Incluido en The Toughest Indian in the World (2000).
La siguiente transcripción fue adaptada de una entrevista que tuvo lugar en la sala de visitas de la Comunidad de Jubilados Santa Tekawitha en Spokane, Washignton, el 28 de febrero del 2052:
P: Hola. Voy a prender la grabadora, ¿está bien?
R: Sí.
P: Bien, bien. Entonces, vamos a empezar. Podría usted decir su nombre, fecha de nacimiento, edad y dónde nació. Eso.
R: Usted primero.
P: ¿Disculpe?
R: Usted debería presentarse primero, esa es la manera educada de hacerlo.
P: Oh, está bien, creo que tiene razón. Mi nombre es Spencer Cox, nacido el 7 de julio de 2007 en Viejo Los Angeles. Tengo 45 años. ¿Le parece bien?
R: Sí, está bien. Encantada de conocerle.
P: Mucho gusto.
(Diez segundos de silencio)
P: ¿Entonces?
R: ¿Entonces qué?
P: ¿Podría presentarse?
R: Sí.
(Quince segundos de silencio)
P: Bueno, ¿podría presentarse ahora? Por favor.
R: Me llamo Etta Joseph. Nací en Wellpinit, Washington, en la reserva india de Spokane la navidad de 1934. Tengo ciento dieciocho años y soy la última india Spokane.
P: ¿En serio? No tenía idea de que fuera la última.
R: Bueno, en realidad no. Hay miles de nosotros, pero suena más romántico así, ¿o no?
P: Sí, qué divertido. Ironía, el sello de los indígenas americanos contemporáneos. Bien, bien. Entonces, de repente podríamos comenzar oficialmente con…
R: Spencer, ¿a qué te dedicas específicamente?
P: Soy antropólogo cultural. Un antropólogo se dedica…
R: Ya sé lo que es un antropólogo.
P: Sí, sí, por supuesto que lo sabe. Como iba diciendo, soy antropólogo cultural y profesor de Estudios indígenas aplicados en la Universidad de Harvard. También soy autor de diecisiete libros, textos enfocados en la cultura nativo americana de la segunda mitad del siglo veinte, particularmente al interior de las tribus Salish del estado de Washington.
(Veinte segundos de silencio)
P: Entonces, doña Joseph. ¿Puedo decirle Etta?
R: No.
P: Oh, ya veo. Formalidad, sí. Otra característica clásica de lo indígena. Ceremonial y todo eso. Entiendo. Me siento honrado de formar parte. Entonces, doña Joseph, quizás podríamos empezar, digo, ¿puedo hacerle una pregunta introductoria? Sí, bueno, usted ha sido danzante tradicional de powwow por los últimos ochenta años. En ese tiempo, ¿cómo ha cambiado el powwow? Por supuesto, el powwow contemporáneo no es una ceremonia sagrada, no como la hemos entendido, sino una serie de ceremonias pan-indígenas cuyas influencias incluyen muchas culturas tribales y también cultura popular americana, pero me preguntaba cómo usted…
R: ¿Por qué vino realmente?
P: Bueno, eso le iba a decir. Quería que habláramos de bailes indígenas y…
R: Vino por John Wayne, ¿cierto?
P: ¿Perdón?
R: Vino pa’ que hablemos de John Wayne.
P: Bueno, no, aunque el mito de John Wayne ciertamente juega un rol importante en darle forma a la cultura nativo americana del siglo veinte, pero…
R: ¿Ha visto alguna película de John Wayne alguna vez?
P: Sí, sí, he visto. Casi todas, de hecho. Fui una suerte de vaquerito cuando niño. Tuve dos pistolas Red Ryder de seis tiros. Disparaban esos balines plateados. Me acuerdo de haber matado una ardilla y quedar shockeado. No tenía idea que los balines eran peligrosos, pero supongo que nos estamos yendo por las ramas. Volviendo a los bailes…
R: Yo fui actriz.
P: ¿En serio? Bueno, veamos aquí. No recuerdo haber leído eso en su expediente.
R: ¿Qué está haciendo?
P: Bueno, estoy revisando su expediente, su perfil aquí, la pre entrevista, algunos libros excelentes sobre su tribu, y unos pocos textos transcritos directamente de la tradición oral Spokane, que debo decir, son bastante…
R: Deje esos papeles de lado. Y esos libros. ¿Cuál es la fascinación de ustedes los blancos por los libros?
