Al inicio de este delicado y poderoso libro de poesía, la autora Luisa Aedo Ambrosetti da esta definición de “zurcir”:

1.tr. Coser la rotura de una tela, juntando los pedazos con puntadas o pasos ordenados, de modo que la unión resulte disimulada.

2.tr. Suplir con puntadas muy juntas y entrecruzadas los hilos que faltan en el agujero de un tejido.

3.tr. Unir y juntar sutilmente una cosa con otra.

4.tr. coloq. Combinar varias mentiras para dar apariencia de verdad a un relato. 

Desde el principio, queda claro que estamos leyendo un libro que explora no sólo el proceso de costura como metáfora del proceso de reparación del yo fragmentado, sino también la narrativa misma y las formas en que las historias se unen. Las técnicas de unir piezas de tela son similares a las de dar una narrativa coherente a una vida y sus experiencias, y a las de escribir. Todas las definiciones de “zurcir” son verbos transitivos, que requieren un objeto directo para completar su significado; el individuo no existe solo, sino en constante relación con los demás.
En este libro aparecen no uno, sino varios actos de violencia. Esta es una historia colectiva. La autora escribe: “Niña hay que escribir el horror / ese que viene vestido de sacerdote / un tanto alemán el rostro / ojos desafiantes se fijan en mí / no puedo salvar a esa niña / la llevan bajo una túnica morada. / Y yo me quedo pensando / en lo mal cosida que estoy”. Escribe: “¿De cuántos colores vagaron los moretones en tus brazos aquel día de noviembre?” Otro poema hace referencia al caso de Antonia Barra, una joven que se suicidó tras ser violada. En otro poema “Marcha”, la autora nos dice: “acá estoy de pie / acá estoy desde hace siglos”, estableciendo paralelos con otros momentos de la historia y evocando un dolor universal. Sin embargo, Ambrosetti también es crítica con el lenguaje y los discursos del momento, que ofrecen frases políticas sin hacer ni cambiar nada.
Unir trozos de tela y remendarlos es una hermosa metáfora. Pero lo que hace a este libro tan interesante y complejo es que, incluso mientras la autora se remenda a sí misma a través de su escritura, también duda del valor de ese mismo proceso; estas dudas se convierten en parte de la historia. Los poemas alcanzan los límites del lenguaje, el borde del vacío que podría transformarlo todo en un momento sublime o aterrador. El abismo del acontecimiento está ahí, y el recuerdo del mismo, pero ¿debería cerrarse? La autora experimenta angustia ante la posibilidad de borrar, de olvidar, de permanecer en silencio. Es una pesadilla común no poder hablar, porque la boca ha sido perfectamente cosida.
En la tela zurcida, el hilo permanece visible en contraste con la tela, como una especie de cicatriz. La superficie no es cerrada ni perfecta, no encubre el abismo; el proceso se ve y se aprecia en la belleza de los hilos. Me hace pensar en la técnica japonesa del Kintsugi, pero zurcir un calcetín es quizás más cercano, más humilde y práctico. Seguir adelante con la vida es como ponerse calcetines: es simplemente algo que se hace. La autora quiere seguir adelante, pero también quiere sentir cosas: duda de los fármacos que le impiden sentir.
Aristóteles filosofó sobre la necesidad de «sentirse sintiendo», que creo que está en la raíz de gran parte de la poesía. Toda literatura es una cicatriz, en este sentido; el proceso mismo de escribir es un movimiento de la aguja a través de ideas, experiencias, deseos, recuerdos y sueños, en el que uno siente, le da sentido a los acontecimientos de la vida y comparte esos sentimientos con los demás. Las experiencias no siempre son felices, ni siempre son propias. Como escribió Hélène Cixous en La risa de la medusa, en la traducción de Ana Mana Moix: “La escritura es, en mí, el paso, entrada, salida, estancia, del otro que soy y no soy, que no sé ser, pero que siento pasar, que me hace vivir —que me destroza, me inquieta, me altera, ¿quién?—, ¿una, uno, unas?, varios, del desconocido que me despierta precisamente las ganas de conocer a partir de las que toda vida se eleva”.
Zurcir puede sonar romántico al principio, con su imagen de unir trozos de tela como dos seres en perfecto amor. Pero escribir no es necesariamente remendar, cerrarlo todo; a menudo es abrir el abismo, explorar otras posibilidades que las de una existencia limpia y sin emociones. El proceso de zurcir las historias como parte del proceso de dar sentido a la propia vida encuentra su espejo en el proceso de zurcir experiencias como escritora de las historias de otros, para crear un yo colectivo. La división entre el yo y el mundo no es tan clara; el yo se entrelaza con la existencia misma, formando parte de una trama con los demás, mediante la autodestrucción y la reconstrucción del momento. “Mis ojos inundándolo todo”, dice Ambrosetti. En las relaciones humanas, comprender que otra persona es distinta a uno mismo en su forma de ser puede ser increíblemente hermoso e increíblemente doloroso, y eso también forma parte del todo.
