cada vez que queríamos cruzar al rodeo para mirar cómo pastaban los caballos de ojos tristes que vivían encerrados en el establo, y por otro lado, ya sabemos, ese famoso peladero. Llegaban y llegaban las moras, pero mi mamá terminó prohibiéndolas porque en las noticias decían que el virus Hanta amenazaba a todos los campos de Chile, por lo que había que cuidarse de comer frutos de dudosa procedencia. El Hanta fue motivo de castigo para mi hermana porque siguió cruzando a pesar de la estricta prohibición de mi mamá.

Uno de los gemelos del otro pasaje nos contó que había una casa abandonada con un sótano como los de las películas, que la casa estaba llena de ropa amontonada y unas cajas de libros y revistas llenas de hongos. Nos dijo que alguien había deshojado una revista pornográfica por el bosque y estaba lleno de fotos de mujeres mostrando las tetas. También que habían hecho una pista para bicicletas, que estaba lleno de lagartijas y había un bosque de moras. Nos contó que en una ocasión vieron al Rondín con su escopeta y que los salió persiguiendo, que había un colchón abandonado y estaba lleno de botellas y cajas de vino repartidas por todas partes. Mi curiosidad se intensificó al punto de que abandoné todas mis entretenciones y programas de monitos de la tarde para intentar cruzar. Estaba todo planeado, pero ninguno de mis amigos me quería acompañar, el mito del peladero había calado hondo en todas las casas de la villa. Aproveché un día en que nos invitaron a la piscina de plástico de un vecino para cruzar. Su madre nunca estaba atenta de nosotros así que propuse la idea, pero nadie quiso. Salté la pandereta solo.

Estando en el otro lado inmediatamente me di cuenta que no había pensado en un plan para saltar la pandereta de vuelta. Ya estaba ahí, tenía que seguir. Fue la primera vez que entendí ese gusto a hacer algo indebido, esa adrenalina efervescente que a cada paso inundaba mi cuerpo. Estaba pisando la maleza que poblaba mi imaginación, sentía la tierra deshacerse en mis pies. No estaba seguro a dónde ir, solo veía basura y pasto seco, no había casa abandonada, no estaba la pista de bicicletas ni el Rondín con su escopeta. Seguí caminando en silencio y lo único que encontraba era basura, latas de cerveza y vidrio roto. A la distancia vi la casa, estaba demasiado lejos y el imán de la pandereta me estaba comenzando a atraer de vuelta. A la derecha había un hoyo gigante, era como un cráter de los meteoritos que extinguieron a los dinosaurios. Mis calcetines blancos ya estaban negros de tierra y sudor, me picaba la maleza dejándome ronchas en mis piernas. Comencé a escuchar el sonido de la carretera y seguí en esa dirección pensando que podría salir por ahí.

 La casa era gigante, tenía 3 pisos, era una casa americana como la de las películas. Estaba llena de rayados con spray y la puerta estaba en el piso. Sentí olor a agua estancada. Encontré el sótano, pero estaba inundado, el agua tapaba casi todos los peldaños y escuchaba un eco, un vacío aterrador y punzante que me hizo salir rápido. Me alejé corriendo de la casa como si alguien me persiguiera y a lo lejos distinguí las moras. Era un enorme laberinto de arbustos afilados. Sobre las antipáticas espinas estaban las moras, rojas y dulces. Fue un momento de paz aunque mi corazón seguía latiendo como si quisiera escapar de ese eco potreroso. Sentí una risa de mujer seguido de pequeños movimientos de hojas. Caminé silencioso por el laberinto, me había entrenado todo el verano jugando a la escondida así que mi camuflaje era casi perfecto, nunca era pillado y esta no iba a ser la excepción. Doblando por un arbusto, las risas se sentían cada vez más cerca, el eco cruzaba mi cuerpo como espinas de mora. Me agaché para pasar por una reja de alambre oxidado y vi a dos mujeres agachadas frente a frente, estaban en cuclillas. Primero pensé que estaban jugando a las frutillitas con las palmas porque sus brazos se cruzaban haciendo una X. Sus manos se pasaban por debajo de la falda de la otra, se estaban tocando, una de ellas era mi hermana. Me fui sin ser visto, no logré descifrar lo que hacían, no calzaba con nada de lo que había visto ni con las historias que me habían contado en todo ese verano, pero se estaban riendo así que no sentí preocupación. Sin saberlo realmente, sabía que era un secreto, un secreto de las moras, nunca se lo conté a nadie. Hace unos años construyeron un condominio sobre el potrero, el cartel de la inmobiliaria decía ‘SIGUE CONSTRUYENDO TU HISTORIA SOBRE ESTA NOBLE TIERRA LLAMADA BUIN’. Cada casa cuesta UF3.564, unos 100 millones de pesos.

 

Texto y foto por Rodrigo Vergara