P: Me temo que no entiendo.
R: ¿Por qué le gustan tanto los libros?
P: Como decía mi madre, son la llave para abrir el portón de la casa de la sabiduría.
R: ¿De verdad decía eso su madre?
P: En verdad no.
R: Entonces es una mentira. ¿Me acaba de contar una mentira?
Q: Sí, supongo que sí.
P: Es una buena mentira, encantadora, incluso. Atribuirle versos algo divertidos y poéticos a su propia madre. Debe quererla mucho.
R: Oh. Bueno, no sé cómo responder a eso.
P: ¿Es usted mentiroso?
R: ¿A qué se refiere?
P: A si usted cuenta mentiras.
R: Todos mienten. Digo, de vez en cuando.
P: Eso no es lo que le pregunté.
R: Sí, cuento mentiras. Pero no me veo a mí mismo como un mentiroso.
(Veintisiete segundos de silencio)
P: Ya, quizás soy mentiroso, pero no siempre.
(Veintidós segundos de silencio)
P: ¿Por qué me está diciendo mentiroso?
R: Yo no le he dicho eso.
P: Pero me acusa de mentir.
R: No, le pregunté si estaba mintiendo y me respondió que sí. Así que creo que usted mismo se acusó de mentiroso. Buena observación, en todo caso.
P: ¿Qué sentido tiene todo esto?
R: Me estoy divirtiendo con usted.
P: Bueno, si no se va a tomar esto en serio, me temo que tendré que irme. Mi tiempo es valioso.
R: Divertirse es algo serio.
P: Difícilmente un par de bromas son algo serio. Yo estoy trabajando en un estudio serio y profundo sobre la influencia del baile clásico europeo de salón en los powwow indígenas —un texto revolucionario, por cierto—, así que no tengo tiempo para las tallas e insultos de una mujer solitaria.
R: Usted tiene mucho que aprender. Debería hablar menos y escuchar más.
P: Con su permiso, creo que mejor me voy.
R: No soy solitaria. Que tenga un buen día.
(Diez segundos de silencio)
P: Ya, un momento, creo que entiendo. Estábamos participando de un diálogo tribal, ¿no? Esa especie de chacota confrontacional que solidifica los lazos sociales y familiares, ¿o no? Oh, qué interesante, me costó reconocerlo.
R: ¿De qué está hablando?
P: Bueno, la chacota confrontacional siempre ha sido un pilar de muchas culturas indígenas. En su forma africana se convierte en el rito que llaman “contrapunteo”. Ya sabe, chistes humorísticos y ofensivos, tipo “tu mamá es tan gorda que transpira mayonesa”. Todo es parte de la tradición oral. Y yo sintiéndome insultado por usted no reconocí que era un componente integral y bonito de la tradición oral. Por supuesto que tenía que insultarme, es su tradición.
R: Ah, deténgase. Simplemente pare. No me venga con esa basura de la tradición oral. Es tan primitiva. Hace parecer que los indios nos sentamos en pelotas y gruñimos historias entre nosotros. Esos libros sobre indios, esos textos que le gustan tanto, ¿de dónde cree que salen?
P: Bueno, ciertamente, toda lengua escrita tiene su origen en la tradición oral, pero no entiendo…
R: No, no, no, esos libros empezaron con la mentira de alguien. Después más mentiras encima de esas, hasta llenar de mentiras un libro entero. Después le chantan una foto de Edward Curtis en la tapa y dicen que es bueno.
P: Estos libros llenos de mentiras, como los llama usted, son los libros definitivos sobre las tribus Salish del interior.
R: No, no hay nada definitivo en ellos. Son simplemente su tradición oral, y están abarrotados de las mismas mentiras, exageraciones, errores e ignorancias que nuestras tradiciones orales.
P: ¿Los ha leído alguna vez?
R: He leído todos sus libros. Libro acerca de indios escrito por un hombre blanco que me muestre lo he leído. Puede mostrarme casi cualquier libro, cualquiera de sus grandes libros y lo he leído. Hemingway, Faulkner, Conrad, los leí todos. Austen, Kafka, James, leídos. Whitman, Dickinson, Donne, ya leídos. Vamos para esta universidad o a ese instituto, a su Harvard, tomamos la lista de lecturas requeridas y los leemos. Cientos de sus libros, libros del hombre blanco, miles de ellos. Los he leído todos.