Adentrarse en el proceso de zurcir la propia experiencia, en la creación del propio yo, puede, sugiere la autora, hacer que uno se sienta como un monstruo, un ser que es, como ella lo expresa, “mal cosida” y por lo tanto provoca horror. Los monstruos son imaginarios, pero aun así provocan horror. La metáfora del monstruo aparece en la epigrafía introductoria de Clarice Lispector, que dice: “¿Quién no se ha preguntado alguna vez ¿soy un monstruo, o es esto ser una persona?” De nuevo, esta idea del monstruo podría tener una doble lectura. Por un lado, habla de la culpa y la vergüenza que puede sentir alguien que ha experimentado violencia, que después de un episodio, hundida en su terrible soledad, escucha que algo en ella debería haber atraído los hechos, o experimenta incredulidad por parte de las autoridades, que hacen bromas o preguntan “¿Por qué no lo denunciaste antes?” La herida del momento se transforma en una segunda herida al ser recibida como una mancha en la sociedad. Bilis y coágulos de sangre: no todo es limpio, bonito y ordenado, ni en el momento del suceso ni en los procesos secundarios de tener que contarlo.
Pero incluso sin violencia, el proceso mismo de escribir, o de crear un poema o una narrativa, implica algo monstruoso. Escribir es crear ficción, disimular, reunir experiencias y recuerdos de una manera autoficcional o completamente inventiva, donde la línea entre hecho y realidad se difumina más allá de cualquier verdad clara. Esto, creo, es lo que Lispector reflexionaba en su idea del monstruo —la mujer como monstruo, la escritora como monstruo— y lo que también le da a la obra de Ambrosetti su textura ambigua. ¿Cuál es el hilo de la experiencia y cuánto de ella es creación propia?
Escribir, zurcirse, darse continuidad. Sobrevivir, remendarse cuando nadie más lo va a hacer por ti. La aguja y la pluma. Introducir y extraer materia. Trabajar con la palabra como hilo que se extiende y se extiende, infinito a través de la materia, haciendo y deshaciendo, como Penélope. Entrar en la herida, cerrarla y volverle a abrir. Todo en el paso del tiempo. “Yo estoy muerta”, escribe la autora. Pienso en ese “estoy” en español, en los verbos transitivos que operan entre la vida y la muerte. Pienso en la mujer capaz de escribir estas palabras. Pienso en la posibilidad del amor, de la ternura, de la confianza, del crecimiento mutuo, de la fe, de un bello vestido de retazos, de un texto tejido a partir de fragmentos.
Ambrosetti ocupa muchas técnicas formalmente interesantes. Hay partes escritas en diálogo, anónimas y sin un hablante nombrado, que son el ruido de fondo, las conversaciones sueltas que expresan el “qué dirán” de la sociedad chilena. También aparecen frases aforísticas, como esta: “La palabras se dedica largas horas de la noche a coserse así misma cerca de tu cuerpo”, con las palabras “así misma” unidas como si las palabras mismas estuvieran cosidas, como si las unidades individuales de la preposición pudieran así transformarse en un adverbio. Una página dice: “Página en blanco durante dos años”, lo que sugiere que el lenguaje ha llegado a su límite. La edición de Palabra Editorial es magnífica, y aquí debo elogiar a la editora Eugenia Prado Bassi por su minuciosa atención al detalle, actuando como una costurera en la confección del libro. Hay tantos detalles exquisitos, desde el formato tipográfico hasta los delicados dibujos de manos, cuerpos e hilos que ilustran los poemas, de Carolina Medina Fuentes.
Al principio del libro, Ambrosetti evoca el hilo negro, que tiene algo de fúnebre, como el hilo del duelo. Y quizás pueda haber varias muertes en una vida, reinvenciones del yo dentro de la continuidad de la existencia. Como escribió Gabriela Mistral: “Una en mí mate: yo no la amaba”. ¿Y si un otro te mata? En cualquier caso, zurcir la vida, seguir adelante, no sucede por sí solo; hay que actuar. Uno casi por necesidad se convierte en un monstruo, hecho de parches. Pero tal vez se podría zurcir una vida con hilos de colores brillantes, en lugar de negro, hacer de ese trabajo con el abismo una virtud.

Por Jessica Sequeira

Fotografía de Paul A. McDonough


 

 

Luisa Aedo Ambrosetti
Zurcir

Palabra Editorial
2024