A Marosa de Giorgio.
1.
Cada cabeza reluce en la silla del asiento. Cada momento se eterniza en la línea recta. Cuneiforme linealidad del reflejo inexistente. Un momento para detallar la indiferencia y los asientos corridos hacia atrás. La informalidad corre su mano para generar una cadena económica, tiendo mis manos para no rechazar su invitación. Espero llanamente la llegada del bus para enaltecer el paisaje que se avecina, cada mañana, cada montaña, cada pájaro, cada kilómetro de espera. Un zumbido mueve el cuerpo de 36 puestos y 36 realidades diferentes, entrelazadas por unos pesos y unos pasos hacia el abismo de caer en la calle, y lograr el inicio o el regreso cotidiano.
3.
La mañana es como todas. El silencio acompaña a Bonnie corriendo. Los árboles templados por el frío y el cielo escondido en el grano.
Todo comienza a las 7.
Larga espera en ojo de agua.
El aviso dice: “arriendo”, “vendo”, “3145678904”.
La ciudad es sostenida por el garfio que
mueve ladrillos, y escucha gritos desde abajo.
Allá entran a las 7.
Mueven sus pies junto a los míos
ellos marcan el turno
yo sigo mi destino hacia la ducha.
Cada día empieza en el silencio
las serpientes también saben
moverse en la oscuridad.
El frío despierta la curiosidad de abril,
El recuerdo de marzo,
La sonoridad decembrina,
El correteo de mi perra,
largas esperas, ojos cristalizados, piel magullada en la ventana.
4.
En el pasaje del artista suicida se cruzan dos tiempos. Tanto a las 12 como a las 8 cambian las caras y vuelven los pensamientos. Un día comimos hamburguesas en la calle del colesterol y otro día tomamos cerveza en la esquina, atrás de la estatua. Caminan los sujetos, suben y bajan, pero no cambia el sentido del tiempo. Luz esclarecedora de agua cristalina. Gira y gira el mambo. Piensa y piensa el cristal. Un día dijeron: “vale la pena hacer una novela de artista”. Pero la estatua enmudeció. En el infinito de piedras encuentran el lugar para habitar Simonson, Jolista, Monin, Neitor y Marista. Vuelvo al sorbo del instante bitter, y recuerdo que no he almorzado.
2.
Un sabor amargo baja por mi lengua. La silla es habitada por conversaciones risueñas y puteadas de por medio. Los bienandados ríen. Mi boca saborea el vaso del reflejo negro sin azúcar. Adentro, abro la puerta, entran los susodichos y apartan sus cuerpos en el cuarto de atrás. Aquí todo es iluminado por sabores inconclusos y personas allegadas a la terminal. Me muevo, espero, respiro y contengo el sabor. Esas gradas del fondo me llevan al día en que acurrucado, esquivé un balón caído del cielo. Corría en busca de algo y a punto de perderlo en el camino. Salté, driblé y fui mínimamente, rescatable en su momento. Cada tierra y cada guayo ahondaron en mí. Vinieron los golpes y las dudas, los días perdidos intentando volver, resignado al destino y al camino del héroe sin destino. Ya he difuminado el fondo que ahora es blanco y seco, sin algún destello de sabor.
5.
También la abertura del bolso fue sacudida por la mano.
En ese instante de divagar en la secuencia de estaciones, mirar pasar edificios y tratar de encontrar alguna ventana mal cerrada, entré. La habitación
circular del tiempo resumido en la espalda y el dedo
que dan click.
No entra luz, no se mira al otro lado, solo se espera en el interior.
He descubierto que falta algo, y el sonido de aquel día
en ese vagón, reveló la necesidad del otro.
Mañana no tendré mis gafas negras
el estuche naranjado no estará
mis ojos tendrán que ver la verdad del sol
asumir la mentira de la hormiga
y compraré un nuevo aerosol
para limpiar mi inocencia
y la iniciática experiencia del hurto moderno.
Des-pren-der-se (4).
10.
Los párpados bajan suavemente, una cabeza se reposa en el asiento de la micro y el cuerpo desciende a cualquier círculo. Las cabezas andan en su mundo, su regocijo es la ventana, los pesos y el botón de parada. A veces logro ver por casualidad, alguna foto compartida con sus seres queridos. A ellos los esperan, a mí la soledad me sigue en la calle y en este puesto. Las sombras de ahí dentro son un laberinto que solo se reconoce en cada resalto en el asfalto. El olor a hedor es natural en mí, cada tanto levantaba las manos para descender por el puente infinito y surcar el olor de vida. El resto del tiempo logro ver la bilis roja, lavada en el patio, esperando a recorrer la fineza y montar una pequeña familia. Logro ver la oscuridad y el paisaje bloqueado cada que miro el retrovisor.
11.
Una sombrilla protege estos zapatos mojados, idos hacia el abismo del charco. La sala de espera congregada por los pacientes, los unos sentados y los otros parados a la espera. Un sonido intenso mientras me siento y cruzo los pies. Cambia el turno. Dolores en cada movimiento del cuerpo y los pies. Rota la banda, estiro. Afuera se oyen los inicios de abril, la esperanza de volver a ver agua y ríos desbordados. Camino y veo el cambio del pueblo. La esquina llena de cenizas donde jugábamos billar y comimos menús del día baratos. Otra calle del encuentro y la noche enmudecida. Un parque donde predominan las carpas externas y no la acción cultural. Otras cosas no cambian. La parada del bus cerca a la galería. El mismo bus de ojo de agua. Los pregoneros y sus voces en diferentes escalas. La choza donde venden gorras de NY y Adidas. El mural de los próceres. Ahora entro al bus y me conecto con el camino.
12.
Los sonidos llegan a mí como a una imagen cualquiera de Santa Helena en mis primeros días. A veces en la esquina se oía jugar a los niños, otras montar competencias de BMX en rampas de madera. Yo miraba a mi tío, y esperaba cada paso suyo para repetir la imagen. Suenan las tubas, los clarinetes, los saxos, las trompetas, la percusión y el líder mueve las manos, hace correr las ondas. Sumerjo el ritmo en el tiempo. Recorro el sentimiento perdido y amo. Ella aplaude conmigo. Paso la calle en círculos iguales donde emerge el secreto. Veo caras extrañas y tiempos ajustados. Otro día estuve al borde de la colisión: un mamoncillo se atoró en mi tráquea mientras montaba en la barra de la bicicleta de chita, pasábamos el caño y entrabamos a Persia.
Espero la llegada del lugar habitado.
Por Juan José Rendón Guapacha
Fotografía de Marketa Luskacova