P: ¿Y cuál es su idea contándome esto?
R: Sé mucho más sobre ustedes que lo que ustedes nunca sabrán sobre mí.
P: Doña Joseph, soy una de las autoridades… no. Soy la autoridad en el campo de…
R: Señor Cox, Spencer. Durante los últimos ciento dieciocho años he vivido en su mundo, su mundo blanco. Para sobrevivir, para desarrollarme, tuve que ser blanca cincuenta y siete minutos de cada hora.
P: ¿Y los otros tres minutos?
R: Eso, señor, es el tiempo que se me permite ser india. Y usted no tiene idea o noción, ninguna posibilidad de saber qué pasa en esos tres minutos.
P: Entonces dígame. Para eso estoy aquí.
R: Oh, no, no, no. Esos tres minutos nos pertenecen, son muy secretos. Ustedes han colonizado las tierras indias, pero no le permitiré colonizar mi corazón ni mi mente.
P: Dígame, entonces. ¿Por qué está aquí? ¿Para qué aceptó esta entrevista? ¿Qué tiene que decirme que pueda ayudarme de algún modo en mi trabajo? Usted. Usted me habla de política sin sentido. Colonialismo, el cansador mantra de liberales que se quedaron sin imaginación intelectual. Estoy aquí para involucrarme en un intercambio libre de ideas y usted, aquí, intenta meterle política al asunto. No voy a participar de eso.
R: Perdí mi virginidad con John Wayne.
(Cuarenta y nueve segundos de silencio)
P: ¿Habla metafóricamente, verdad?
R: Spencer, estoy hablando de la vagina y del pene.
P: ¿Como metáforas?
R: ¿Conoce la película The Searchers?
P: ¿El western dirigido por John Ford? Sí, de hecho la conozco bien. Estrenada en 1956, creo.
R: 1952.
P: No, no. Estoy seguro que en 1956.
R: Usted está seguro de un montón de cosas y está equivocado en varias de ellas.
(Cinco segundos de silencio)
P: Bueno, conozco The Searchers. Wayne hace de Ethan Edwards, un ex soldado confederado que está en busca de su sobrina, interpretada por Natalie Wood. Ella fue capturada por los Comanches, que masacraron a su familia. Lo acompaña Jeffrey Hunter, quien hace de mestizo Cherokee, más encima. En su búsqueda, su cruzada, Wayne no se rinde ante el hambre, la sed, la nieve, el calor o la soledad. Una película francamente brillante.
R: Suficiente de esa basura académica. Escúcheme. Escúcheme con atención. En 1952, en Kayenta, Arizona, mientras John Wayne interpretaba a Ethan Edwards y yo hacía de una extra Navajo, nos enamoramos. Él, por primera y única vez de una india. Yo, por primera vez de cualquier persona.
Δ
“Mi nombre real es Marion”, dijo John Wayne mientras se ponía el condón sobre el pene erecto. Le temblaban las manos, haciendo casi imposible la tarea, así que Etta Joseph se agachó, emparejó la goma con la palma de su mano izquierda —estaba tocando a John Wayne— y lo guió dentro de ella. Él le hizo el amor cuidadosamente, con un ritmo tántrico no premeditado: tres embestidas suaves seguidas de una embestida profunda, repitiendo de ser necesario.
“¿Te duele?” preguntó John Wayne, de verdad preocupado, y no por la arrogancia de ser su primer hombre.
“No, está bien” dijo Etta, pero sí dolía. Dolía bastante. Se preguntó por qué la gente estaba tan loca por hacerlo. De todos modos ella lo estaba haciendo con John Wayne.
“Oh, oh, John Wayne” gemía. Se sintió incómoda, lesa, como una mala actriz en una escena de amor barata.
“Dime Marion” dijo él entre embestidas. “Mi nombre real es Marion, dime Marion”.
“Marion, Marion, Marion”, susurró.
Estaban tendidos en una manta Pendleton sobre la arena roja del Valle de los Monumentos Navajo. Rodeándolos, las mesas imposibles. Sobre ellos, la mayor cantidad de estrellas que alguno de los dos había visto nunca.
“Te amo, te amo” dijo él mientras le besaba la cara, el cuello, el pecho. Su labios eran delgados, su cara áspera con barba de tres días.
“Oh”, dijo ella, sorprendida por sus palabras, asustada incluso. ¿Cómo podría estar enamorado de ella? Ni siquiera la conocía. Ella era solamente una mujer —una chica— india Spokane de dieciocho años, miles de kilómetros lejos de casa, de su reserva. Ella no estaba en tierras Navajo por accidente —era una actriz, después de todo—, pero no había planeado yacer debajo de John Wayne —¡Marion!— mientras él le confesaba su amor, un amor imposible para ella.
Tres días atrás ella hizo de extra en el campo Navajo, mientras John Wayne y Jeffrey Hunter intercambiaban mantas, sombreros y secretos con el jefe Navajo. Etta no tenía líneas, solo la vistieron como una linda chica con un vestido púrpura. Pero ella estuvo orgullosa y segura de haber aparecido en cámara, porque John Ford se lo dijo.
“Chica”, dijo Ford, “eres tan linda como la mesa”.
Por un momento Etta se imaginó siendo escogida por Ford para un papel con diálogos, quizás incluso el papel de Look, la hija regordeta del jefe Navajo, y mandar a las otras mujeres indias para la casa. Por supuesto que no fue así. Pero Etta lo deseó, brevemente, y se reprendió por su ambición. Le deseó mal a otras mujeres indias solo porque un hombre blanco le dijo linda. Fue desesperada y frívola, por supuesto, pero no pudo evitarlo.
¡Este era John Ford! No era guapo, para nada, pero era un director de Hollywood. Convertía los sueños en realidad. Era quien llenaba las pantallas de cine con cine. Era un mago. Era un director de largometrajes y ella sabía que esos eran los hombres más amables y decentes del mundo.
“Párate aquí”, dirigió Ford a Etta. “Justo aquí, para que la audiencia pueda ver tu linda cara en el fondo. Justo entre Jeffrey y el Duque”. Ella no había sido capaz de esconder su entusiasmo. Metro y medio más allá, John Wayne fumaba un cigarrillo. ¡John Wayne! Pero más que él, había sido Jeffrey Hunter quien había capturado su imaginación. Era un chico hermoso, con pelo negro, piel morena y esos ojos azules, azules. John Wayne puede haber sido una estrella de cine —y relativamente casera— pero Jeffrey Hunter era simplemente el hombre blanco más bello sobre la tierra. Pero aquí hacía de indio, un mestizo Cherokee, así que quizás Jeffrey era indio en parte. Después de todo, Etta pensó, ¿por qué contratarían a un hombre blanco para el papel de un indio si no tenía sangre indígena? De otro modo, la película habría sido una mentira, y John Wayne no mentía. Y juzgando por la amabilidad de sus ojos, por el giro agraciado de su columna, por el modo en que agitaba sus manos sensuales cuando hablaba, Jeffrey Hunter tampoco era ningún mentiroso.
En fin, filmaron una escena divertida, cuando Jeffrey Hunter intercambió sin darse cuenta un sombrero por una esposa navajo, Look —¡qué ridiculez!—, y en todo ese tiempo, Etta sostuvo la mirada y deseó que Jeffrey Hunter la hubiese intercambiado a ella. No Jeffrey Hunter el actor en escena, sino Jeffrey Hunter el hombre de ojos azules.
“Sr. Hunter, estuvo fantástico”. Le dijo ella acercándose a él después de la escena.
Sin dirigirle palabra, él se volteó y se fue. Ella admiró su silencio, su compromiso con el arte. No quiso distraerse con las atenciones frívolas de una chica india que no fuera Look. Aun así, sus sentimientos fueron heridos y puede haber tenido alguna lágrima en su ojo cuando John Wayne se materializó a su lado —sí, se materializó— y negó con la cabeza.
“No entiendo a los actores” dijo el Duque. “La audiencia es lo que importa, y sin embargo, rehuimos de ella a menudo.
“¿Qué significa rehuir?”, preguntó ella.
“Exacto. ¿Cómo podemos los actores acercarnos al alma, al corazón, si no miramos profundamente en el alma y el corazón de los demás? Al final, ¿cómo los actores, frágiles seres humanos, podemos ser empáticos si nos rehusamos a mostrar simpatía por las emociones de los demás? ¿Cómo podemos proyectar con realismo amor, esperanza y confianza si no somos amorosos, esperanzados y confiados nosotros mismos?
“Eso es hermoso”.
“Sí, sí. Si no lo sentimos aquí, en nuestro pecho, entonces la audiencia nunca lo va a sentir en sus corazones”.
“Por eso actúo”, dijo ella.
“Hola, mi nombre es John Wayne”.
“Me llamo Etta Joseph”.
Ahora, tres días después de que Jeffrey Hunter la dejara hablando sola, Etta estaba desnuda con John Wayne.
“Te amo, te amo”, le susurraba. Era gentil con ella, por supuesto, pero también fuerte. Se puso de espaldas y la levantó, luego la bajó sobre él. Su pene era enorme. El pene de una estrella de cine, sin duda. Etta nunca había pensado antes en el pene de John Wayne. En realidad nunca había pensado antes en el pene de ningún hombre. Seguro, ha sentido fuerte deseo por hombres, deseos sexuales, pero estos siempre han tomado formas y tamaños vagos dentro de su cuerpo. Ella nunca imaginó cómo sería John Wayne desnudo, pero aquí estaba. Brazos fuertes, piernas largas, ponchera. Mientras él estaba de espaldas debajo suyo con los ojos cerrados, Etta se preguntó qué debería hacer con sus manos. Nadie le enseñó nunca cómo hacer esto, cómo hacer el amor a un hombre. Y era John Wayne, así que debe haberles hecho el amor a miles de mujeres diferentes en su vida. ¡A otras estrellas de cine! Debe haberles hecho el amor a Bette Davis, Vivien Leigh, Greta Garbo, Grace Kelly, quizás incluso a Judy Garland. Todas esas mujeres perfectas. Etta se sintió pequeña y temerosa en presencia de John Wayne.
“¿Qué pasa?” le preguntó.
“Tengo miedo”
“Si te embarazas yo me encargo”.
En el apuro ella ni pensó en esa posibilidad. ¡Qué estúpida! Solamente tenía dieciocho años, soltera, miles de kilómetros lejos de casa. ¿Qué haría con una guagua? ¿Y a qué se refería él con encargarse? ¿Acaso quería casarse con ella, ser el esposo de una mujer india y el padre de una guagua india, o quería que se hiciera un aborto? Dios, ella ha escuchado sobre abortos, cómo te meten dentro un gancho de metal y raspan todas tus partes de mujer. Aterrorizada, se apartó de John Wayne y corrió desnuda a través del desierto, hacia las distantes luces del set, donde John Ford y Jeffrey Hunter seguro tendrían la respuesta a todas sus preguntas.
“Espera, espera, espera”, gritaba John Wayne persiguiéndola. No era un hombre joven, se preguntaba si podría alcanzarla. Pero ella era hija del río y los pinos, del pasto salvaje y la montaña. Ella entendía la gravedad de forma distinta y, por eso, se tropezó con la dura arena del desierto. Cayó de bruces en la tierra roja y se quedó esperando a que John Wayne la alcanzara y le hiciera daño. ¿No es lo que siempre ha hecho? ¿No es el hombre que mata indios?
“Etta, Etta”. Se arrodilló a su lado. Le acarició el negro y largo cabello. Ella se estremeció y lo alejó.
“Ándate. Ándate, John Wayne”, gritó.
“Oh, Etta, no voy a hacerte daño” dijo. “No podría. Te amo”.
“Pero no me puedes amar. Ni siquiera me conoces”.
John Wayne lloró.
Ahí, en el Valle de los Monumentos Navajo, John Wayne lloró. Sus lágrimas cayeron en la arena e inundaron el desierto.
“Nadie me conoce”, sollozaba. “Nadie me conoce”.
Estaba tan asustado. Etta se quedó muda por el shock. Este era el gran John Wayne y estaba asustado.
“Pero, pero, pero” tartamudeó Etta. “Pero si eres una estrella”.
“John Wayne es la estrella. Yo soy Marion. Soy simplemente Marion Morrison”.
Ella lo abrazó por un rato largo.
Δ
P: No puedo creer esto. ¿Me está contando la verdad?
R: Sí, según lo que recuerdo.
P: ¿No es una mentira, una de esas mentiras buenas de las que hablaba?
R: Spencer, solo lo estaba molestando. No hay mentiras buenas.
P: Malas, buenas mentiras, da igual. Solo dígame la verdad. ¿De verdad perdió la virginidad con John Wayne?
(Siete segundos de silencio)
R: Él le tenía miedo a los caballos, ¿sabía?
P: ¿John Wayne le temía a los caballos? Eso es completamente imposible. Digo, me es más fácil creer que se acostó con usted. Estamos hablando de John Wayne…
R: Cuando tenía siete años un caballo lo pateó en la cabeza. Estuvo en coma por casi tres meses. Todos pensaban que iba a morir. Su mamá llevó a un cura católico para que lo bautizara en el hospital. Su papá llevó a un cura presbiteriano, para la extremaunción. Pensaban que moriría. Estaban seguros de que iba a morir.
P: No recuerdo haber leído nunca esto sobre John Wayne. ¿Pateado en la cabeza por un caballo? Debe ser un mito urbano.
R: Me mostró la cicatriz, de unos 12 centímetros. La ocultaban con maquillaje. El nombre del caballo era Rooster. Le gustaba que la besara cuando hacíamos el amor.
P: Espere, espere, espere. ¿Le gustaba que usted besara al caballo?
R: Oh, no, no, no, tontito. Le gustaba que le besara la cicatriz. Decía que era muy sensible, incluso después de tantos años. Era un hombre muy sensible en verdad. Sabía llorar. Lloraba siempre que hacíamos el amor. Bueno, esto es vergonzoso, pero lloraba siempre, siempre que él, usted sabe, tenía un orgasmo.
P: Espere, espere, espere. ¿Qué me está diciendo? ¿Cuántas veces lo hicieron?
R: Casi todas las noches que duró la filmación de la película. Excepto cuando su esposa e hijos venían de visita.
P: Entonces, déjeme ver si entiendo. Usted no solo tenía relaciones sexuales con John Wayne, ¿sino que tuvo un affair con él?
R: No estoy orgullosa de la particular naturaleza de nuestra relación, pero sí, John Wayne era un hombre casado.
Δ
En el Valle de los Monumentos Navajo, en medio de un largo día de filmación, John Wayne entró al tráiler de maquillaje para unos retoques y descubrió a sus hijos felices cubriendo sus rostros con máscaras y lápiz labial.
“Hola por aquí”, les dijo John Wayne a sus hijos.
Ellos se quedaron petrificados, temerosos de este gran hombre, este varón.
“¿Se están divirtiendo?” preguntó el Duque a sus hijos.
Ellos no sabían qué responder. Si decían que no estarían mintiendo, y su padre siempre sabía cuando estaban mintiendo. Si decían que sí, bueno, eso podría significar un montón de otras cosas, y todas ellas eran malas.
“¿Se están divirtiendo?” volvió a preguntar. Su cara no revelaba nada, su delgada boca estaba bien cerrada, sus dientes ocultos tras ese rostro curtido.
El hijo mayor lloró, por lo que el menor decidió unírsele.
“Esperen, esperen, esperen” dijo John Wayne, “¿Por qué las lágrimas?”
“Nos odias”, gritó el mayor.
“¡No me odies, no me odies!” gritó el menor. John Wayne alzó a sus hijos y puso su gran sombrero de vaquero en la cabeza del menor.
“No los odio. Nunca podría odiarlos”, dijo John Wayne. “¿Qué les hace pensar que los odio?”
“Porque somos niñas”, gimieron los chicos.
John Wayne abrazó a sus hijos y les acarició el cabello.
“Oh, tranquilos, tranquilos. No son niñas” dijo el padre. “¿Qué les hace pensar que son niñas?”
“Porque nos estábamos poniendo lápiz labial”, dijo el menor.
John Wayne rio.
“Oh, hijos. Solo se están divirtiendo con un inofensivo juego de rol. Algo de experimentación sexual. Todos los chicos lo hacen. Todos los hombres pretenden ser mujeres de vez en cuando. Es sano”.
“Papi”, dijo el mayor. “¿Tú te vistes de mujer?”
“Bueno, no me pongo vestidos ni nada. Pero seguido cierro mis ojos e intento ponerme en los zapatos de una mujer. Intento pensar como una mujer. Intento abrazar mi lado femenino. ¿Saben a lo que me refiero?”
“No”, dijeron los chicos.
“Bueno, chicos, déjenme contarles la verdad. En realidad no hay mucha diferencia entre hombres y mujeres. En todas las cosas, inteligencia, pasión, esperanza, sueños, fuerza, hombres y mujeres son prácticamente iguales. Digo, el género es más que nada una construcción social. Después de todo, hombres y mujeres comparten algo como el noventa y nueve por ciento del mismo material genético. Así que, dadas las circunstancias, ¿cómo podríamos ser tan diferentes? De hecho, somos tan parecidos que toda mujer debe tener algo masculino en su interior, y todo hombre algo femenino en su interior. Si no, es imposible ser una persona completa”.
“¡Papi!” gritaron los chicos. Estaban shockeados. “Eso no es lo que dijiste antes, cuando estabas en la radio y la televisión”.
“Hijos, lo sé, lo sé. Tengo que mantener una imagen pública. Pero ese no es quien soy realmente. Puedo actuar como un vaquero, puedo pretender serlo, pero no lo soy en la vida real, ¿me entienden?”
“Creo”, dijo el hijo mayor. “Es como en el colegio, cuando se supone estás escuchando al profesor, pero solo finges escucharlo para que no te reten”.
John Wayne sonrió.
“Sí, sí, algo como eso”, le dijo a sus hijos. “Ahora déjenme enseñarles algo sobre los pájaros y las abejas. Si quieren hacer feliz a una mujer, realmente feliz, hay solo una cosa que tienen que hacer”.
“¿Qué cosa, papá?”
“Escuchar sus historias”.
Δ
P: ¿Entonces qué pasó? Digo, ¿qué hacía usted cuando su esposa e hijos llegaban de visita?
R: Me sentía mal, mal, mal. Ese John Wayne era buen padre y esposo. O sea, los engañaba, claro, pero no los iba a dejar. De ningún modo. Todo el tiempo que él y yo estuvimos juntos se la pasaba contándome lo mismo. “No los pienso dejar”, decía. “No los voy a dejar. Soy un hombre bueno y un hombre bueno, para ser bueno, debe tener familia”.
P: Pero ¿cómo lidiaba usted con eso? ¿Cómo puede un hombre decir que ama a su esposa e hijos si es que se está acostando, si es que está enamorado de otra mujer?
R: ¿Está casado, Spencer?
P: No.
R: ¿Hijos?
P: No.
R: Entonces no entiendes realmente por qué John Wayne se enamoró de mí o por qué me dejó, ¿cierto?
Δ
“No podemos seguir haciendo esto”, le dijo John Wayne a Etta Joseph.
Era el último día de filmaciones. Natalie Wood ya se había ido a casa; John Wayne ya la había salvado de los indios.
“Me voy de vuelta a Hollywood”, dijo.
Etta lloró.
“Sabía que este día llegaría”, dijo. “Y lo entiendo. Eres un hombre de familia”.
“Sí, mi familia me necesita”. Dijo. “Pero más que eso, mi país me necesita. Necesitan que sea John Wayne”.
Entonces la besó. Un último beso. Y le dio su sombrero de vaquero. Ella nunca lo usó, nunca, y se lo regaló a su próximo amante, un indio de rodeo que lo perdió por ahí, en un powwow en Arlee, Montana.
Δ
P: No quisiera insultar a una mujer mayor. Sé que, dentro de las culturas indígenas, debemos respetar a nuestros mayores.
R: Oh, no, no, eso lo entendiste mal. No es requisito respetar a los mayores. Después de todo, casi todo el mundo es idiota, independiente de la edad. En culturas tribales simplemente nos encargamos de que los mayores sigan siendo parte activa de la sociedad, incluso si son idiotas. Especialmente si son idiotas. No puedes llegar y abandonar a tus mayores, a pesar de que no tengan nada inteligente que decir. Incluso si están locos.
P: ¿Usted está loca?
Δ
En su lecho de muerte en un hospital de Santa Monica, más de veinte años después de haber interpretado a Edwards en The Searchers, John Wayne tomó el teléfono y marcó un número que no había cambiado desde 1952.
“Hola”, dijo Etta al contestar. “Hola, hola, hola”.
John Wayne escuchó su voz. No supo qué decir, no había hablado con ella desde esa noche en el Valle de los Monumentos, cuando se encaramó en la cama de una camioneta pickup, y con la cabeza en alto, orgulloso —al amanecer, más encima—, miró a Etta hacerse cada vez más pequeña en el horizonte.
¿Qué fue lo último que le dijo antes de dejarla para siempre? No podía recordarlo ahora —analgésicos, quimioterapia y cansancio haciendo mella en su memoria — pero sabía que era algo que no debió decir. ¿Y qué se suponía que le iba a decir ahora, después de tantos años, mientras se moría? ¿Debería disculparse, confesar, arrepentirse? Vivió una vida larga y brillante con su esposa e hijos —les amó y fue amado con ternura— pero a menudo pensaba en la pequeña mujer india Spokane, tan sola y perdida en el desierto Navajo. Sabía que moriría pronto —y, de hecho, morirá esta noche con esposa e hijos a su lado—, pero quería dejar este mundo sin dudas ni miedos terrenales. ¿Cómo le iba a contar eso a Etta? ¿Cómo podría contarle la historia de sus últimos veinte años? ¿Cómo podría él escuchar la historia de los últimos veinte años de ella? ¿Y cómo podría alguno de los dos encontrar perdones y tiempo suficientes para el otro?
John Wayne sostuvo el teléfono cerca de su boca y ojos y lloró a través de todos los años y kilómetros.
“¿Marion?” preguntó Etta. “¿Marion, eres tú?”
Δ
P: ¿Eso es todo?
R: Es todo lo que me acuerdo. Gran ejemplo de la tradición oral ¿o no?
P: Lindísimo. Pero me pregunto cuánto hay de verdad y cuánto de mentira.
R: Bueno, una india tiene que mantener sus secretos o no sería india. Pero un indio más inteligente que yo me dijo una vez: si es ficción, más vale que sea verdadera.
P: Buen oxímoron.
R: Sí, casi como decir Nativo Americano. Ahí tiene un buen oxímoron.
P: Bueno, mejor voy andando. Tengo que tomar un vuelo a California.
R: Buena cosa. ¿Pero no quería hablar de danzas powwow?
P: Claro, sí. ¿Qué le gustaría contarme?
R: Fui la peor bailarina de powwows del mundo. Cuando empezaba a bailar en algún powwow la persona maestra de ceremonias gritaba: “oye, paren el powwow, paren el powwow, Etta está bailando y arruinando diez mil años de tradición tribal. Si no paramos ahora el powwow ella podría empezar a cantar, y ahí sí que tendríamos problemas”.
P: Mmm, supongo que eso no va a ayudar a mi tesis.
R: No, supongo que no. Pero mis hijos son muy buenos bailarines de powwow. Todavía bailan de vez en cuando.
P: ¿Sus hijos? Dios mío, ¿qué edad tienen?
R: Cien años hoy. Son gemelos. Tengo nueve hijos, treinta y dos nietos, ciento tres bisnietos y un tataranieto. Se podría decir que armé mi tribu propia.
P: Me gustaría hablar con sus hijos. ¿Dónde están, en la reserva?
R: Oh, no, viven acá arriba, en el piso de varones. Les hice una torta. Viene toda mi familia.
P: ¿Cuáles son los nombres de sus hijos?
R: Oh, mire, aquí vienen. Llegaron temprano. Hijos, les presento al Dr. Spencer Cox, buen amigo de los indios. Dr. Cox, le presento a mis hijos: Marion y John.
Δ
Solo, sentado en su auto estacionado fuera de la residencia, Spencer saca la cinta de la grabadora. Podría destruirla o guardarla; podría borrar la voz de Etta o transcribirla. No importaba lo que pensara hacer con su historia porque ésta seguiría existiendo, con él o sin él. ¿Era cierta o falsa la historia? ¿Era esa la pregunta que Spencer debería hacerse?
Adentro, una mujer mayor se arrodilló en un círculo junto a sus seres queridos, guiándolos en oración.
Afuera, un hombre blanco cerró sus ojos y rezó a los fantasmas de John Wayne, Ethan Edwards y Marion Morrison, la santísima trinidad.
Alguien se quedó callado y alguien dijo amén, amén, amén.